“Olvidados”: por qué la revolución de la neurodiversidad reaviva un debate sobre los chicos con autismo profundo
Hay familias que creen que reconocer la significativa incapacidad que produce el trastorno en algunos niños promovería más investigaciones y apoyo; del otro lado, califican la frase de peligrosa y engañosa
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WASHINGTON.– La percepción pública del autismo recorrió un largo camino en los 80 años transcurridos desde que el científico austríaco-norteamericano Leo Kanner describió por primera vez un trastorno del desarrollo neurológico que causaba “una inhabilidad innata para lograr el usual y biológicamente natural contacto afectivo con la gente”.
En el contexto de un floreciente movimiento de neurodiversidad, que describe las amplias variaciones en el comportamiento humano como diferencias y no como déficits, muchos adultos autistas llegaron a considerar esos rasgos como un don y un motivo de orgullo.
Sin embargo, padres como Maria Leary –madre de dos hijos autistas no-verbales, uno de los cuales solía lastimarse a sí mismo y a los demás hasta su muerte en 2018– temen que la revolución de la neurodiversidad se esté olvidando de su caso y el de su familia.
“Por todas partes vemos videos felices de los grandes logros de personas con autismo que van a trabajar y juegan al básquet”, dice Maria, que también es consultora sobre discapacidad en Nueva Jersey. “Por supuesto que eso querría yo para mis hijos, pero esa no es mi realidad”, agrega.
Maria está de un lado de un debate que en los próximos meses probablemente se intensificará, cuando los defensores de uno y otro lado busquen resultados diferentes mientras el Congreso norteamericano se aboque a revisar Ley de Colaboración, Responsabilidad, Investigación, Educación y Apoyo (Cuidados del Autismo) de 2019.
Y en el centro de esa división hay dos palabras engañosamente simples: “autismo profundo”.
Los padres como Maria creen que reconocer que algunas personas tienen autismo profundo ayudaría a orientar más investigaciones y apoyo a niños como sus hijos, que son no-verbales, tienen discapacidad intelectual y necesitan supervisión constante. En un artículo publicado este año en la revista científica Public Health Reports, los investigadores estimaron que casi el 27% de 20.000 niños autistas de 8 años cuyos registros analizaron podrían ser clasificados como “autistas profundos”.
Sin embargo, los dirigentes de la Red de Autodefensa Autista (ASAN) rechazan la frase, a la que califican de peligrosa y engañosa.
“Nos preocupa lo que pueda pasar con los derechos humanos y legales de las personas que sean etiquetadas de esa forma”, apunta la directora ejecutiva de ASAN, Julia Bascom. “Destinar fondos al autismo profundo daría como resultado que la investigación se centre en ‘prevenir’ o ‘curar’ el autismo, y restringiría el acceso a otros servicios y prestaciones”, argumenta.
El espectro autista
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) estiman que 1 de cada 36 niños norteamericanos –unos 2 millones de chicos– y unos 5,4 millones de adultos tienen algún trastorno del espectro autista. Si bien las causas del autismo no fueron desentrañadas, algunos científicos creen que es hereditario. No se encontró ningún vínculo entre el autismo y las vacunas.
Hasta 2013, el diagnóstico de los médicos se ajustaba a alguna de las cuatro categorías de autismo, incluidos el síndrome de Asperger –llamado por algunos “autismo de alto rendimiento”– y el trastorno desintegrativo infantil o síndrome de Heller, una condición más rara e incapacitante. Pero en 2014, tras una crucial revisión del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, una guía clínica clave, estos diagnósticos separados fueron aunados bajo la denominación de “trastornos del espectro autista”.
Como cofundadora y presidenta de la Fundación para la Ciencia del Autismo, la exejecutiva de televisión Alison Singer encabeza los esfuerzos para distinguir los distintos puntos del espectro autista.
Singer sostiene que hay una necesidad urgente de atención más especializada para personas como su hija Jodie, de 26 años, diagnosticada con autismo. Explica que su hija también tiene discapacidad intelectual, casi no tiene uso del lenguaje y suele arrancarse el cabello, golpearse la cabeza y arremeter contra los demás.
Singer también reclama más investigaciones sobre las causas genéticas del autismo, que según ella podrían fomentar una intervención más temprana. Sin embargo, la red ASAN se opone tajantemente. “No creemos que ninguna persona autista deba ser ‘curada’”, se lee en el sitio web de la organización. “Y esto incluye a las personas autistas que necesitan mayores cuidados. Las personas autistas con mayores necesidades de apoyo son algunos de los miembros más vulnerables de nuestra comunidad. Merecen una buena vida, con derecho a tomar sus propias decisiones, no otra ronda de ‘curas’ que no funcionarán”, señala la institución.
