Está situado en la provincia de Salta, a 4100 metros sobre el nivel del mar; el viento es impiadoso y la vegetación, escasa; las casas son de ladrillos de adobe y no tienen agua potable; la mayoría de sus 200 habitantes trabaja en la actividad minera, mientras el trueque resulta común
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OLACAPATO, Salta.– Las nubes quedan abajo en el tramo de la ruta 51 en dirección al Abra de los Chorrillos en la puna salteña. El agua en la banquina se cristaliza, y la nieve se hace presente en las rocas y en las montañas. Algunos zorros corren, las llamas miran curiosas. La vegetación es escasa y dura. Es el territorio de las piedras, muy poco crece a tanta altura. El cielo se vuelve brillante y los rayos del sol descomponen el aire en pequeños puntos iridiscentes. La huella muestra un caserío ocre, casas de adobe y una esperanza: Olacapato, el pueblo más alto de la Argentina, a 4100 metros sobre el nivel del mar.
“Acá hacemos patria, cuidando la frontera”, afirma Brian Acoria, quien atiende junto a su familia el único hospedaje, en referencia al Paso Internacional Sico, a 50 kilómetros por la misma ruta 51, en el límite con Chile. Nacido en un campamento minero y con educación terciaria, reconoce que el pueblo está olvidado, aunque afirma que los visitantes que se animan a subir hasta Olacapato se enamoran de este escenario andino, donde el apunamiento o soroche (mal de la altura) afecta incluso a los autos. “No existe otro más cerca del cielo”, sostiene.
A pocos metros del pueblo se encuentra el Parque Solar Caucharí, el más grande de Sudamérica, que produce 300MW. “Ya es en Jujuy, para nosotros no hay ningún beneficio”, afirma. Por efecto de la refracción, parece una laguna desde lejos. La ilusión óptica confunde y obliga a desviar la mirada.
Frente a este moderno complejo, un generador mecánico debe trabajar todo el día para producir energía para Olacapato, donde viven 200 habitantes estables. “Nos preguntamos cómo puede ser que teniendo tanta energía renovable a pocos metros, no podamos tener nosotros”, cuestiona Brian. “El cableado va por Salta”, aclara, y pasa por el pueblo. Los límites lo acorralan. Cada habitante paga alrededor de $1000 por mes de electricidad. El dinero es escaso y el trueque es moneda corriente.
“No tenemos agua potable, es un derecho que necesitamos”, afirma Alejandro Nieva, cacique de la comunidad colla del pueblo. La mayoría son de esta etnia. El agua baja directamente del volcán Quewar (6130 metros), que domina el horizonte. “Es una montaña sagrada para nosotros”, sostiene. Las condiciones de obtención del vital recurso son primitivas. Al pie del volcán, en una quebrada, un caño toma agua de un río. Sin tratar, el agua baja hasta Olacapato y así llega al grifo de las casas, sin ningún proceso potabilizador. “Sabemos que viven animales y muchas veces baja sucia”, dice. La sospecha de la presencia de bacterias en el agua es fundada. “Tenemos que hervirla”, agrega Brian.
La señal telefónica es nula. “Es algo que venimos pidiendo”, relata el cacique colla. El aislamiento de Olacapato, además de geográfico, es tecnológico. La escuela y el puesto policial tienen internet, y algunos conocen las contraseñas; una empresa privada ofrece un servicio mensual con un costo de $2700. También hay antenas de Arsat, pero se quejan de la poca banda y de su lentitud.
El tono terracota domina el pueblo. Tiene la belleza de lo telúrico, predominan las formas sencillas. Las casas están hechas de ladrillo de adobe, con aberturas de madera pintadas de rojo o azul. El mismo diseño se repite: una puerta y dos ventanas muy pequeñas para protegerse de uno de los grandes enemigos, el viento. “En invierno hay días que no podés salir”, explica Brian. Las temperaturas bajan hasta los 10 grados bajo cero.
Huellas de tiempos mejores
Las calles tienen restos de una reciente nevada. Una estación de tren del Ferrocarril General Belgrano abandonada confirma que hubo tiempos mejores. Se ven pocos vecinos en las calles de tierra. El silencio avasalla, la altura extrema del pueblo ocasiona un subterfugio natural que obliga a pensar que la localidad está bajo un domo invisible que rechaza los sonidos exteriores. Cuesta respirar para el advenedizo visitante. Los movimientos deben hacerse lentos, un paso de más y el equilibrio se pierde. Mascar coca es un hecho consagrado, su consumo es ancestral y ayuda al cuerpo a estabilizarse.
