Tute y Caloi. "Vivíamos los dos solos, charlábamos mucho. Nos divertíamos"
Quería convencer a su ex mujer de que su infancia en el campo, rodeada de caballos, era una gran historia para dibujar. Para escribir una novela de humor gráfico. Ya estaba imaginando los dibujos, los personajes. Todo. La charla transcurría alrededor de una mesa de café, en un barcito de Santiago de Chile, hace ya siete años, en un recreo durante su visita a la Feria del Libro trasandina. Tute insistía. Hasta que la mamá de su pequeña hija, Olivia, le retrucó: ¿Y por qué no dibujás tu historia? '¡¿Mi historia?!', dijo él casi con espanto. Le pareció una mala idea. Pésima. Al menos por unos segundos. Porque al cabo de un cortado ya se había quedado sin servilletas donde seguir dibujando. Ese puñado de papeles con garabatos y anotaciones durmió en la mesita de luz de Tute por unos cinco años. Hasta que pudo tomar coraje y se zambulló: Diario de un Hijo, de editorial Sudamericana, es una especie de autobiografía dibujada que recorre la relación del autor con su papá, el humorista gráfico Caloi, desde el nacimiento de Juan Matías –o Tute- hasta la muerte de Caloi –menos conocido como Carlos Loiseau- el 8 de mayo de 2012.
Tute promete en la contratapa "alegrías y desencantos", "caminos asfaltados y malezas". Aunque durante las 168 páginas de humor gráfico, tono poético y un puñado de anécdotas, siempre hay más de lo primero que de lo otro. "La verdad es que tuvimos una linda vida juntos", responde, casi como si tuviera que justificarse. En su estructura, el libro tiene tres registros. Uno en el que Tute se dibuja a él durante su infancia, a su familia y a color, que es algo inédito en su trabajo. Otro, como suele dibujar en las páginas dominicales de La Revista de LA NACION, "donde me dibujo pero de otra forma, y aparece el inconsciente como un personaje conductor", dice Tute. Y un tercer registro, que es la terapia psicoanalítica y donde siempre aparece hablando del libro. El psicoanálisis, dice, lo ayudó mucho, y en el método de trabajo que utiliza está muy presente el inconsciente como fuerza motora. "Arranco con una punta, una idea y confío en que la asociación libre me llevará a puertos interesantes. De pronto se me ocurrió que golpeara la puerta el inconsciente. Y lo dejé pasar…"
Viñeta 1. De repente, la angustia
Diario de un Hijo es también un duelo dibujado. "Cuando mis viejos se separaron yo tenía 15 años. Era adolescente, estaba haciendo mi vida, una época donde las amistades son fundamentales. Claro que me dolió, pero no pude darle la dimensión real en ese momento. Un día estaba en el colectivo y sentí que me quedaba sin aire. Fue de repente. No entendía qué me pasaba. Hasta que muchos años después, con análisis, supe que eso era angustia. Lo mismo se replicó con la enfermedad de mi viejo. Estaba en el auto yendo al centro y me quedé en medio de un embotellamiento. Era el día que habían matado a Mariano Ferreryra [militante del Partido Obrero que participaba de una manifestación]. La zona sur de la ciudad estaba colapsada y tuve la misma sensación que en el colectivo, a los 15 años", explica Tute, y convida un mate. "Estaba angustiado. Hubo una etapa previa a su muerte que fue muy dolorosa. No somos de lágrima fácil en la familia. La sensibilidad está, pero a veces cuesta que salga".
