“Nomadland” argentina. A los 83 años, Sara Vallejo, recorre el país y el mundo en motorhome
Durante la pandemia, estacionó su vehículo frente a la que era su casa y que vendió para poder viajar
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“Ahora vivo al lado de la que era mi casa… Pero en el motorhome”, cuenta Sara Vallejos, de 83 años, que se ríe cuando le preguntan si es la “nomadland” argentina, la versión local de la multipremiada película que cuenta la historia de una mujer que, después de haber perdido todo por la crisis, emprende un viaje por Estados Unidos en una casa rodante. Cuando tenía 79 años, Sara dio literalmente un volantazo a su vida. Se había divorciado hacía poco y quería un cambio de vida. Cuando cumplió los 70, se regaló a sí misma una “tiradita” en parapente. Y entonces, un amigo le preguntó qué iba a hacer para los 80. “¿Te tiraste en parapente y nunca manejaste un motorhome?”, la desafió. Y le inoculó la idea. Lo pensó, lo pensó y finalmente les hizo el gran anuncio a sus hijos. Iba a vender la casa y con la plata se iba a comprar una casa rodante para recorrer el continente. Sus tres hijos saben que cuando a Sara se le mete una idea en la cabeza, no para hasta que la hace realidad. Intentaron hacerla desistir, pero sin suerte. Entonces uno de ellos le compró la casa y con ese dinero Sara encargó un motorhome a Estados Unidos. Fue hace cuatro años. Y desde que lo recibió, no paró de viajar. Incluso ahora en la pandemia, pasa la mayor parte del tiempo en Tucumán, donde vive desde que sus hijos eran chicos. Su hijo le construyó un pequeño departamento en el terreno, que a veces se alquila con fines turísticos. Pero el verdadero hogar de Sara, todos lo saben es encima de su casa rodante.
“Ahora me siento como con prisión domiciliaria. En el verano aproveché y me hice algunas escapaditas. A Salta y Jujuy. También dentro de mi provincia. Muchos no lo entienden. Pero yo, cuando me subo al vehículo y enciendo el motor siento una adrenalina que me cambia la vida. Empieza a vibrar el volante y me siento más joven y más linda. Es mi lugar en el mundo”, dice Sara.
Los 83 años no la detienen. Apenas la obligan a renovar su registro todos los años. Pero por lo demás, se siente como una chica de 20. Hasta los 79 años, jamás había manejado ni siquiera una camioneta. Tenía un Corsa chiquito, con el que se iba para todas partes. Su padre le enseñó a manejar a los 18 y también la llevó a hacer un curso de mecánica ligera, para que entendiera cómo funciona el auto. “No sé arreglar un coche pero entiendo qué le pasa y sé lo suficiente para indicarle al mecánico qué hay que hacer”, dice.
Cuando se sentó por primera vez al frente del motorhome le corrió un escalofrío. “Nunca había manejado un vehículo grande, ni una camioneta ni un camión. No sabía cómo se calculaban los siete metros de largo que tiene el motorhome ni cómo se usan las seis ruedas. Pero apenas lo puse en marcha, al poco rato ya me parecía que era un Fiat 600”, dice. Todos esos conocimientos le sirvieron, por ejemplo hace dos años, cuando se quedó sin frenos, en plena cordillera. “Lo primero que hice fue entré a los grupos de viajeros y avisé que estaba varada. A las dos o tres horas me llegaron mensajes, una pareja me mandó un auxilio. Me quedé unos días con ellos. Viajaban con nena y un perro. El tocaba la guitarra en la plaza. Se conoce mucha gente buena y solidaria en el camino”, dice.
Su primer viaje empezó en Uruguay, donde llegó el motorhome. “No digo primer viaje. Todo es un mismo viaje, un continuado. Es el viaje de mi vida. Tiene escalas y paradas. Ahora estoy parada en Tucumán, hasta que se arreglen las cosas. Pero en cualquier momento sigo para Neuquén, porque nació mi bisnieto y todavía no lo pude conocer”, cuenta.
Los viajes se deciden así, de forma impulsiva. La última vez, hace dos semanas cuando se fue a Famaillá, llamó a una amiga y le dijo que se iba, que si quería la pasaba a buscar en 10 minutos. “Dame 20”, le dijo. En 20 minutos salieron.
