La autora colombiana, que participará en el HAY Festival de Arequipa, habla sobre su nuevo libro “Qué hacer con esos pedazos” en el que aborda los “minimaltratos” que “las mujeres aceptan con pasividad aterradora, sin armas para enfrentarlo”
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Una vieja cocina va a ser remodelada en casa de Emilia. No porque ella quiera, es una idea de su marido, que tomó la decisión sin consultarle. Él planea una cocina moderna y ella, antes que entrar en una batalla, acepta resignada la demolición.
Así comienza “Qué hacer con esos pedazos”, la nueva novela de la colombiana Piedad Bonnett (Amalfi, 1951), en la que examina los trozos de vida propios y ajenos que arman la existencia: personas, decisiones, violencias, quiebres, culpas, pérdidas, éxitos, escondites, silencios, anhelos, dolores.
Piedad Bonnett sabe de todo eso.
Su extensa obra poética ha sido ampliamente reconocida, así como sus ensayos, novelas y textos autobiográficos, como “Lo que no tiene nombre”, en el que narra con delicadeza, honestidad y amor profundo el suicidio a los 28 años de su hijo Daniel, quien padecía esquizofrenia.
La autora, que participará en el HAY Festival de Arequipa, cuenta que en este nuevo libro, quiso hablar de: “Un maltrato que me ha interesado siempre, el minimaltrato que las mujeres aceptamos con una pasividad aterradora, sin armas para enfrentarlo. Porque si un hombre te pega o te grita puta tienes cómo reaccionar”.
Así van apareciendo los fragmentos de Emilia, una escritora que ronda los 60 y que nos revela, mientras la cocina se cae a pedazos, a un marido ensimismado, un exnovio violador, un padre que castiga, una hermana controladora y una hija distante.
-¿Qué se hace con esos pedazos?
- Periódicamente uno hace evaluaciones de la vida, del pasado, de la transformación de ese pasado en el presente; piensas en cuántos amigos has perdido, cuántos distanciamientos hubo en la familia.
Durante la pandemia estaba muy afectada por la situación de mis padres que son muy viejitos y podían contagiarse; pensé en la soledad de la vejez, en lo que no sabía de mi propio padre ni de mi madre; y en mi propio envejecimiento, porque envejecimos mucho, pero además estoy en una edad donde se da una curva hacia abajo y lo irremediable de eso.
Se me fue imponiendo el tema de la familia, que me ha interesado profundamente: el padre, la madre, los hijos, porque también haces un balance de la relación con tus hijos, un tema del que no se habla, porque muchas madres que tienen relaciones malas con sus hijos, lo ocultan o se lo niegan, no quieren aceptarlo.
- Como la relación áspera de Emilia con su hija Pilar, como si cada una habitara mundos muy diferentes…
Los hijos juzgamos extremadamente duro a los padres y no entendemos quiénes fueron, sino cuando estamos muy viejos. Eso puede llevarnos a ser crueles, o indiferentes y a ni siquiera indagar por sus vidas.
También es un gran tabú; las madres minimizan las indiferencias, incomprensiones y hasta las agresiones que pueden recibir de sus hijos.
- Pero las agresiones también vienen de los padres. A Emilia su padre la castigaba y ella piensa que “los lazos familiares también son grilletes”. ¿Lo compartes?
- Mucha gente no se atreve a ponerle cara a esos problemas y los elude, porque son los más irresolubles. Hundes el dedo en alguna parte y empiezan a aparecer.
El vínculo familiar viene acompañado de un imperativo social y casi divino: con tu madre no te peleas, con tu padre, con tus hermanos y tus hijos no te peleas.
Con los amigos puede que te quede un dolor, pero no esa culpa tremenda. Por lo menos en América Latina, y lo veo en Colombia, hay una idealización de las relaciones familiares. Lo que sí es distinto es la relación con el padre, hay muchas novelas acusatorias del padre.
- ¿De qué se los acusa?
- Los padres hacen mucho daño por la masculinidad mal manejada. Mi padre me castigaba de pequeña; no fue demasiado ni maltrato, pero se aceptaba un papá que te daba unos correazos o un coscorrón y eso me afectó profundamente.
Empecé a odiar la autoridad masculina, a odiar a Dios que me exigía tantas cosas. Hacia todo tipo de autoritarismo. Hacia las monjas también.
No es solo lo masculino, sino un orden que te subyuga, te aprisiona.
Luego entendí algo que me salvó: que mi padre era una persona con miedo de la vida, porque quedó huérfano chiquito. A los 14 años se fue a vivir a un hotel en estado de desamparo, porque su papá se casó con otra señora.
Él tenía miedo de no ejercer la función de padre y mi madre le endilgaba toda la responsabilidad: ya viene su papá.
Desempeñaba un papel que la sociedad le impuso, que incluía lo que le habían hecho: darle unos golpes, unas nalgadas, un grito o un puño sobre la mesa, cosas que para mí eran aterrorizantes. Cuando entendí, empecé a perdonar, pero eso queda ahí, como una cicatriz.