Viñeta 2. El tío Fontanarrosa
Cuando habla de su infancia, Tute sonríe. Está por repasar ese listado de artistas y colegas de Caloi que desfilaban por el living de su casa cuando suena el timbre. Es Olivia, su hija menor que llega de la escuela. Se dan un abrazo fuerte. Y ella pide la tablet. Olivia tiene 7 años, la misma edad que tenía él cuando comenzó a protestar porque también dibujaba, como su papá, y nadie le pagaba por su trabajo. En el libro aparecen algunos de esos primeros dibujos, mezclados con recuerdos propios y de sus hermanos. Anécdotas reconstruidas, tal vez algo ficcionadas. "Todos los recuerdos están hechos un poco de memoria y otro poco de olvido. Lo que cuento en el libro lo recuerdo así, tal cual", confiesa. Pero existe otro libro, Niños, del cual solo hay 5 ejemplares, donde su mamá, Cristina, escribía todo lo que decían y hacían sus tres hijos (todo lo que valiera la pena registrar). Las cartas que él escribía, las notitas que él le dejaba a la noche a su viejo. Las que su viejo le dejaba a sus hijos cuando se iba de viaje. Las palabras que a Matías le costaba pronunciar: resapador. "Un libro valiosísimo", refuerza. Dice que tuvo una linda infancia. De padres presentes, con mucho amor. Una infancia con un fuerte estímulo cultural, porque en la mesa del comedor se quedaban de sobremesa tipos como Dolina, el Negro Fontanarrosa, Jairo. "Muchos colegas de la generación de mi viejo, pero también cineastas, cantantes. En el living de casa estuvo cantando Nelly Omar, y el Negro Fontanarrosa era el tío del interior con el que nos íbamos de vacaciones todos juntos".
Viñeta 3. La daga en el pecho
Siempre se había sentido dibujante. Era dibujante. Pero él quería ser humorista gráfico, como su papá. Un día, así de sopetón y sin anestesia, Caloi le dijo: "Te veo para el diseño gráfico". Tute, ahora entre risas (porque tiene casi más años de diván que sus 45 reales) recuerda que no pudo responderle. "Me anoté en la Escuela superior de diseño gráfico. Obediente. Lo mío fue una rebelión mansa, que consistió en dibujar todas las entregas de diseño gráfico. Los profesores al principio estaban fascinados, después ya me pedían que dejara de dibujar todo el tiempo. Pero no terminé primer año y ya estaba en la escuela de Garaycochea. Esa frase de mi papá me mató. Me dolió como una daga", admite. Sin embargo, ya de grande, ya padre, ya cuarentón, reconoce que es muy difícil darse cuenta "cuándo lo que uno dice como padre puede ser condicionante para los hijos". Y sigue recordando a Caloi. "Muchos años después de aquel episodio volvimos a hablar del tema. Le pregunté porqué me había dicho eso. No se acordaba de nada. Yo aún recuerdo la frase exacta, el metro cuadrado en el que estábamos parados, la ropa que tenía puesta". Y se ríe.
Viñeta 4. El gran maestro
El maestro de los maestros. En la casa de Tute, un loft en San Telmo donde conviven en un mismo ambiente el tablero de dibujo con los juguetes desparramados por el piso de su hija menor, también está Mafalda. Hay una bolsa de Mafalda, un imán en la heladera de Mafalda, libros de Mafalda. "Quino es el gran maestro. Mi gran maestro. Y el gran maestro de mi viejo también. Él no venía a comer a casa como los demás humoristas gráficos que sí eran de su generación. Quino era al que todos admirábamos", sentencia. En su vida, hubo distintos momentos donde Quino fue clave. A los 17 años, Tute quiso testear su talento. Fue a mostrarle sus dibujos a todos sus amigos. Después, dio un paso más y fue a ver a varios dibujantes profesionales para que le dieran consejos. Tabaré, Sendra, Crist. Pero una noche, compartiendo la mesa de un restaurante con Caloi, estaba Quino. "Le di mi carpeta y me quedé mirando cómo iba pasando los dibujos. Yo le miraba la cara, la parte de la boca. Quería ver si algún dibujo le despertaba alguna mueca. Media sonrisa. Pero eso no sucedió nunca", recuerda. Quino cerró la carpeta y se la devolvió. Le dijo: hay que meter el dedo más en la llaga. Hoy, sigue resonando la frase. "En este camino de maduración como artista, de encontrar una geografía personal, me di cuenta de que aquella frase sigue vigente. Cuando tenía 17 años eso apuntaba a que mis dibujos eran un poco livianos, sin crítica social. Que no me la jugaba. Hoy lo resignifico. Creo que lo que uno hace bien está producido desde esa llaga. Lo verdadero surge de esa herida".