Pero Singer es una oradora contundente y se convirtió en un destacado pararrayos de un debate caldeado y cargado de emociones, en medio del cual fue amenazada y denunciada como “capacitista” –como se define a las personas con prejuicio social contra los discapacitados– y cosas peores. Pero eso no la hizo bajar los brazos ni moderar su retórica.
“Tal vez para algunos el autismo sea una identidad o una forma de ser, pero para otros es una condición médica incapacitante”, insiste.
“Sin nosotros, nada sobre nosotros”
La actual perspectiva de la ASAN responde a una historia de horrores precedentes.
Hace menos de 100 años, la revista científica American Journal of Psychiatry publicó un debate sobre las ventajas de aplicar la “eutanasia” a los “débiles mentales”. En la década de 1980, los norteamericanos autistas todavía eran encerrados en instituciones superpobladas, insalubres y abusivas, como la Escuela Estatal Willowbrook de Staten Island.
En su histórico ensayo de 1993, “No sufran por nosotros”, el autodefensor autista Jim Sinclair aconseja que los padres de niños autistas que “rezan por una cura” superen “el dolor por la pérdida de ese niño normal con el que fantaseaban”.
Sinclair fue el verdadero pionero de la militancia por la neurodiversidad, incluido el reclamo de que las personas con autismo participen en la toma de decisiones sobre la investigación y las políticas científicas que se destinan al trastorno. El lema de ASAN es “Sin nosotros, nada sobre nosotros”.
La batalla por la conquista de derechos civiles trajo avances en la concientización sobre el autismo, aunque tuvo algunos costos. Algunos científicos rechazan la oportunidad de hablar sobre el autismo por temor a ser interrumpidos o descalificados por usar términos como “riesgo”, “comportamiento problemático” y “síntomas”, que algunos defensores de los derechos de los autistas consideran ofensivos.
Y a las madres que se quejan de sus problemas las tildan de “mamás mártires”. Singer exhibe varios mensajes de texto amenazantes que dice haber recibido. Al mismo tiempo, Bascom, de la red ASAN, afirma que su organización recibió amenazas de bomba y que no publica la dirección de su sede por motivos de seguridad.
Los padres como Maria Leary y Singer resaltan que si bien respetan los logros de los adultos autistas capaces de defenderse por sí mismos, ellas tienen que alzar la voz en nombre de los niños que no pueden hacerlo.
El hijo fallecido de Maria, David, que nació con autismo y una rara condición genética, sufría ataques de epilepsia, no podía hablar y con frecuencia se golpeaba la cabeza contra el suelo. Fue tratado por problemas de conducta en el Instituto Kennedy Krieger de Baltimore, hasta su muerte a la edad de 12 años, al parecer debido a una convulsión.
“Sentía que yo estaba fallando, porque otros chicos que conocía estaban mejorando, mientras que mi hijo empeoraba –recuerda Maria–. Pero después vi a otros 15 niños en su unidad que estaban igual que él, y ahí me di cuenta de que es algo que la gente ni siquiera sabe... Necesitamos servicios que cubran las necesidades de estos niños”.
Julie Greenan, una enfermera de Buffalo, conoció a Maria hace una década en el Instituto Kennedy Krieger, donde el hijo de Greenan, Sam, que por entonces tenía 11 años, también era tratado por problemas de conducta, como patear, rascarse y morderse a sí mismo y a los demás.
Greenan tiene una inusual perspectiva sobre el tema, porque a sus cinco hijos les diagnosticaron autismo, pero todos tienen una amplia variedad de habilidades y necesidades diferentes. Sam, que ahora tiene 21 años, vive en un hogar grupal, mientras que el mayor, de 24 años, se recibió en la universidad y trabaja en el campo que eligió: la comedia musical.
Para Greenan, la actual discordia en la comunidad del autismo es culpa de aquella modificación de 2013 en las reglas de diagnóstico. “Antes de eso, no teníamos que pelearnos entre nosotros para ver quién recibía atención y servicios de ayuda. Decir que no puede haber diferentes niveles de autismo es ningunear la experiencia de los demás”, lamenta la enfermera.
Muchos padres de niños como Sam, que según Greenan, puede ser violento o autolesivo y necesita supervisión las 24 horas del día, dicen que necesitan desesperadamente más servicios especializados, incluidas opciones de vivienda o internación a largo plazo. La ASAN insiste en que las personas autistas deberían poder vivir “en los mismos lugares que las personas sin discapacidades” y no en instituciones restrictivas, pero otros observadores admiten que la fórmula de pequeñas comunidades está fallando debido a la falta de recursos y personal.
