Patética fortaleza
Por Jorge Ortiz Barili Para La Nación
De modo incesante, desde aquella efeméride sobrehumana del 12 de octubre, la figura histórica del almirante genovés de Isabel la Católica se agiganta en la consideración de los hombres de toda condición social, religiosa o cultural, beneficiarios de la compleja civilización que nos urge a reflexionar sobre el origen y el destino de las naciones.
En el pórtico luminoso de la Edad Moderna, dejando atrás las últimas intransigencias de la edad tenebrosa, casi al mismo tiempo que Gutenberg y Maquiavelo con Savonarola y Leonardo da Vinci enriquecían el acervo ecuménico del Viejo Mundo, un oscuro aprendiz de tejedor en el seno de una familia genovesa de Savona cambiaba un destino irremediablemente anodino por uno muy diferente, de gloria inmortal, de la mano de una voluntad singular iluminada por un sueño profético comparable a la misión espiritual de los héroes del Antiguo Testamento o de los semidioses de la crónica de Homero. Ese iluminado de patética fortaleza y perseverancia fue Cristóbal Colón, nacido en el golfo de Liguria -no en Pontevedra ni Barcelona- el mismo año (1451) en el que Isabel de Portugal, la segunda esposa de Juan II de Castilla, trajo al mundo en Madrigal, Avila, a la que sería una de las mujeres más extraordinarias de la historia universal: Isabel la Católica.
Inmediatamente después de la conquista de Granada, la reina vuelve su atención a las instancias alucinantes de ese precursor visionario que no había podido convencer a los monarcas de Lisboa, de Londres ni de París. Tampoco a las repúblicas talasocráticas de Génova o Venecia (de esa última, paradójicamente, vendría Amerigo Vespucci siete años después del descubrimiento para presentarle su nombre de pila al Nuevo Continente y el de Perla del Adriático a Venezuela). Pero ni ese vano timbre onomástico tan caro a los fundadores, ni los interventores del Reino, la envidia y las tempestades en el mar y en el espíritu, nada ni nadie habría de empañar la trascendencia humanista de su empresa titánica, virtualmente solitaria. Cristoforo y su Evangelio, ¿o su Utopía, antes que Thomas More?
Los detractores de la hazaña legendaria de Cristóbal Colón se han encarnizado en la crítica de los métodos, en ocasiones demasiado expeditivos, a la que hubieron de recurrir los modernos argonautas a la hora de echar pie a tierra en playas donde no se les consideraba persona grata. Donde los nativos resultaban ser nada hospitalarios y en absoluto civilizados. Incluso, antropófagos del Caribe, que nada sabrían por cierto de catequesis. En una palabra, que únicamente Francisco de Asís se habría mostrado más persuasivo que los rudos marinos enrolados en las tres carabelas rumbo a un misterio insondable...
Mil ediciones en los quince idiomas de Europa y en multitud de otros en Asia y en América se han despachado a su arbitrio sobre los méritos y los errores de la gesta de Cristóbal Colón, patrocinada por la ferviente Isabel de Castilla en Santa Fe, a la vista del alcázar rojo que fue de Boadbil. Se ha dicho que no era tan difícil o inaudita la empresa. Claro; ya doblaban el cabo de Buena Esperanza los marineros de Bartolomeu Dias y Vasco de Gama, y Magallanes, Cabral, los Caboto -padre e hijo- acometían la aventura de Ulises con distinta fortuna y la misma intrepidez. Pero la ruta prodigiosa fue trazada por el Almirante de la Mar Océano, portador de Cristo, el tejedor de Savona, gigantesco y humilde, que urdió un camino de sargazos hasta nuestra América cosmopolita, crisol de una civilización multiétnica, romana, ibérica y sajona, eslavos, árabes y judíos con la estirpe indómita, ad majorem Dei gloriam y para la mayor gloria de Cristóbal Colón de Isabela, el insigne navegante genovés, andaluz por adopción, que murió casi olvidado en Valladolid el 20 de mayo de 1506.