Pequeña y sin nombre, cierra hoy en Recoleta una clásica mercería
La pequeña mercería sin nombre se encuentra en la avenida Las Heras al 1800, cerca de la esquina de Ayacucho, debajo de un edificio elegante de 12 pisos y contigua a una moderna barbería. Llevados por el apuro cotidiano que marca el pulso de ese sector de Recoleta, pocos peatones perciben los carteles que, escritos a mano y pegados en las dos vidrieras del local, advierten: "Nos vamos. 31 de enero, último día. A todos ¡gracias!".
El detalle del cartel de despedida no es menor, ya que ese modesto local de venta de lana, cashmilon, algodón, medias, hilos, agujas y productos de cuero forma parte del paisaje de esa cuadra porteña desde hace 52 años. Una antigüedad nada desdeñable.
"Estamos acá desde 1966, toda una vida", señala Silvia, de 65 años, actual dueña del comercio. Ella se inició en las lides de la mercería a los 15 años, ayudando a Juan José, su padre y dueño original del lugar, que en ese entonces se llamaba Casa Rubio. Cuando intenta contar lo que significa para ella el cierre del comercio, la mujer, que no quiere dar su apellido, aprieta los labios con fuerza para evitar quebrarse y se queda sin palabras.
Rubén Raineri es el esposo de Silvia y está junto a ella al frente del negocio desde fines de los 90, cuando Juan José -al que todos conocían como Pepe- no pudo hacerse más cargo por un problema de salud. "El cierre de la mercería no tiene que ver con lo económico. Es una decisión familiar", explica Raineri, de 68 años, y agrega: "Es muy desgastante manejar este comercio todos los días, durante tantas horas. Queremos descansar, dedicarles tiempo a los hijos y a los nietos. Hacer otras cosas".
Las vidrieras que dan a la calle están algo raleadas de productos a causa del cierre del local. "Tomamos la decisión de bajar las persianas hace cuatro meses y desde entonces no renovamos stock", señala Raineri. Cuando se traspasa la puerta se produce algo así como un viaje en el tiempo. Las estanterías, vitrinas y cajoneras de madera, las madejas de lana de todos los colores extendidas sobre los mostradores, las cajas de medias apiladas en el fondo del local, el piso de granito verde, los ventiladores de techo, nada hace sospechar que ese comercio haya entrado en el siglo XXI.
Sin embargo, lo extemporáneo del lugar no produce desconcierto, sino familiaridad. "Mi abuelo hizo la mayoría de estos muebles a comienzos de los 60", cuenta Silvia mientras desliza, melancólica, su mano por una de las vitrinas.
"Es una pena que cierren un local de tantos años. Es un crimen -señala Leonardo Ratuschny, vecino del lugar-. El barrio es como una gran familia y la atención personalizada no se paga con nada. Hoy son todos negocios relámpago, que vienen y se van".
Sobre la relación con los vecinos, Silvia cuenta: "La hija de este señor viene a comprar desde que era así de chiquita [señala la altura del mostrador] y hoy ya tiene más de 20 años. Así hay mil historias".
Christian Pérez es el encargado del edificio donde está emplazada la mercería. Al referirse al cierre, manifiesta: "Ellos son amigos más que vecinos. No verlos más va a ser muy raro. El barrio los va a extrañar mucho".
Es inevitable que en un momento así se desovillen los recuerdos: "Nuestros hijos hoy tienen 42, 40 y 33 años -cuenta Raineri-, pero cuando eran chiquitos se la pasaban por acá. En uno costado había bolsas llenas de lana y ellos venían corriendo de la calle y se zambullían ahí. Y jugaban al fútbol con los ovillos. Mi suegro les tenía una paciencia enorme".
Mientras Rubén habla, Silvia atiende a una clienta, que al despedirse les desea a ambos "mucha suerte en lo sea que venga en su futuro". Esta tarde la mercería cerrará sus puertas para siempre. Silvia, que teje desde los cinco años, se quedará con la lana que sobre. El barrio, en tanto, se quedará sin el abrigo que este entrañable comercio le ofreció durante 52 años.
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