“Soy sola y abandonada”, confiesa Sixta Casimiro. Su estatura es la de una niña, pero tiene 42 años. Gran parte de su infancia estuvo postrada. Su padre, analfabeto, no creía en médicos, hasta que el dolor obligó a llevarla a los 12 años al hospital de Campo Quijano (un pueblo a 170 kilómetros, cercano a la ciudad de Salta). Le diagnosticaron osteoporosis. Le dijeron que no podría caminar más, pero se plantó ante la vida, desafiante. “Tuve que aprender a caminar de nuevo”, recuerda. Y lo logró. Volvió a Olacapato a los 19 años, caminando. Quiso apostar por el amor, pero el padre de sus tres hijos la abandonó. “Los crié sola”, aclara.
Se gana la vida tejiendo. Desde pequeña, su madre le enseñó a “hacer artesanía”, como le dicen aquí a las artes manuales hechas con lana de llama. “Aprendí a hacer medias y gorros”, sostiene. Ayudaba a la casa. Iba al almacén del pueblo e intercambiaba sus medias por azúcar o fideos; aún hoy es común esta práctica. Recibe una jubilación por discapacidad. Para calentar su casa usa un brasero. “Ahora no recibimos muchos visitantes”, cuenta, por lo que hay poca venta. Dos de sus hijos concurren a la escuela del pueblo. La mayor ayuda en la casa. “Vivimos con poca plata, los que trabajan en las minas cobran un poco más”, resume.
“Todavía hay analfabetos”, concuerda Sixta. Su familia tenía hacienda, cabras y ovejas; muchas veces había que acompañar al padre hasta los cerros. Ella completó la escuela primaria y se fue detrás de los animales. Es lo usual aún. La economía es ancestral. El mandato ordena a los niños a seguir los pasos pastoriles de sus padres, en los cerros, en pequeñas casas de adobe que se confunden con la montaña, rodeadas de nubes.
¿Cómo se abastecen de provisiones? San Antonio de los Cobres es la población más cercana, a 60 kilómetros. De allí llegan las mercaderías luego de transitar la peligrosa ruta 51 que asciende por la montaña cruzando abismos, pequeños cementerios y parajes desolados. “Si nos falta algo, le pedimos al vecino”, afirma Sixta. La hermandad fortalece Olacapato. La ciudad de Salta queda a 200 kilómetros.
Existen algunos “kiosquitos” que venden lo básico. La escuela tiene la única huerta del pueblo. La aridez de la tierra permite una variedad limitada: cebollas, papines andinos y zanahorias. El maíz está presente en casi todas las preparaciones. “Hacemos sopa de frangollo con alguito de carne de llamita”, afirma Sixta. Se trata de maíz blanco molido que se hidrata y se usa a diario. La carne es de llama o de cabra. La vaca es un animal raro en el paisaje andino.
“Nuestro pueblo es muy bello”, describe Brian. Su hospedaje, que incluye comedor, es usado por camioneros de las minas y por aquellos que van a Chile. Para el turismo es una parada obligada para llegar al Desierto del Diablo, los salares de Pocitos y de Arizano, donde está el Cono de Arita. El menú se basa en recetas locales y ancestrales: empanadas, charqui con mote, cazuela de cabrito, milanesas de llama y achai, un postre a base de sémola hervida con duraznos, azúcar y pasas de uva.
Las mineras son un tema recurrente en el pueblo más alto del país. Las montañas y las quebradas son ricas en recursos minerales, como el litio. A dos kilómetros de Olacapato está la mina Los Andes, que extrae ulexita para producir desde ácido bórico hasta sulfúrico. Es la única fuente de trabajo del pueblo. Pero en la población es distante el trato con las mineras. La toma de agua está cerca y tienen sospechas de contaminación. “Extraen agua pura del Quewar”, afirma el cacique. El padre de Brian murió de cáncer de pulmón. Mucha gente tiene manchas en la piel.
“Necesitamos que nos consulten antes, porque somos los que cuidamos la naturaleza”, pide Nieva. “Nosotros somos los olvidados”, sintetiza. Un proyecto oficial también tiene al pueblo en vilo: el Nodo Logístico Minero Puna, la construcción de un pueblo que dará servicios a las compañías mineras e incluirá hasta una pista de aterrizaje para aviones a 10 kilómetros de Olacapato. “Nos gustaría que lo hagan en nuestro pueblo, para que crezca. Si no, desaparecerá”, lamenta Brian.
Fotos: Ricardo Pristupluk / Enviado especial
Edición fotográfica: Fernanda Corbani
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