“Papá, ¿cuándo vuelve la luz?”: incertidumbre, oscuridad y noches en vela, la angustia de esperar una respuesta precisa
Reclamos que atiende una máquina, comida que hay que tirar y el calor que todo lo invade son algunos de los efectos de estar sin servicio durante días
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Lo peor de estar sin luz es la incertidumbre, cuando esa boca de lobos que es la calle se inserta como un chip en el cerebro. Y todo es oscuridad. A tientas trato de llegar al teléfono de línea para hacer el enésimo reclamo que sé que nadie atenderá. Estamos solos, los cuatro, a oscuras. El disquito entrega su discurso. El número de cliente de Edesur de ocho dígitos me sale de memoria. Imposible olvidarlo. “Disculpe los inconvenientes. Estamos trabajando”. No queda más que colgar mientras se consume el quinto paquete de velas. Hace calor. Lo único que hicieron las dos gotas que cayeron fue levantar la humedad. Será una noche larga, pegajosa, en la que dormir de corrido se volverá una utopía. Otra más. Hasta que empiece a aclarar y… al teléfono.
El mensaje desde casa entró en la noche del martes, pasadas las 8. “No hay luz. Cuidado al entrar”. Fue un golpe a la mandíbula cuando, al doblar a la derecha desde Hipólito Yrigoyen, exPavón, se veía la penumbra en la que se caía a las cuatro cuadras por Carlos Tejedor. Las luces rojas de los autos se hundían en ella y desaparecían de repente. La negrura contrastaba con lo radiante de la nueva zona gastronómica de Lanús Oeste, La Lanusita, un arcoíris de colores, sabores y frescura. Era increíble. Apenas a 300 metros se separaban las risas de lo tenebroso.
“Papá, ¿cuándo vuelve la luz?”. Ellas, las chicas, poco entienden del asunto. A veces juegan distraídas o como si estuvieran en una aventura. Otras dejan transcurrir las horas como si fueran las protagonistas de una película de terror. Duermen poco a la espera de sus días de escuela primaria, en quinto y tercero. Y también se asustan. Aprietan una y mil veces las llaves de luz. Y caen en un desconsuelo profundo en sus cabecitas. “No va volver nunca, lo sé. Siempre vamos a vivir sin luz y nunca más vamos a tomar una bebida fresca”. Por más que las compras se hagan a última hora, el calor avanza sobre jugos, aguas y gaseosas con más velocidad de la que quisiéramos. La temperatura agobia. El no saber qué hacer, a quién recurrir, también. Estamos perdidos en un mundo ajeno.
WhatsApp, mensajes de texto, aplicación o reclamos vía web, con poca señal y el último hilo de batería, dan el mismo resultado ante cada intento. Ante Edesur o el Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE). Los vecinos, con puertas y ventanas de par en par, se consuelan con un churrasco a la plancha en el que apenas se distingue el punto de cocción. Jugoso o pasado, lo mismo da. Después de 48 horas sin luz, ni hambre queda. La comida es todo un tema. Ayer, las zanahorias ralladas, la lechuga y un sachet de leche terminaron en la basura. Por suerte, la estación de servicio de las cinco esquinas todavía vende el hielo que intentará salvar una bandeja de carne, queso y un pollo. La suerte es dudosa.
La noche todo lo desfigura. Se escucha cada ruidito. Por más mínimo que sea, la mente solo ruega por el regreso de la energía. Que los ventiladores muevan sus aspas, en la misma velocidad en la que quedó la perilla hace ya casi tres días; que las luces se enciendan todas juntas; que arranque el motor de la heladera, ese que tanto molestaba, hoy sería la salvación. Pero no. Las falsas alarmas se suceden. Resopla la desilusión. Y los párpados caen. Hasta que el mínimo sonido los reabre. Son las 4. ¿Vale la pena otro reclamo? No. Me están venciendo.
A lo único que atino es a chequear cómo está el suministro en la página web de Edesur, en un celular cuya señal se va más de lo que viene. Hay que refrescar un sinfín de veces la pantalla. Pero eso también me llevó a dar varios pasos en falso. Desde el martes que cambia el horario de la probable restitución del servicio. Aparentemente, el problema está en la subestación Gerli, según lo que se puede entender. La luz iba a volver el miércoles, a la 1. No, después a las 6. También error, la hora bendita sería las 10.30. Pues no. Ninguna. Tampoco las 18 ni las 23.30 ni nada. La rueda sigue girando. Y se frena siempre en el mismo casillero: perdedor. Lo único que me da consuelo, supuestamente, es que disminuye el número de usuarios sin suministro: de 120.000 bajó a 60.000. “Algún día nos tocará”.
Eso sí, en casa ya no pronostico más cuándo volverá la luz. Será a suerte y verdad. Las promesas incluidas provocaron llantos y más angustia. Cuando llega la calma, empatizamos con la gente que sufre igual que nosotros, que reclama pacíficamente y que lo único que quiere es una respuesta. Son cuatro o cinco manzanas. Sería preferible que la empresa o el municipio -el ámbito lo excede, pero se acercaría a las personas- dijera: “No habrá energía por cinco, diez o quince días”. Nos podríamos organizar mejor y habría una meta a la vista. Pero no. Mutis. Todos.
Y llegamos al punto en el que ya no importa de quién es la culpa. Acá, en pleno centro de Lanús, la gente no discute sobre expropiaciones, tarifas, inversiones, subsidios o intereses políticos. Es más, la mayoría no sabe de qué se trata ni le importa. Los problemas son más llanos. Lo único que se pide son soluciones para recuperar parte de una vida que ya no nos pertenece. Los vecinos nos sentimos desamparados.
Un canto perdido se escucha cerca de cambiar el día. Las voces languidecen. Las palmas apenas se distinguen. Esta vez no hizo falta apagar la luz. Los interruptores están caídos desde hace días. Y nadie sabe cuándo volverán a levantarse. Las velas llevan horas encendidas. Vaya ironía. Es el cumpleaños más triste en otra noche negra y eterna.
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