La postergación del calendario reproductivo por el ingreso al mercado de trabajo es una de las razones detrás del fenómeno; la cantidad de nacimientos cayó de manera abrupta en el mundo y la Argentina no es la excepción; investigaciones recientes muestran que quienes crecen sin hermanos no son más proclives al egoísmo ni a la soledad
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En la infancia de Mauricio Koch, escritor y corrector literario de 48 años, existía la mesa de los chicos: en las reuniones familiares, sentado junto a un grupo grande de hermanos y primos, las voces de los adultos en la mesa vecina se escuchaban como un murmullo. Para Gretel, la hija que tuvo junto a Karina, organizadora de eventos de 48 años, esa distinción no existe. Las familias se achican y ya no es atípico que los hijos, como Gretel, sean únicos.
“Cuando llegó nuestra hija, hace 9 años, teníamos 39. Era un poco tarde para buscar el segundo y además las dificultades para conseguir el embarazo habían sido altas. Por un lado, sabíamos que si queríamos un nuevo hijo íbamos a tener que volver a atravesar por un recorrido similar y, por otro lado, la crianza de Gretel nos ocupó todos los espacios; por un tiempo largo no hubo lugar para pensar en otro. Nuestras familias están lejos, éramos nosotros solos para todo, nuestros lugares de trabajo estaban lejos de casa, la logística diaria era muy agotadora, se nos hacía muy cuesta arriba pensar en sumar un nuevo hijo”, dice Mauricio.
Su vivencia no es aislada. La tendencia es constatable en las estadísticas. Mientras que en 1960, la tasa global de fertilidad era de 5 hijos por mujer, en 2019 (el último dato disponible) fue de 2,4, de acuerdo a la Organización de las Naciones Unidas. Es decir, menos de la mitad. Y en muchos países las familias con un solo hijo constituyen la unidad familiar que más rápido está creciendo. Por primera vez en la historia, cerca de la mitad de la población vive en países donde el promedio de hijos por mujer está por debajo de la tasa de reemplazo poblacional (es decir, es menor a 2,1, que es la cantidad de hijos que se estima que deben nacer por cada mujer para que la población no decrezca).
Si bien no hay cifras exactas sobre la cantidad de familias de tres integrantes que existen en la Argentina, el promedio hipotético de hijos por mujer –que se calcula en base a la cantidad de nacimientos de cada año– también cayó de manera abrupta. Mientras que en 2018 fue de 2,01 y en 2019 fue de 1,83, en 2020 fue de 1,55, según los números de estadísticas vitales nacionales.
Las razones para que cada vez haya más parejas con hijos únicos son diversas. La disponibilidad de más y mejores métodos anticonceptivos, el ingreso masivo de las mujeres al mercado laboral y la aceptación hacia otros tipos de familias son algunas de las causas que expresan los especialistas.
“Las personas gestantes postergaron el calendario reproductivo por el ingreso al mercado de trabajo, el ciclo educativo se prolongó, la entrada a la universidad se hizo más masiva y se introdujo la píldora: todos estos factores contribuyeron a que las mujeres tengan hijos más tarde, y eso influye en la cantidad de hijos que van a tener al término de su vida fértil. La maternidad ya no es un destino y se puede postergar”, explica Javiera Fanta, demógrafa y docente de demografía en la Universidad Nacional de Córdoba.
Para Mauricio y Karina, ser una familia de tres tiene sus particularidades. “Cuando nosotros éramos chicos, era muy raro. Hoy el 80% de las amigas y amigos de Gretel son hijos únicos. Ella tiene una infancia rodeada de adultos, cosa que a nosotros no nos pasó. Eso tiene algunas consecuencias positivas, como el desarrollo del lenguaje, quizás, el manejo de ciertas ideas o conceptos que nosotros adquirimos más tarde, y muchas negativas: aburrimiento, exceso de pantallas y una demanda constante hacia nosotros que muchas veces, ya sea porque estamos trabajando o simplemente estamos cansados, no podemos responder”, admite Mauricio.
