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El calor agobiante se derrama como plomo incandescente sobre la humanidad de Carlos Mendez que suda la gota gorda mientras intenta concentrarse en el pedaleo para no perder el ritmo. Su figura es apenas un punto minúsculo sobre la recta interminable que dibuja en el terreno la ruta nacional 22 y que une el sur bonaerense con la provincia de Río Negro.
De pronto, el chillido insistente de la bocina de uno de los camiones que cada tanto rompe la monotonía del árido y despojado paisaje de la estepa patagónica, ahoga el bochorno de aquella tarde de febrero. Cuando el vehículo pasa a su lado, a toda velocidad, desde la ventanilla del conductor sale disparado un objeto que rueda sobre la tierra reseca cerca del ciclista. Sorprendido y algo temeroso Carlos se acerca y descubre un tesoro en medio de ese ardiente desierto sin sombras: una bebida de manzana recién sacada de la heladera. Cuando alcanza a entender el gesto apenas atina a agitar sus brazos en agradecimiento mientras ve alejarse el camión que en ningún momento redujo su marcha.
Cada vez que rememora aquel episodio, anónimo y solidario, Carlos se vuelve a emocionar y dice que la anécdota resume toda la ayuda generosa que recibió desde que decidió, empujado por la pandemía y la falta de trabamo, salir en busca de dar un golpe de suerte a la realidad de sus días.
Aventura
Mendez tiene 45 años y en las primeras horas de luz del sábado 6 de febrero último emprendió, una aventura que lo llevó a recorrer unos 1250 kilómetros por decenas de pueblos y ciudades de tres provincias montado en una bicicleta común, sin cambios ni ninguna otra preparación especial más allá de la instalación de un par de alforjas y bidones con agua, además de un canasto plástico donde cargar a su inseparable perra Keila, que se transformaría en su compañera de andanzas.
En el largo trayecto, que en coche demandaría un poco más de 14 horas y a Carlos le llevó a 28 días, conoció nuevos paisajes y gente muy distinta a la que veía en la ciudad y un nuevo horizonte para su vida. De algún modo, también se descubrió a sí mismo.
Cuenta su madre, Lucía Romero, que desde que Carlos tenía seis o siete años decía que algún día se iría a vivir a otro lado, que buscaría un sitio agreste fuera de la alienación del cemento urbano. El tiempo pasó. Durante los últimos años venía trabajando con regularidad como operario en una empresa metalúrgica, sin embargo, nunca perdió la esperanza de concretar su sueño de la infancia, pero cada vez que insistía en aquel anhelo nadie le llevaba el apunte.
Changas
Cada tanto, Carlos realizaba algunas changas de pintura o instalación de placas de durlock que le permitían mejorar sus ingresos. El aumento en la demanda de ese tipo de tareas y la esperanza de poder independizarse laboralmente lo impulsó a tomar una decisión drástica: renunció a su empleo y, en diciembre de 2019 montó junto con un amigo un emprendimiento propio. Todo iba bien hasta que en marzo del año siguiente las restricciones impuestas por la llegada del Covid-19 a la Argentina paralizaron las obras en marcha y desalentaron las iniciativas proyectadas para desarrollar a lo largo de ese año.
Aguantó todo lo que pudo con los ahorros que había logrado reunir. En el verano, cuando los controles y límites a la circulación dispuestos por las autoridades aflojaron, empezó a ganarle la idea de que, finalmente, había llegado el momento de partir. “Veía que en los noticieros se comentaba la posibilidad de que en marzo volvieran a cerrar todo y me decidí”, dice.
Habló con su familia -su mamá y sus dos hermanos- y consiguió acomodar su ropa y los pocos muebles de la casa que alquilaba en el barrio Aeropuerto -ubicado en la periferia platense- en un galpón que le facilitó un conocido. Entre las dudas y temores que lo asaltaban solo tenía una certeza: llevar a Keila, una perra callejera de tres años que le regalaron cuando era cachorra. “Para poder llevar a Keila y no tener problemas resolví viajar en bici”, cuenta. Así las cosas, luego de comprar algunos implementos para acampar y preparar dos mudas con ropa de trabajo, estaba listo para salir.
Si bien no tenía experiencia como cicloviajero Carlos, que solía pedalear en circuitos cortos en los alrededores de La Plata, goza de un buen estado físico general; le gusta practicar deportes y hasta 2019 mantuvo un estricto entrenamiento en fisicoculturismo, disciplina en la que, incluso, llegó a competir en torneos nacionales.
Sin destino
Al iniciar el viaje no tenía un destino fijo, sino solamente un anhelo y una intuición que lo guiaban hacia el Sur.
Solo con hacer unos kilómetros fuera de la ciudad fue suficiente para que Carlos comenzara a advertir algunos cambios. Empezó a gozar del aire del campo y la amabilidad de las personas que se iba cruzando y que, invariablemente, le ofrecieron ayuda: Desde convidarle un alfajor, ofrecerle dinero o cargarle la batería del celular, hasta poner a su disposición una casa donde hospedarse.
