Paro docente: chicos descartables y una doble vara inaceptable
El paro docente de mañana es la muestra final de la incapacidad de la Argentina de conseguir una forma de conflicto y de su resolución que no implique pérdidas de días de clase
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En Cuba, Nicaragua, Rusia o China –entre muchos otros países– las huelgas docentes están prohibidas. Toda huelga lo está. La Argentina forma parte de las democracias liberales en las que el derecho a la huelga está garantizado y regulado; en el sector privado, por normas que respetan sindicatos, gobiernos y empresarios.
En todas estas democracias, las huelgas docentes son frecuentes. Algunas son duras, como las de Illinois en 1986 con ocho meses sin clases o la chilena de tres semanas en 2019. En estos países también es frecuente la adscripción partidaria de los sindicatos docentes. Por ejemplo, en Estados Unidos, la poderosa American Federation of Teachers es el principal aportante institucional a las campañas electorales del partido demócrata.
Pero en la Argentina estas cuestiones más o menos razonables se potencian. Las huelgas docentes pueden devorarse con naturalidad pasmosa un año entero de clases, como en Santa Cruz o Chubut, y cada inicio de ciclo lectivo invita al tango fatal entre funcionarios y sindicalistas en una danza contra el tiempo.
La identificación con el kirchnerismo del principal sindicato docente nacional termina generando una poco ecuánime selectividad en los conflictos, condicionándolos al color político del partido gobernante. Mis colegas de la Universidad Di Tella Sebastián Etchemendy y Germán Lodola mostraron empíricamente que el conflicto se exacerba si el sindicato docente no está políticamente alineado con el partido gobernante.
El paro nacional docente del 22 de junio, que en algunas provincias comenzó 24 horas antes, es la muestra final de la incapacidad de la Argentina de conseguir una forma de conflicto y de su resolución que no implique pérdidas de días de clase para los estudiantes como única variable posible para los reclamos. Este formato ya lleva 35 años: comenzó con los 42 días de paro en 1988, continuó durante los años 90 y se intensificó en los 2000, a pesar de una ley que obliga a los 180 días de clase.
Extrañamente, una de las mayores conquistas docentes se obtuvo sin paros: a finales de los 90, la “Carpa Blanca”, que recibió el apoyo de políticos, artistas, periodistas y otros dirigentes y consiguió el Fondo Nacional de Incentivo Docente (Fonid), que todavía está vigente y es un aporte nacional al salario de cada docente.
El paro del 22 tiene como principal consigna la solidaridad frente a lo que la dirigencia sindical denomina “represión al pueblo jujeño”. No queda claro por qué en este caso hay una huelga nacional y en otros, no. Por ejemplo, hace menos de un mes la policía del gobierno salteño reprimió a docentes autoconvocados, dejando 27 detenidos y varios heridos. O el caso de Formosa, donde en 2021 la policía reprimió una manifestación pacífica. O la de abril de 2017 en Catamarca, solo por mencionar apenas tres casos recientes. La doble vara es inaceptable.
Tampoco está clara la oportunidad. Desde lo político, porque la impaciencia por parar ofrece una lección negativa frente al incendio de la Legislatura, autos y casas particulares, bombas molotov, denuncias falsas de desapariciones, etc. Si la denuncia a la represión policial fuera razonable, aun así: ¿los dirigentes docentes repudian estos hechos vandálicos y antidemocráticos?
Desde lo educativo, en la semana los chicos irán un solo día a la escuela. A esta interrupción se suman las de mayo y las vacaciones de invierno, que arrancan en tres semanas. Esta falta de continuidad perjudica a los más pobres: son los estudiantes con menor capital educativo de sus familias los más vulnerables frente a la discontinuidad, porque los estudiantes de sectores medios y altos concurren mayoritariamente a escuelas privadas donde no suele haber paro. No se piensa en ellos. Chicos descartables.
La respuesta del sistema político no ha sido adecuada: hace 35 años que no encuentra un formato correcto para canalizar conflictos y, al contrario, está enredada en un loop temporal que la condena a repetir los fracasos y, paradojalmente, empoderar a los sindicalistas.
Los ciudadanos no votamos dirigentes sindicales: votamos gobernantes y legisladores que deberían proponer un esquema diferente. No es fácil, pero hay pistas posibles.
Volviendo al estudio citado, los datos muestran que en un entorno libre para la organización sindical, el conflicto decae cuando la negociación es obligatoria y está bien regulada, tendiendo a institucionalizarse. Adicionalmente, el gremio docente debería compartir con el sector privado similares mecanismos de negociación. Esto es problemático porque nuestra organización constitucional es federal y las negociaciones son jurisdiccionales. Pero acuerdos del Consejo Federal de Educación en negociación con el sindicato docente, con la voz de las familias y con un arbitraje institucional podrían ser el escenario donde esos cambios sucedan.
La conflictividad docente en loop forma parte del colapso de la educación argentina. Es la capacidad de la política la que debe descolapsarla.
*El autor es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella y académico asociado de Argentinos por la Educación
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