Para recordarlo sin dos puntos
CIUDAD DE MÉXICO.- El periodismo es una profesión de regalos inesperados. En su nivel más elemental, consiste en entrevistar gente que siempre vale la pena conocer y compartir el nervio de las redacciones con personas de las que se aprende mucho. En mi caso, el máximo regalo que me hizo este trabajo fue estar a las órdenes de Gabriel García Márquez.
El milagro ocurrió a mediados de 2001, en ese otro milagro que es la Ciudad de México. El escritor Mauricio Montiel Figueiras, a quien yo había conocido en el diario unomásuno, me invitó a sumarme al equipo que crearía la versión mexicana de la revista Cambio, un proyecto de Televisa y los dueños colombianos de la edición original. Entre estos últimos figuraba García Márquez, de quien se decía que iba a participar en el proceso de lanzamiento. A mí me costaba creer esos rumores, pero me vi obligado a darlos por ciertos cuando un día me topé con el anciano premio Nobel en los pasillos de la redacción.
Mi primera impresión fue la de un señor de salud endeble, acompañado a todos lados por una asistente de oscuro carácter, que a fuerza de entusiasmo y curiosidad se las arreglaba para traspasar los límites de su fragilidad física y de la marca personal. Inspiraba más ternura que admiración. En cualquier momento que se lo abordara tenía un minuto para una breve charla y, también para lo que menos le gustaba hacer, que era firmar ejemplares de sus obras.
Hoy recuerdo que García Márquez trabajaba en los primeros números de Cambio con un instinto juguetón que, hasta donde me permito pensar, les hacía tan bien a la revista como a él mismo. Le gustaba más preguntar que ser interrogado, y no dudaba en cambiar de tema si la conversación apuntaba a su vida o sus libros. Una noche me invitó a cenar junto con Montiel Figueiras, Julio Aguilar y Gerardo Lammers en el restaurante Cluny, y ahí pude constatar que hablaba con idéntico fervor de J.M. Coetzee como de las quesadillas de flor de calabaza o del buen uso del punto y coma.
En la redacción, le encantaba aparecer por detrás de cualquiera que estuviera sentado frente a la computadora, juego que generaba un susto muy entendible en redactores que jamás soñaron con que García Márquez los espiara por arriba del hombro.
El día que llegó a la redacción, reunió a los periodistas para revelar "el secreto" del buen periodismo. "El secreto del buen periodismo es sujeto, verbo, predicado", señaló.
La mañana en que Lammers lo buscó para que le autografiara un ejemplar de Cuando era feliz e indocumentado , Gabo escribió: "Doy por bueno este libro pirata" arriba de su firma. Esa inteligencia amable y sencilla lo definía. En lo que a mí respecta, tuve el inmenso privilegio de que me mandara a reescribir al menos seis veces la crónica "¡Ánimooooo!", hoy compilada en mi libro Extranjero siempre . Una vez terminada, cada lunes Gabo me recibía para que la viéramos juntos. Debo reconocer que, a medida que avanzaba en la lectura, el Nobel perdía la paciencia. Le molestaban el exceso de dos puntos, que modificara la frescura oral de los testimonios y que el paisajismo de las descripciones demorara la acción.
La última de esas tardes en las que me sentí ante el pelotón de fusilamiento, yo recordaría el hielo del comentario que me dedicó cuando el director de la revista, Roberto Pombo, le preguntó qué tal estaba mi crónica. "Éste no es tan bruto", dijo. Qué bonita sería su sonrisa, me digo ahora, al ver que en este recuerdo no hay una sola frase con dos puntos.
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