Carina Marullo, César Viscardi y sus dos hijos se mudaron de San Isidro al partido bonaerense de 9 de Julio, donde reciclaron un viejo comedor que hoy se llama Las cinco esquinas y es referente en la zona
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“Largamos todo y nos vinimos a vivir al campo, no dejamos ninguna huella en la ciudad”, dice Carina Marullo, 35 años.
En 2011, junto a su esposo pararon para almorzar en un viejo comedor a un costado de la ruta 5 a la altura de French, en el partido bonaerense de 9 de Julio. Una pareja de ancianos les ofreció pasta casera, y una proposición: “Les vendemos el restaurante”.
Al regresar a San Isidro, donde vivían, tomaron la decisión. “Queríamos cambiar de vida, les dijimos que sí teniendo la mitad del dinero”, confiesa César Viscardi, de 36 años. El matrimonio movió las piezas. “El sueño imposible, se hizo posible”, agrega Carina.
Mal no les fue. Sin tener experiencia en el manejo de un restaurante, y mucho menos rutero, comenzaron a practicar platos y dejarse llevar por la intuición. “El menú lo fueron armando los clientes y nosotros le pusimos nuestro estilo”, asegura César, que estudió gastronomía.
En San Isidro tenían una imprenta. Sus ideales fueron un mensaje: no generar basura, dejar la menor cantidad de huella de carbono, y llegar a un objetivo: producir gran parte de los insumos que usan. “Tenemos una huerta orgánica que nos da todas nuestras verduras”.
Tienen dos hijos. Olivia, hoy con 10 años, creció en el proceso de cambio. Cayetano, de 5, es fruto del cambio. Ambos van a la escuela pública de French.
“Hay que quemar las naves para no poder regresar. Cambiar de vida exige saber que no tenés retorno, es lo que hicimos”, acuerda César. El plan de escape fue rápido y determinante. Vendieron su casa, pero también sus muebles. Todo. “Hasta las camas y colchones”, suma Carina.
La familia los apoyó con dinero y entusiasmo. “Lo que ningún banco nos dio, nos lo ofreció la familia”, reflexiona César. Aceptado ese apoyo y sumando todo lo que vendieron, pudieron comprar el viejo restaurante. El movimiento estaba hecho. “Estaba muy venido abajo, ni siquiera nos encantó a primera vista”, dice Carina.
“Ustedes van a ser los nuevos dueños”, les dijo Carlos, con 85 años. Junto a Clara, de 65, desde 1992 estaban al frente del comedor que era conocido por las pastas. “Tenía muy buena reputación y mucha clientela”, afirma Carina. Cierto prestigio de culto. Las claves eran las pastas caseras de Clara, y sus pucheros. Los camioneros, hábiles catadores de sabores simples y genuinos, siempre están atentos a estas señales.
“No hubo manera de decirle que no, los hilos del destino nos depositaron acá”, resume Carina.
El comedor tiene una larga historia. De 1900 a 1940 fue posta, una pulpería en medio del camino. Rodeada por un mar de pasto y tierra, el anonimato de la soledad rural contribuyó para que de 1940 a 1980 fuera una whiskería. Entonces eran otros tiempos y otra ruta. Hasta 1992, fue tapera. De aquel año al 2011, La Casa de Clara y a partir del 2012, usando la toponimia que la gente del campo había determinado para el lugar, se llamó Restaurante 5 Esquinas, el lugar elegido por Carina y César para renacer.
“No sabíamos por dónde empezar”, reconoce Marullo. En 2012 abrieron. Dormían en el piso. La madre de César les prestó un auto. Comenzaron con dos mesas. Todo era a prueba y error. “El lugar nos terminó cambiando a nosotros”, confiesa César.
El terreno tiene una hectárea y media. Lo limpiaron y lo transformaron en un pequeño paraíso, donde conviven animales, caballos, una añosa arboleda y la huerta. Los primeros tiempos la gente venía a buscar las pastas de Clara. El legado incluía también seguir con aquella receta. “Nunca había amasado pastas”, aclara Carina. Aprendió y también son festejadas.
