En el filo de Barracas, en la cada vez menos misteriosa, pero más silente Buenos Aires, el gratifi exclama: "La calle no es un lugar para vivir. ¡Tampoco para morir!". Ocupa una pared del galpón Comandante Che Guevara, refugio de los sin techo en el cruce de San Antonio y Osvaldo Cruz, a tres cuadras de las aguas oscuras del Riachuelo. En este Centro de Integración Complementario del Proyecto 7, una OGN que labura dessde hace tiempo con personas en situación de calle, se dictaban talleres de formación laboral y funcionaba una cooperativa dedicada a la producción de pan, bizcochos y rosquillas. Ahora es la casa de treinta pibes debido a la pandemia.
"Para los sin techo, el aislamiento social preventivo es casi un absurdo –dice Manu Pella, coordinador–. La gente en situación de calle no puede cumplir con la cuarentena. ¿Dónde te lavás las manos? La mayoría de los compañeros andaban por el Centro, ganándose la moneda abriendo puertas de taxis, limpiando vidrios. Esos laburos no existen más. No se puede ni manguear. Y, lo peor, si andás afuera, caés preso, te comés una causa federal, no es joda. Acá entendemos lo que es estar en la calle. Sentimos lo mismo que los compañeros que están en la lona con este virus de mierda dando vueltas porque nosotros también estuvimos en la mala".
Según el Censo Popular de Personas en Situación de Calle de 2019, se registran más de 7.000 personas sin vivienda en CABA y decenas de miles más en el AMBA. Manu sostiene un rubio entre los dedos marcados por el tabaco y puntualiza: "Se quedan cortos, hermano, pueden ser el doble o el triple".
Los dos hogares del Proyecto 7, el Monteagudo para varones y el Frida para mujeres, están repletos. Se espera, con la ayuda del Gobierno porteño, abrir otro para cien personas.
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La fila de taxis parece una serpiente dormida frente a la estación Constitución. Felipe, uno de los tacheros, cuenta: "No hay viajes, muy poco laburo. ¿Cómo voy a parar la olla? Miedo no tengo, pasé muchas. Menem, De la Rúa y otros virus malignos".
En la esquina de Santiago del Estero y Garay, Claudia, con sus tacos altos, también espera. "Como siempre, las putas somos las parias. Desde ayer, la policía nos invita amablemente a dejar de laburar. Yo les pido que me digan cómo pago la pieza. ¿Quién nos cuida a nosotras?". A pocas cuadras, en la puerta de un telo sobre Salta, Rosemary comparte sus penurias: "¿Clientes? Nada, mi querido, ni un piropo. Ahora no da ni para el sexo virtual".
A pasitos de la boca del subte C, frente a la estación del ferrocarril, José, venido de la capital chilena hace años, atiende un puesto de ropa: "Me hace acordar a 2001, pero pinta peor. La gente no va a salir de sus casas y eso me parece bien. Pero la cuarentena me mata. Tengo que salir sí o sí a laburar. ¿Qué le voy a dar de comer a mi hija? Hoy no tengo ni para un paquete de fideos".
Marta Castañeda vive en Quilmes. Atiende su puestito de pan en las paradas de colectivos. "Me llevo como mucho 200 pesos, cuando antes hacía 400. No pude guardar arroz ni polenta, y dicen que no podremos trabajar por un tiempo largo. El otro presidente nos tenía a pan y agua. Ahora, de nuevo". Alejandro, vendedor de garrapiñada, estacionado sobre la calle Salta: "De vender ni hablemos. Y si llegás a estornudar, aunque te tapes, la gente te mira para el culo".
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Parece una postal de Edward Hopper, el pintor de la soledad. En la esquina de Vieytes y la callecita Jorge, a tres cuadras del viejo Puente Pueyrredón, una policía vigila la avenida desierta. Desde una terraza, una señora chusmea el vacío. Nahuel, delivery de una parrilla, detiene su moto en seco para entregar un pollo con papas fritas. Miradas perdidas, aislamiento, melancolía.
"Ni a palos, no puedo dejar de laburar. No dejé ni un día, en la parri me matan y tengo que morfar", dice Nahuel y saca chapa: "Tengo el GPS en la cabeza. Ahora que está todo desierto, me siento Mad Max". En el trabajo está en negro y no usa barbijo ni guantes. ¿Alcohol en gel? "¿Pensás que soy millonario? Me baño cuando llego a casa". Hace unos días, cuando entregó una porción de vacío con ensalada rusa, un señor de un edificio le pidió que dejara el paquete en el suelo. "Me pasó la plata por debajo de la puerta. Diez pesos de propina. Un rata".