Menos hijos, distintos efectos
El recorrido de los países hacia tasas de natalidad decrecientes está relacionado de manera directa con otra tendencia: la de las tasas de mortalidad, también en descenso. La combinación de estos dos fenómenos recibe el nombre de transición demográfica. “Las sociedades preindustriales tenían niveles de natalidad y mortalidad muy altos. Tras la revolución industrial, mejoran la tecnología sanitaria y los procesos de seguimiento durante el embarazo, entre otras medidas que permiten disminuir la mortalidad infantil y garantizar la supervivencia de la población a lo largo de la vida”, señala Fanta. “Al sobrevivir una mayor cantidad de hijos que nacen, también se reduce la demanda de hijos. Antes no existía la noción de criarlos. Con la disminución de la mortalidad y el aumento de la esperanza de vida se pasa de tener hijos a invertir en su crianza”, añade.
El mundo industrializado, además, exige trabajo más calificado y las familias tienen incentivos para tener menos hijos para poder invertir más en su educación. A estos cambios se suman otros más modernos, como la creciente autonomía reproductiva y económica de las mujeres.
Aunque la transición demográfica empezó en Inglaterra y otros países con industrialización temprana, parece ser el destino inevitable de las naciones que se desarrollan. Así se desprende de la investigación publicada por el National Bureau of Economic Research de Estados Unidos, que compila datos de nacimientos y muertes para 186 países en un período de más de 250 años. Sus principales conclusiones son que desde finales del siglo XVIII hasta hoy prácticamente todos los países de la muestra completaron la transición o están en proceso de hacerlo, que la velocidad de las transiciones ha aumentado con el tiempo y que las naciones se “contagian” entre sí en esta dirección.
¿Para cuándo el hermanito?
Si bien los procesos globales explican parte del fenómeno, en las historias individuales las decisiones adoptan formas propias. “La maternidad para mí no pasaba por una realización personal ni por cumplir con un mandato familiar o social, nunca tuve esa presión. Yo estaba muy bien con la idea de no ser madre, no tenía problemas con eso. La maternidad en mi caso viene de la mano de mi relación con Mauri. Me parecía que no había mejor manera de expresar nuestro amor que a través de un hijo”, relata Karina.
En el caso de Laura Fourment, diseñadora industrial y fotógrafa de 43 años, el proyecto de maternidad llegó después de muchos otros . “Me quise desarrollar en mi carrera, viví sola un montón de tiempo, ni siquiera era mi prioridad tener pareja. Lo fui dejando de lado hasta que conocí a Santiago. Después de años juntos empezamos a imaginarlo, nos mudamos a Luján para estar en un lugar más tranquilo y a los dos años nació Juana. Yo tenía 38, ya estaba grande y no me veía con un segundo”, afirma.
Hay una pregunta que las madres y los padres de hijos únicos están acostumbrados a escuchar. Para Laura, llegó apenas una semana después de haber parido: ¿Para cuándo el hermanito? “Por lo general me lo preguntaba gente más grande. Me decían ‘que no se quede sola’. Les respondía que no y punto. Mi relación con mis hermanos es buenísima y me dio muchos recuerdos de infancia. Pero a su vez Juana tiene mucha vida social, me ocupo de que mantenga esos vínculos desde que iba al jardín maternal. Tiene una personalidad muy de hacerse amiga de todo el mundo”, cuenta.
Sobre la particularidad de ser una familia de tres, Karina concluye: “Lo que más nos gusta es que hay mucho diálogo, todo se charla, nadie decide por otros. Tratamos de conciliar y no se menosprecia la palabra de nadie. Hacemos un montón de cosas juntos. Tanto que Gretel no concibe hacer cosas sola, siempre está procurando que las hagamos los tres. Somos pegotes, siempre pensamos en equipo. Eso es lo que más me gusta, y a veces también lo que más me preocupa”.