Según la Fundación Familia Kaiser, en 2021 había unos 656.000 norteamericanos –la mayoría con discapacidades intelectuales y del desarrollo– en listas de espera para recibir servicios domiciliarios y comunitarios pagados por el Estado, mientras que entre 2009 y 2014 se dispararon las consultas de guardia de emergencia y las largas internaciones hospitalarias de personas con autismo grave.
“Muchas personas con autismo profundo que tienen crisis psiquiátricas y conductuales agudas no estarían en esa situación si hubiera instalaciones residenciales de alta calidad, dignas, con buen personal y bien administradas, y opciones de vida colectiva en todo Estados Unidos”, detalla Lee Wachtel, director médico de la Unidad Neuroconductual del Instituto Kennedy Krieger. Wachtel informa que en su instituto hay una lista de espera de 150 personas para su programa de tratamiento para pacientes que requieren internación.
Analizando el autismo profundo
El término “autismo profundo” fue propuesto en 2021 por la “Comisión Lancet sobre el futuro de la atención y la investigación clínica del autismo”, que detalla rasgos que incluyen una discapacidad intelectual significativa (como un coeficiente intelectual inferior a 50) y un lenguaje muy limitado (por ejemplo, poca capacidad de comunicarse con un extraño utilizando oraciones comprensibles).
“El informe surgió de nuestra preocupación por todas esas personas que necesitan ayuda y que quedan perdidas en medio de tanta confusión”, expresa Catherine Lord, autora principal del informe y profesora de psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad de California en Los Ángeles.
Diez años después de que se describiera el autismo como un “espectro”, restablecer una categoría específica que incluyera a las personas con discapacidades más graves podía ayudar a destinar más recursos a esos pacientes que no pueden cuidar de sí mismos, añade Lord. Sin embargo, la investigadora admite que la violenta reacción que desató su informe la dejó pasmada.
Steve Silberman, autor de NeuroTribes: The Legacy of Autism and the Future of Neurodiversity (NeuroTribus: El legado del autismo y el futuro de la neurodiversidad) hace un repaso de esas objeciones y críticas. “La frase ‘autismo profundo’ puede parecer una abreviatura útil para los padres que luchan con el comportamiento de sus hijos, pero plantea más interrogantes de los que responde –considera Silberman–. “Estos debates se desarrollan como si un niño al que etiquetan como ‘autista profundo’ no pudiera ser considerado como ‘autista leve’ si recibiera mejor apoyo y condiciones de vida”.
El mejor ejemplo es la célebre experta en comportamiento animal Temple Grandin, que no habló hasta los tres años y medio de vida. Antes de eso, gritaba, canturreaba y hacía berrinches. Años después, explicó que se portaba mal porque la ropa interior le picaba. El sitio web de Grandin ahora dice: “Me gusta la lógica de mi pensamiento y no quiero curarme”.
“Nos estamos arrancando los ojos entre nosotros”
Bascom, de la red ASAN, dice que la controversia es resultado de un cambio en el equilibrio de poder. “Durante muchos, muchos años, la defensa del autismo estuvo dominada por voces no autistas que podían decir lo que quisieran sobre las personas autistas sin que nadie los cuestionara. Pero ahora los autistas nos involucramos en muchos de esos debates y obtenemos respuestas. Y las personas con poder suelen interpretar esa dinámica como agresiva o poco civilizada”, señala.
Pero hay otros preocupados por las posibles consecuencias de este tenso debate.
Lucy Kross Wallace, estudiante de la Universidad de Stanford, fue diagnosticada con autismo a los 18, después de años de sufrir una ansiedad incontrolable, obsesiones, compulsiones y de someterse a tratamientos fallidos, incluido casi un año de internación, antes de inscribirse en la universidad. Si bien dice que haber recibido un diagnóstico fue revelador y que después de recibirse de su actual carrera planea estudiar psicología, Lucy aclara que no se centrará en el autismo “porque simplemente no tengo estómago para eso”.
Kross Wallace critica el pensamiento “blanco o negro” que advierte en el movimiento de la neurodiversidad y pide a los grupos de defensa, médicos, prestadores de salud e investigadores que denuncien el “bullying contra los padres”.
“Es desesperante que la gente se mate por cuestiones de terminología cuando hay tantos problemas reales que solucionar –reflexiona–. Uno diría que cuando comparten un diagnóstico en común las personas deberían apoyarse, pero nos estamos arrancando los ojos entre nosotros”.
Por Katherine Ellison
(Traducción de Jaime Arrambide)
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