Algunos años después, Tute le pidió a Quino si podía escribir unas pocas palabras para la solapa de su nuevo libro. "Pocas palabras es más difícil que muchas", respondió el maestro. O sea, no. Habían pasado otros cinco años cuando, en medio de una góndola de supermercado, a Tute le sonó el celular. Era Quino, llamaba para felicitarlo por la página que había salido ese día. Y dice que el gesto, cada vez que la crítica del gran maestro lo consideraba, se volvió habitual. Otros cuatro años tuvieron que pasar para que Tute tomara coraje y volviera a la carga con un nuevo pedido. Esta vez, que escribiera el prólogo de su novela gráfica.
Viñeta 5. Un ADN propio
Tute publicaba en LA NACION. Sus dibujos gustaban. Era ya un humorista gráfico de ley. Pero la impronta de Caloi seguía en su tinta. Él lo negaba. Su madre lo negaba. Todos lo negaban. Hasta que un día, fue la propia Cristina la que no supo distinguir entre el trabajo de su hijo y el de su ex marido. Se sintió como una cachetada. Jaque mate. Terapia de por medio, algo casi irremediable, había que trabajar la negación, la idealización, la necesidad de sentirse seguro en algún lugar. "En 2005, cuando vuelvo a publicar en La Nación después de un tiempo y empiezo a trabajar en mi primer libro en solitario, fue el inicio de algo distinto. Mi estilo ya no tenía nada que ver con el de mi viejo", asegura. Y recuerda esa tarde en que tuvo la sensación de que el borrador que quedaba sobre la mesa de trabajo, con tachaduras y las viñetas dibujadas a mano alzada, era mucho mejor que lo que terminaba mandando a la revista. "Un día agarré el boceto y lo mandé así. Ese borrador tenía una potencia gestual más interesante. Más fresco. Me quedé esperando la respuesta del mail, suponía que iban a creer que lo había mandado por error, que por favor les enviara el original. Pero no sucedió". A partir de ese día, cuando Tute se equivoca, tacha, reescribe, y así queda. Y todo a mano alzada. "Sentí una liberación. La escuadra está en un cajón y no la agarré nunca más".
Viñeta 6. La última cena
Cenaron juntos, los dos solos, en abril de 2012. Por última vez. "Para ese entonces, mi viejo estaba muy enfermo. Pero nunca supuse que iba a ser la última. Fue una linda cena. Hacía muchos años que no comíamos solos", recuerda. Sí lo hacían a diario cuando Tute, dos años después de terminar el colegio secundario, decidió mudarse de José Mármol, la casa con fondo donde había vivido toda su infancia en familia, al departamento de Caloi, que luego de la separación se había instalado en San Telmo. En aquellos años, arriesga Tute, fue una decisión espontánea que tenía que ver con su ingreso a la facultad y su vida universitaria. "Vivíamos los dos solos, y teníamos las dos mesas de dibujo a pocos metros de distancia. Eso fue muy estimulante, charlábamos mucho. Nos divertíamos", recuerda. La terapia, una vez más -y siempre presente tanto en la vida como en sus dibujos- le dio otro significado a esa convivencia. "Yo necesitaba encontrarme con mi viejo". Esa noche de abril en San Telmo, lo invitó a un boliche del barrio: El Refuerzo. "Charlamos un montón. Cuando nos fuimos, como él había dejado el auto enfrente en un garaje, lo acompañé. Y nos cruzamos con dos chicas que iban a buscar sus bicicletas. Mi viejo les dijo algo y ellas le sonrieron. Le dieron bola -cree Tute-. Siempre fue un gran seductor".
Parece que así aún lo recuerda.