- El marido de Emilia, un hombre poco empático, parece estar en un segundo plano, pues ella se refugia en su escritura. Y se pregunta: ¿qué es querer cuando se lleva tanto tiempo juntos?
- Quise hablar del cuarto propio de Virginia Woolf, que para ella es el trabajo y literalmente un cuartito del apartamento que la refugia. También de un momento en los matrimonios... Porque a los 35 te vas, pero si tienes 60, dices, para qué me voy a ir. Hay mucho miedo a la soledad en la vejez.
El marido es un personaje que perturba, pero yo puedo concentrarme y no ver, como si tuvieras un zancudito que va silbando todo el tiempo, y tú misma lo espantas, pero no te decides.
A un matrimonio de 30 años, los unen muchas cosas, solidaridades, conocimientos; si no hay una violencia verdadera, o una infidelidad, resulta difícil tirar las cosas por la borda, quería mostrar esa complejidad.
Es típico que cuando alguien tiene un matrimonio aburrido, la amiga viene y te dice, bah sepárate, pero no es así.
En las mujeres latinoamericanas existe además el miedo de que los hombres aman a las que tienen 30, no a las que tienen 65. Está la idea de que nadie te va a volver a elegir ni te va a volver a querer. Vas a tener una vejez con amigas pero no con hombres.
Últimamente me ha interesado también la época de la jubilación: el señor que salía todos los días y llegaba a las 6 de la tarde, solo te dejaba ver unos aspectos de su vida, pero cuando lo tienes ahí y va envejeciendo, va claudicando, te anuncia un futuro tremendo.
- ¿Son necesarios los hombres o basta una vejez con amigas?
- Si me pusieran a elegir yo prefiero una vejez llena de amigas, de gente feliz, riéndose, sin la carga de un marido como ése.
- Más alla de las violencias cotidianas que describes, hubo otras mayores, como las del novio de juventud del que estaba embarazada. Una noche ella se negó a tener sexo, pero “él la montó bruscamente, le abrió las piernas con una de sus rodillas, y la penetró sin ningún preámbulo”. ¿Cómo se ponen los límites ante los que abusan?
- Me interesó el episodio con ese novio para mostrar que ella no es una estúpida, porque toma una decisión y aborta. Lo deja y empieza un matrimonio rehaciendo una vida. Pero después está la muerte de su hijo y hay unos silencios, por las cosas que no se han dicho.
- Es la muerte de un bebé, una muerte súbita. Pero tú viviste la experiencia de perder a tu hijo Daniel y en el libro se dice que “la muerte no es algo natural, con lo que podamos pactar”, ¿cómo lo ligas a esta historia?
- La muerte de un hijo fractura una vida para siempre, aunque que no es lo mismo un hijo de 28 que un bebé.
Esa experiencia me la robé de una amiga a quien le pasó exactamente eso.
Pero fíjate que luego está el episodio de las cositas que ella conserva del bebé y que el marido tira al piso con unos manotazos, porque odia que esa herida siga viva en ella.
Él lo ha querido clausurar, porque es un hombre con una sensibilidad limitada. En cambio, ella es una persona... Yo sé que hay lectoras a las que les da rabia Emilia.
- ¿Ah sí? ¿Por qué?
- Ella es de mi generación, mujeres que creímos que habíamos roto con todo porque nos tocó la píldora, el divorcio, fuimos a la universidad, críamos hijos mientras trabajamos.
Sin embargo, la educación que nos dieron hizo que quedáramos con unos males atávicos. Unos aferramientos.
Tengo amigas que son personas importantísimas y que dicen: me voy porque ya va a llegar mi marido.
Los cambios en las mentalidades se dan muy lento, la literatura tiene el deber de develar esas mentiras que nos decimos.
Por eso me gustó mucho el libro “Apegos feroces” de Vivian Gorkick, porque es el apego, esa palabra tan tremenda.
- “Cuántos años le tomó dejar de sentirse esclava de la culpa. Culpa por odiar a la madre, que la mandaba callar con los ojos en las visitas familiares; al padre, que la cercaba con sus prohibiciones y la humillaba con sus castigos; a la pacata de su hermana, que la juzgaba…” ¿cómo es el proceso de liberarse de la culpa?
- Es muy difícil desarraigarse, porque nos dieron esa educación religiosa que tiene todos los énfasis en la culpa.
Pero yo soy una mujer que casi no tiene culpas. Con la muerte de Daniel casi no las tengo. Quizás la que más prevalece es la de no alcanzar a ir a ver a mis papás las veces que debería.
- ¿Te salió de forma natural o hiciste un trabajo?
- He hecho un trabajo, naturalmente no llegas a desprenderte de las culpas.
Pero también hay un epígrafe en la novela, de Susan Sontag, que dice mírate a ti misma en las relaciones con los demás, y pregúntate ¿será que yo también contribuyo?
Hay gente que no es capaz de hacerse esa pregunta. Somos ciegos de nosotros mismos, nos cuesta entender hasta qué punto somos culpables.
