Picnic en el TGV
De París a Bordeaux en el tren de alta velocidad que invita a transcurrir por la campiña francesa y a disfrutar de las delicias locales en el trayecto: vinos Saint Felicien, quesos y pastelería locales cuidadosamente elegidos por un chef y un sommelier argentinos radicados en Francia
Las siglas TGV corresponden a Train à Grande Vitesse; en criollo, “tren de alta velocidad”. Se trata de una serie de trenes franceses que la compañía estatal SNCF inauguró en 1981 y que hasta 2013 había transportado a 2.000 millones de pasajeros. En la actualidad, sus ágiles formaciones recorren de punta a punta prácticamente todo el territorio galo y algunas ciudades de naciones vecinas.
El punto de partida para dejar París en el recuerdo y seguir viaje es la Gare du Nord, la estación más grande del país y una de las seis grandes estaciones de la metrópolis. Su bellísimo edificio, concebido por el arquitecto Jacques Hittorff, vio la luz en 1846 y hace cuatro décadas fue declarado Monumento Histórico.
Acá estamos, entonces, frente a las puertas del vagón 13, esperando a dos de nuestros coequipers. Son, nada más y nada menos, que Rodrigo Calderón, sommelier colaborador de Mirazur, el establecimiento de Mauro Colagreco que cuenta con dos estrellas Michelin, y Marcelo Di Giácomo, formado precisamente en el restaurant del cocinero platense y actual mandamás, junto a su mujer japonesa Chiho Kanzaki, de Virtus, una joya gastronómica en París.
Los sonrientes muchachos llegan con las alforjas cargadas de comestibles y bebestibles. En cancheras bolsas de arpillera vemos sobresalir, a lo lejos, varias baguettes y los picos de algunas botellas de Beaujolais fresquitas y “bio” (es decir, de producción orgánica). Beaujolais es una región vinícola de Francia que se extiende al sur de Bourgogne y que se destaca por la variedad gamay, una uva de color púrpura usada en la elaboración de tintos jóvenes y vigorosos, fáciles de maridar. ¿Qué más traen en esas bolsas? Quesos, muchos quesos de distintas variedades; por ejemplo, un Rocamadour, un Saint-félicien y un morbier, todos a pedir de boca y en su punto justo.
Cuando, sorprendidos por el banquete tempranero, preguntamos cómo hicieron para comprar tantos víveres en poco tiempo, Rodrigo y Marcelo cuentan, como dos académicos del gusto, que consiguieron todo en tan sólo una cuadra del arrondissement 12, cerca de Virtus, y que ésa es la ventaja de este tipo de ciudades europeas: se pueden obtener grandes productos de terruño en localcitos de barrio.
Trepamos al tren y sin dilaciones desplegamos el arsenal en nuestro sector “privado”, ante la atenta -y envidiosa- mirada de los guardas que pasan cada tanto a controlar los pasajes, hasta que, cada vez más amigables, aceptan un bocado de invitación.
Cuando pensamos que no habría más sorpresas, surgen de una bolsa fantasma un par de exquisitos “saucissons”, o sea salames de calidad superlativa, originarios de las montañas de Ardèche, que Marcelo pela y corta blandiendo, cómo no, una navaja Opinel, algo así como una institución francesa y fiel sinónimo del arte de vivir en estado de nomadismo.
Así, como quien no quiere la cosa, vamos animando el velocísimo viaje con música latinoamericana -desde Babasónicos hasta Tim Maia- y liquidamos la faena con porciones de exquisitas tarte tatin, Paris-Brest y varios éclairs de chocolate que desaparecen de la pequeña mesa como por arte de magia. Con la misma varita mágica, el tren detiene su marcha y se prepara para entrar mansamente en la estación de Bordeaux, nuestro próximo destino.
LA NACIONTemas
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