El fin de un estereotipo
En las últimas décadas, la psicología fue desterrando muchos de los prejuicios que existen sobre el tema. Durante mucho tiempo, la construcción “hijo único” tuvo una connotación negativa. Granville Stanley Hall, el primer presidente de la American Psychological Association, escribió a finales del siglo XIX que era “una enfermedad en sí misma”. Este discurso acompañó a quienes crecieron sin hermanos e hizo que fueran calificados como egoístas y solitarios, con dificultades para compartir. Las investigaciones posteriores, sin embargo, terminaron con este mito. Un estudio de investigadores alemanes, titulado El fin de un estereotipo y realizado a partir de una muestra de más de 2000 adultos, encontró que los hijos únicos no son más narcisistas que aquellos que no lo son.
Otros trabajos han encontrado que no existen rasgos que distingan a los dos grupos cuando se analizan características como extroversión, madurez, capacidad de cooperación y autonomía. La evidencia indica que tampoco presentan más complicaciones para relacionarse con sus pares y tienen el mismo promedio escolar que el resto de sus compañeros, con hermanos mayores y menores.
Gloria Videla, psicóloga y psicopedagoga argentina, coincide en que los estereotipos están generalmente desterrados: “La mayor diferencia durante la crianza está más bien en la distribución de la atención y las expectativas. Pero los padres de hijos únicos ya tienen alertas sobre esto, y pueden estar atentos. También tienen la posibilidad de darle a ese hijo un mundo de pares, a través de la socialización”, plantea.
La perspectiva de los hijos únicos aporta otra mirada, en sintonía en algunos aspectos con la reflejada por padres. “Siempre construí relaciones de amistad muy fuertes, también la relación con mis primos sustituyó en parte el vínculo con hermanos”, reflexiona Mariela Gal, periodista de 48 años. “Aprendí a leer de muy chica porque me aburría un poco. No tuve vivencias de envidia, celos o competencia”, recuerda.
En la edad adulta aparecen otras aristas, explica Mariela: el cuidado de los padres, ya mayores, no se puede compartir con hermanos y todo recae sobre una única espalda, más allá de la ayuda del círculo afectivo. Admite factores a favor y en contra, pero a la hora de formar su propia familia, prefirió no repetir el formato: es mamá de dos varones y una mujer.
Martina M., de 13 años, pidió un hermanito durante mucho tiempo, pero hoy asegura que no le pesa ser hija única. “Somos muy unidos los tres y nos divertimos bastante. Además, mi casa siempre está abierta para mis amigas, soy re sociable y mis papás se ocupan de armarme programas”, cuenta.
Nuevo paradigma
El hecho de que las pirámides poblacionales sean cada vez más angostas en las bases enciende algunas alarmas para los gobiernos. Una población envejecida puede conducir a que los sistemas de pensiones y de seguridad social actuales dejen de ser sustentables. Aunque esta es la preocupación más saliente ante el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la fecundidad, también hay otras.
Charles Jones, un economista de la Universidad de Stanford, advierte en un trabajo reciente que tener menos personas en el mundo puede tener consecuencias en el stock de una de las características humanas que alimentan el progreso y el desarrollo de los países: la creatividad para el surgimiento de nuevas ideas, que expanden la frontera productiva y elevan la calidad de vida de las poblaciones. En su argumento, un crecimiento poblacional negativo podría conducir a que el conocimiento se estanque.
También hay proyecciones optimistas. El economista noruego Vegard Skirbekk, profesor en la Universidad de Columbia, escribe en la introducción de su libro Declinar y prosperar: “La baja fertilidad (...) también ha venido junto con una mayor igualdad de género y la posibilidad de invertir más recursos en la salud y la educación de los niños, y probablemente contribuya a menos violencia y delincuencia. El envejecimiento de la población –una de las consecuencias negativas más temidas de la baja fecundidad– no es tan desastroso como muchos suponen”.
En medio de mitos que se caen y estereotipos que llegan a su fin, los debates se renuevan. Un mundo en constante transformación promete más y nuevas miradas.
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