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En el cruce de Iriarte y Montesquieu se encuentra la Escuela de Educación Media Nº 6, donde concurren unos 500 chicos del barrio Zavaleta y de la Villa 21-24. Jordana Secondi es la directora: "No hay clases presenciales, pero los docentes no estamos de licencia, como algunos dicen.Te diría que estamos pasados de rosca". Al desafío de adaptar contenidos pedagógicos a la educación online, se suman las tareas en el comedor y el acompañamiento a las familias:
"No estábamos preparados. Ahora armamos un campus online, pero tracción a sangre. Lo sostenemos como podemos. Los padres agradecen que sus hijos tengan tareas, los ordenan en este momento". Ni tablets, ni notebooks, ni smarthphones, el hilito invisible que conecta a los pibes con la escuela se amarra a la suerte del curtido celular familiar.
Cumplir el aislamiento o salir a conseguir un mango. Las condiciones de vida en las barriadas no dejan opción: "Compiten el aislamiento y la supervivencia, lo veo todos los días, cuando se acercan a retirar las viandas", asegura Jordana.
El número de los que piden los preciados bolsones crece. Cuatro litros de leche, cinco saquitos de té, cinco de mate cocido, cinco paquetitos de galletitas, cinco manzanas y cinco barritas de cereal. Los insumos de la Canasta Escolar Nutritiva. Para quince días. "Ahora estoy con guantes, barbijo, anteojos, atendiendo a las madres y cuando tengo un rato me pregunto si estoy contagiada, si puedo contagiar a mi hijo –dice Jordana–. Es la angustia de no saber si estamos haciendo bien las cosas".
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Jesús camina por la empedrada Gonçalves Dias. El muchacho barbudo, con un largo camperón y zapatos gastados, improvisa casi de memoria el fragmento de La peste de Camus: "Aunque la peste, por su imparcialidad eficiente que usaba en su ministerio, hubiera debido afirmar el sentido de igualdad en nuestros conciudadanos, el juego natural de los egoísmos hacía que, por el contrario, se agravase más en el corazón de los hombres el sentimiento de la injusticia."
Es profesor de inglés, estudió Filosofía y ahora se gana la vida descubriendo cosas en la basura: "Siempre hay algo. Un discman, una cámara de fotos, discos. Una vuelta encontré Willy and The Poor Boys de Creedence. Lo vendí en San Telmo. Estas revistas de la masonería las encontré en un container en Avellaneda. Me siento en alguna plaza a leerlas, si no me saca la policía." Hace un par de días, dos efectivos de la Bonaerense lo despertaron a palazos: "En la panza, en la cabeza. Esta cuarentena en realidad es una represión oculta contra los que no tenemos nada".
Tiene 37 años, hace dos se fue de su casa y desde entonces duerme donde puede. "No me gusta el parador, es como caer preso. Soy un ermitaño, un anacoreta, hombre libre".
Oscar tiene 40 años, llegó desde Mar del Plata en noviembre. Subsistía con los pocos billetes que sacaba en un lavadero de autos. Cuando decretaron la cuarentena ya estaba complicado, comiendo en el comedor y durmiendo donde podía. Pasa las horas mateando en ronda, viendo los noticieros, jugando al truco, dando una mano en la limpieza del galpón Che Guevara: "Obvio que estoy cagado, pero estar acá es una bendición".
Nick es peruano. Araña los 20 años. Se vino a principios de enero desde la Villa Imperial del Cuzco. Un paisano lo bancó en una pieza de la Villa 1-11-14. Después se mudó a una pensión del Once. Quería estudiar Medicina, pero las cosas salieron mal y terminó aprendiendo el oficio de albañil. Quedó en la calle sin un cobre cuando arrancó la cuarentena. Extraña a sus viejos. Pasa los días tirado sobre las camas marineras leyendo. Hoy anda con una edición tapa dura de los cuentos de Voltaire.
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Media mañana en la Villa 21-24. La barriada populosa emplazada en la triple frontera de Barracas, Parque Patricios y Nueva Pompeya. La boca del pasillo, en el cruce de Río Cuarto e Iguazú, cerca del puesto de la Prefectura. Un cabo hace guardia con barbijo y guantes. El pasillo de un solo carril lleva hasta el siempre generoso comedor popular Corazón Abierto. Lilian Gómez, militante de Barrios de Pie, lo dirige: "Se hacían merienda y cena, pero con la cuarentena empezamos a dar también almuerzo. Se pone difícil, la gente está con el último mango o directamente sin un peso. Se acaba el fiado. La mayoría de los vecinos son changueros, obreros de la construcción, feriantes. No tiene laburo".
Cerca está Gustavo Gómez, el cocinero que concurría a clases de cocina internacional: "La cuarentena acá se vive con angustia. Hay que estar encerrados y somos muchos, con criaturas, entre cuatro paredes. Poco aire, con suerte una ventana, a veces sin agua, y con la policía o los prefectos retando todo el tiempo. A esos mejor tenerlos a distancia".
En el barrio no hay alcohol en gel, pero sí mucho dengue, asegura el cocinero, que ralla un queso duro para las viandas: "Todo el mundo habla del coronavirus, de lavarse las manos, y está bien. Pero caen dos gotas y esto es un criadero de mosquitos."
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