La propuesta gastronómica es una declaración de principios. A través de la comida expresan el cambio interno que hicieron con un fuerte compromiso con la agroecología en una tierra que está dentro de la zona núcleo agrícola de Buenos Aires. “Hacemos nuestros fertilizantes. Naturales”, apunta Carina.
A las pastas, se agregan ensaladas con vegetales recién cosechados. Un horno de barro funciona como puente hacia sabores que potencian los productos caseros: empanadas (las tapas las amasan), panes, carnes y postres.
“Es fácil: todo lo hacemos nosotros”, reafirma César. El paté se hace la noche anterior. Un detalle es emocionante: los que llegan son invitados a amasar el pan que comerán luego en la mesa. Los niños tienen prioridad. “Cuando ven y comen el pan que amasaron, son felices”, aclara Carina.
Aquel viejo restaurante de campo es la puerta de entrada a una experiencia muy personal. “Los productos que no elaboramos, los compramos en French y 9 de Julio”, sostiene César. El primero está a 6 kilómetros, el segundo 15. Huevos, carne, harina, salames y quesos, todos locales. Estos detalles se trasladan directamente al sabor de los platos.
Una preparación del menú se destaca: los bifes a la criolla hechos al disco. Son nacidos desde una profunda y sencilla interpretación del gusto local. “Llegan a la mesa en el propio disco”, agrega César.
Aquellas pastas de Clara, su peso en el corazón de los clientes, se trasladaron a esta receta. “Sorprende y emociona, nuestra comida logra eso”, sugiere Carina.
El amplio salón, con inmensos y encantadores ventanales dejan pasar la claridad del sol que entibia las mesas. En pocos años, lograron convertirse en un comedor de culto entre los que eligen la tranquilidad y la calma. Trabajan los fines de semana y feriados. La actividad es intensa. Ayuda toda la familia.
“Somos muchos los que nos animamos a cumplir los sueños. Cada vez más”, enfatiza Carina. Criaron a sus hijos en ese sueño cumplido. Olivia deja al descubierto el éxito cuando decidieron cambiar de vida. Ella recibe a los comensales y los atiende con una sonrisa viral. “Cuando voy a la ciudad y me despierto siento que no es mi lugar, el campo es mi casa”, sentencia con una claridad de pensamiento que asombra.
“Duermo al lado de la ventana y veo las estrellas, oigo los pájaros y los árboles”, dice Olivia. No todo es color de rosas: “Tenemos un gallo que tiene roto su reloj y canta a las tres de la mañana”, afirma.
¿Qué más puede percibir una niña que crece en el campo cuando va a visitar a sus abuelos a la ciudad? “Hacen siempre lo mismo, están todos muy apurados, todos tienen que trabajar muy temprano, viven en lugares muy chicos, tienen que salir de su zona de confort”, manifiesta la pequeña.
El restaurante trabaja con reserva completa, pero siempre hay una mesa que espera. La propuesta cautivó, no solo es la comida, sino caminar entre los árboles, visitar la huerta, ver los animales. Conocer la historia de esta familia que se animó a quemar las naves. Mientras los autos pasan sin cesar por la ruta 5, la cocina no para de sacar platos como por ejemplo bondiola a la pizza.
“Quisimos imponer una regla: tratar de que tomen menos gaseosa”, sostiene Carina. Tienen tres limoneros y se les ocurrió una idea: “Ofrecemos limonada gratis, sin límite”, completa. Una vecina del campo les dio una receta de la abuela. El resultado fue inmediato: “Si vendemos dos gaseosas por fin de semana es mucho”, reconoce César.
Hay recetas que impactan al corazón desde sus aromas olvidados. “El arroz con leche. Esos platos te reconectan con momentos felices, creo que se trata de recuperar lo perdido”, reflexiona César.
“Lo que primero les decimos es que acá no hay apuros”, agrega. Mensajeros de una verdad, la familia es protagonista de una historia inspiradora. “Se puede salir de la Matrix”, concluye César. Ellos son la prueba de eso, y que se puede romper con el sistema y tener éxito.
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