Emilia parece una persona sin culpas, no tiene culpas con el niño, aunque a veces dice que tal vez lo dejó en la posición que no tocaba, no lo tapó, no lo llevó al médico, en fin. Pero es una reflexión externa, no está atormentada.
- “El cuerpo no responde, la maquina se está apagando… esto no dura mucho” le dice su padre a Emilia y ella piensa “¿Qué responder a eso, qué banalidades, qué falsos consuelos?” ¿Cómo es mirar de frente a la vejez?
- La vejez tiene dos etapas: cuando entras y empiezas a ver tus propios cambios y a hacer tus renuncias, pero todavía la vida está llena de opciones. Esa primera vejez, entre los 60 y 75, es un momento de gran productividad para los intelectuales.
Hay más comprensión, más bondad, hay liberación del tiempo, de tareas.
Pero la que he vivido con mis padres, la segunda vejez, es dolorosa, porque implica algo horrible que es la parálisis a la espera de la muerte.
Son días idénticos, no pasa nada, no hay sentido del futuro. Por eso tantos ancianos tienen la idea del suicidio. Las cifras son altas en la juventud y en la vejez.
- “El que envejece se vuelve feo” piensa ella y “lo feo es aquello que se odia”. “Cómo no sentir cierto asco cuando ve las estrías del bajo vientre, las rodillas rollizas, la flacidez que ya hace estragos”... ¿Cómo se lleva el deterioro físico?
- Unas personas lo llevan mejor que otras.
Algunas se dedican a una guerra contra el tiempo. Son mujeres que viven en función de no envejecer y que dan esa batalla a diario. Y hay otras, entre las que me incluyo, que vamos registrando los cambios y buscando compensación, pero los cambios duelen.
Cuando ya no puedes subir y bajar escaleras al mismo ritmo, cuando estás de turismo y te cuesta llegar a la cumbre donde verás algo hermoso. Son renuncias duras.
Hace un tiempo leí sobre una escritora argentina que se suicidó porque no soportaba verse físicamente. Uno tiene que ir acumulando sabiduría para no llegar a esos momentos de desesperación y desconsuelo.
- ¿Cómo compensas los cambios físicos?
- Oigo mucha música, leo libros, voy a una playa y no al Himalaya. Como mucho, es lo que hacen los viejos, comer, tomo buen vino.
Lo ideal sería que todo pudiera encajar, pero no encaja nunca del todo. Hay algo que falta.
- ¿A qué te refieres?
- A la añoranza del sexo, por ejemplo. La renuncia a la sexualidad, la renuncia ¡al amor!. Ni siquiera pienses en la sexualidad, piensa en el amor, esa cosa agitada que existe hasta los 50 y algo o incluso en los 60 hay mujeres que se enamoran. Los hombres se enamoran hasta que tienen 80.
- ¿Y por qué las mujeres no?
- Hablaba con Chantal Maillard, una escritora belga que vive en Málaga, y me decía que los hombres tienen una carga que no tenemos, que es la líbido. Las mujeres la perdemos más rápido; esa pulsión brutal que los lleva a ver pornografía todo el tiempo, o a convertirse en unos viejos horrorosos que tratan de tocar a las muchachas. Esas cosas patéticas no las tenemos.
Uno no es una vieja tratando de ponerle la mano en la nalga a un joven de 20, ¿no?
- ¿Perdemos la líbido por nuestra naturaleza o porque la hemos tenido que reprimir y controlar culturalmente?
- También hemos estado educadas para reprimir y eso nos va reformateando el cerebro.
Es sobre lo que voy a escribir ahora, la relación con mi cuerpo, que es una relación generacional, social. Como que te hacían creer que eras puta si te besabas con un niño cuando tenías 14 años.
- Ver la vida como un todo que se despedaza, ¿es ilusorio?
- Es una manera metafórica de decir algo: mi vida está hecha pedazos, dice la gente, o mi vida se destrozó. Pero hay muchos otros tejidos que están ahí. Lo que pasa es que de pronto en los balances hay una percepción de lo trágico.
- Cuando todo se despedaza, ¿qué ocurre?
- Dos cosas posibles, o que te hundas, mi vida es un fracaso, y eso te derrumbe; o que renazcas como Emilia, que tiene el ímpetu de un segundo nacimiento.
- ¿Cuál sería tu propio balance?
- A mí me salvó la literatura, ese es mi balance. Me enseñó a madurar y me ha servido de agarre cuando murió Daniel.
Por supuesto que mi vida también tiene agujeros, como un queso gruyere, porque siempre estás descontenta con algo tuyo o de la realidad y por eso sientes la pulsión de seguir escribiendo.
La literatura es un gran apoyo, en mi caso, también el haber sido maestra y transmitir a otros el ver el arte como un camino de trascendencia. Esas dos cosas. Y el amor de los pocos que lo han querido a uno.
Ahora tengo tres nietas y por eso no quiero morirme todavía, quiero que ellas tengan una idea de la abuela, de quién era yo, qué fui y que no me les desvanezca.
Por Diana Massis
HayFestivalArequipa
@BBCMundo
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