El primer día recorrió, a buen ritmo, casi 70 kilómetros por la ruta provincial 215 hasta Loma Verde, en el partido de General Paz, donde cerró la primera etapa del periplo. Contento junto a su mascota pasó la noche en las afueras del pueblo.
En rigor, a lo largo del trayecto durmió donde pudo: muchas veces armó su carpa al costado del camino o frente a un espejo de agua; también se refugió en construcciones abandonadas y hasta, en una oportunidad, corrido por una tormenta, llegó a pernoctar dentro de un gran caño de hormigón.
Sin el apuro de tener que llegar en una fecha determinada, en algunos sitios que le gustaron mucho Carlos prolongó su estadía por varios días y trabó amistad con los habitantes de la zona. “Me fui dando cuenta de que yo estaba muy acelerado y que en el campo la gente vive a un ritmo más lento. Al principio me costó pero después empecé a disfrutarlo”, comenta.
Rumbo al sur
A medida que fue avanzando hacia el Sur, su presencia en la ruta empezó a transformarlo en un personaje del que se hablaba en los paradores y pequeños poblados. Algo de su historia y su particular imagen pedaleando con indumentaria de trabajo junto a su perra empezó a circular por las redes de los lugareños.
-¿Vos sos el que viene desde La Plata con el perro?-, le preguntaban al llegar a cualquier caserío y, de inmediato, le ofrecían su hospitalidad.
Cuando los automovilistas lo reconocían ponían el coche a la par de la bici y le preguntaban si podían filmarlo. “Mientras me grababan me daban aliento y eso te da mucha fuerza. Fue una motivación clave para seguir adelante”, relata.
Keila resultó una gran compañía rutera y en más de una oportunidad sacó a relucir sus virtudes como guardiana para custodiar la carpa y la bicicleta ante desconocidos que se acercaban demasiado.
Para Carlos “todo el viaje fue una experiencia loca y hermosa. Realmente, uno de los momentos más lindos de mi vida. Conocí personas increíbles, que se portaron espectacularmente conmigo. Gente tranquila, confiada, sin maldad, nada que ver con la locura de la que yo venía”, confiesa conmovido y agradecido con todos los que a lo largo del trayecto le tendieron una mano y lo ayudaron a llegar.
En su largo periplo Carlos tuvo suerte. No sufrió accidentes y aprendió a manejarse en tramos peligrosos y a convivir con el tránsito que, según dice, respeta mucho el esfuerzo del que va viajando en bicicleta.
Pero en su largo recorrido no todas fueron buenas. Carlos aún tiene presente la zozobra con la que atravesó el acceso a Bahía Blanca al equivocar el camino que le permitía rodear la ciudad en una zona en la que, según los grupos de cicloviajeros, se produce gran cantidad de robos de rodados; pero sobre todo, recuerda cómo renegó al entrar en la meseta patagónica con las espinosas rosetas que recubren el suelo y le provocaron reiteradas pinchaduras hasta que un circunstancial compañero de ruta le enseñó a reforzar las cámaras de las ruedas con un improvisado sistema casero.
Cuando promediaba su travesía Carlos entró en contacto con un conocido en la ciudad de Neuquén que le ofreció sumarse a trabajar en la construcción de viviendas en seco. Así, a los tres días de llegar arrancó a trabajar y desde entonces no paró casi ningún día. Desde entonces trabaja levantando viviendas en pequeñas localidades de las afueras de la capital provincial.
Carlos llegó a Neuquén junto a Keila el sábado 6 de marzo. Dos días después ya estaba trabajando en la construcción de viviendas y tras una breve temporada en la carpa consiguió alquilar un lugar donde establecerse. Allí, cada tarde, la mascota espera a su dueño para expresarle todo su apego y fidelidad. “Nuestro lazo ahora es más fuerte que nunca”, reconoce el hombre.
Carlos sabe que radicarse en el Sur no es algo sencillo. Es necesario adaptarse a los rigores del clima y asumir un costo de vida más alto. Pese a esto y a que extraña a su familia, asegura su intención de radicarse y planea vender las pocas cosas que dejó en La Plata. Entre tanto, planifica nuevos recorridos en bici y fantasea con llegar a Bariloche, un lugar que siempre deseó conocer. “Esta experiencia despertó en mí algo especial por recorrer y descubrir nuevos lugares”, señala Carlos que antes solo había conocido Córdoba, Corrientes y Villa Gesell en la costa atlántica bonaerense.
“En medio de estos paisajes hermosos podes pensar y también podes dejar de pensar y te das cuenta lo mal que estabas viviendo”, reflexiona.
“Yo salí a jugarmela, a probar suerte, a cambiar el aire. Soy un bicho de laburo vengo de familia de trabajadores y la pandemia me hizo un clic cuando estuve mucho tiempo sin trabajar y no aguante más. Me dije, ‘voy a dejar que me sorprenda el país y acá encontré un panorama con mucho más trabajo y tranquilidad que donde estaba. Me la jugué y hasta ahora me salió bien”, concluye satisfecho.
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