Pacho O'Donnell: te cuento mi fracaso
El historiador y escritor cuenta un inesperado contratiempo vivido con un destartalado Simca durante los primeros días con su familia como exiliados en Madrid
Los diarios de las últimas semanas tienen para el historiador y escritor Mario Pacho O'Donnell algo de déja vú. La historia que comparte ocurrió casi 40 años atrás. Podría pasar como una gaffe por su componente de imprevisión, desconocimiento o de simple torpeza. Pero en una situación obligada de exilio como la que padeció –con la dictadura argentina imponiendo su sombra marcial– hay desaciertos en tierras foráneas que cobran otra dimensión: significan fracasos de asimilación, lo que acentúa aún más la zozobra por la patria que se añora.
En su caso, el mal paso fue la imposibilidad de sentirse plenamente aceptado en España. Al menos por un tiempo, recibió miradas de desprecio, gestos de desdén. Algo similar a lo que podría sucederle a un enfervorizado malvinense que se instala frente a la Casa Rosada y enarbola la Union Jack un 2 de abril.
En agosto de 1976 O'Donnell se refugió en Madrid con su esposa y sus dos hijas. Todos sus ahorros sumaban 3500 dólares, una cifra por demás exigua para una supervivencia de largo aliento. Urgía conseguir un trabajo, pero para obtenerlo y organizar la dinámica familiar, antes había que encontrar un medio de movilidad. "Nos compramos un Simca, un autito de marca francesa ya desaparecida, destartalado, abollado y anciano por el que pagamos en pesetas, la moneda de entonces, unos 500 dólares", recuerda, con un dejo de nostalgia.
El autito era plateado, "hacía tiempo que había perdido todo garbo", pero eso para la familia O'Donnell era algo de fácil solución. Todo puede embellecerse —pensaron— y más si existe El Corte Inglés, la tienda departamental donde se encuentra todo o casi todo lo que uno necesita. Tras mucho buscar, en un sector de la tienda hallaron las tiras adhesivas —último grito de la moda setentista— para decorar o camuflar autos vetustos. Un lifting que, por un puñadito de pesetas, lograba levantar la moral de los O'Donnell y hacer más digerible la estética del Simca.
"Revolviendo entre las cintas exhibidas encontramos una que, decidimos por unanimidad familiar, era la más bonita y de regreso al hogar, pusimos manos a la obra: pegamos con paciencia y esmero aquellas cintas de brillantes franjas rojas y amarillas en los laterales del vehículo", cuenta O'Donnell. Así tuneado, el autito tenía otro encanto.
Los O'Donnell se paseaban por Madrid, unían el Paseo del Prado y Puerta del Sol con el Simca humeante, el carburador y las bujías fatigadas, pero sin complejos de inferioridad, entre automóviles modelo Primer Mundo. En ese trajín motorizado comenzaron a advertir que ni ellos ni el Simca pasaban desapercibidos.
"Algunos —los menos— nos hacían gestos de aprobación y simpatía, los pulgares hacia arriba, el puño en alto". Pero a medida que pasaban los días y los meses, los ademanes de hostilidad, algunos epítetos y los dedos del medio tiesos y extendidos, asomando por las ventanillas aquí y allá (el universal fuck you) los desconcertaba más aún. "Lo adjudicábamos a una secreta idiosincrasia de los madrileños que el tiempo nos ayudaría a desentrañar", dice O'Donnell.
Hasta que el momento revelador llegó cuando un madrileño muy circunspecto le preguntó: "¿Usted está tan seguro de que a España le conviene desmembrarse?". Perplejo, el historiador no supo al principio qué responder, hasta que apurado por la mirada inquisidora del hombre, ensayó: "Mire, yo, la verdad, no tengo opinión formada y jamás se me ocurría tenerla".
"Pues entonces, ¿por qué anda con la senyera provocándonos?", se impacientó el español, cerca de perder los estribos.
Recién ahí O'Donnell comprendió que durante meses él, su familia y su auto habían agitado la insignia del separatismo catalán en Madrid. Las rayas amarillas y rojas, símbolo inequívoco de la la bandera independentista de Cataluña, provocaba —como hoy— escozor en la capital española.
"Muerto Franco no hacía mucho tiempo —evoca el historiador—, las distintas regiones peninsulares que el Generalísimo había mantenido unidas por el terror al grito de ¡España una, grande y libre! comenzaban a recuperar su identidad tras años de hegemonía madrileña".
Y allí estaban los O'Donnell, con ansias de asimilación, pero embarcados, sin saberlo, en una campaña proselitista para que Cataluña se escindiera de España. "Por equivocación —cuenta, resignado—, corriendo riesgos innecesarios, participé de los albores del renovado proceso de independencia catalana que hoy tiene caliente actualidad".
Pero existe una justificación: "El exiliado —apunta, con autoridad— es un ser que ha perdido los referentes constitutivos de su yo. El espejo de lo cotidiano que le devuelve la identidad se ha roto en pedazos. La confusión es el estado predominante y las equivocaciones son su resultado".
Ajeno al revuelo que causó, aquel entrañable autito "terminó su vida en alguna cuesta de Asturias exhalando su último suspiro con olor a aceite quemado", recuerda el escritor, quien al deshacerse del vehículo ya no tuvo más problemas de asimilación. "A pesar de aquellas primeras tensiones —aclara— nunca dejaré de agradecer la generosidad con la que nos recibió España".
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