El viaje inaugural fue similar. La acompañaron su hermano y su cuñada, que subieron en Entre Ríos. Y en Brasil, se subió una amiga más. “Ahí te das cuenta que dos personas es ideal. Tres puede andar pero cuatro arriba de un motorhome son una multitud. Porque el espacio es chico y hay que saber vivir con lo mínimo”, explica. Llevar otros pasajeros no significa que Sara esté dispuesta a ceder el volante. “Los pruebo. En una zona tranquila los hago manejar un ratito, para quedarme tranquila en caso de que me pase algo. Pero después les marco que su lugar es en el asiento del acompañante”, cuenta.
Ese viaje, que lleva cuatro años, la llevó a conocer de pé a pa Brasil. “Siempre me meto en pueblitos. Nunca en grandes ciudades, porque el vehículo no está preparado para eso. Además, ahí puedo estacionar en cualquier parte, que sea seguro. Una estación de servicio, en la plaza, frente a la comisaría, o junto a la playa. En todo este tiempo, apenas dos veces fui a un camping. Lo más lindo de los pueblitos es la gente. Son como éramos antes. Hay mucha hospitalidad. Hice tantos amigos en estos años. Desde gente de los pueblos, que siempre me escriben mensajes hasta otros viajeros. Y cuando te vas, te invade una enorme nostalgia, pero después descubrís que no es una despedida. Que es el viaje de tu vida. Y que siempre te los volvés a encontrar. Y seguís en contacto”, cuenta.
La película de su vida
Cuando se enteró que iba a salir una película que contaba una historia similar a la suya, Sara se emocionó y quiso verla. “Me sentí muy identificada en muchas cosas. El estilo de vida, la solidaridad de la gente que anda viajando, la idea de que siempre nos volvemos a cruzar”, cuenta. “No es mi caso, como muestra la película, de gente que se quedó sin casa por la crisis económica. Yo decidí vender mi casa para comprar este vehículo y poder viajar. Para qué quiero dos casas. De lo único de lo que me arrepiento es de no haber empezado antes”, dice.
En su recorrido, llegó hasta el fin de Brasil. “Bien al norte, en Belén. Allá se me acababan los caminos. Tenía que seguir para Venezuela, por Colombia pero no había caminos. La ruta Transamazónica en época de lluvias está destruida. La alternativa era subir el motorhome a una balsa y recorrer el Amazonas. Y lo hice. Varios días viajando. Un viaje hermoso. Me la pasé jugando a las cartas con los camioneros, y tomando sol en la cubierta, disfrutanto el paisaje”, cuenta.
El destino fue Manaos. “Estuve 15 días en casa de unos brasileños. Rumbo al sur de Brasil, límite de Perú. Ahí me fui para Cuzco. Recorrí Machu Picchu. No me afecta la altura. Unos 4000 metros no me hacen nada. Porque tengo buena salud”, cuenta. Después, bajó por Chile y volvió a Tucumán. Tenía que renovar el registro y cobrar la jubilación. Después siguió para Uruguay y fue recorriendo más pueblitos de la Argentina. En Córdoba se cruzó con dos realizadoras audiovisuales, que le propusieron hacer una película con su vida. Y se estrenó en febrero de este año.
Sara aprovechó el parate de la cuarentena para escribir un libro “80 años no son nada”, contando la historia de su viaje. Lo editó ella misma y lo vende para seguir moviéndose. “Tengo que venderlo para echar nafta al vehículo”, explica. Cuando le preguntan por la economía de su proyecto, Sara no duda en hacer cuentas. “Mi casa valía más que el motorhome, o sea que me quedó un resto para viajar. Además, siempre que puedo alquilo el departamento que me hizo mi hijo a turistas. Vendo el libro. Vivo con poco. No necesito nada más. Además, tengo mi jubilación. Si en un viaje me quedo sin plata, paro el motor y espero a principios de mes, para volver a llenar el tanque. No tengo apuro”, dice.
En su largo viaje por Brasil, varias veces dejó la camioneta estacionada y se tomó un avión para volver a Tucumán. Básicamente, para renovar su registro y cobrar la jubilación. También para hacerse anteojos y ver a sus médicos. “Tengo una salud de hierro, me dicen”, bromea. En esas escalas, más de una vez sus hijos intentaron convencerla. “Ya está, ahora ya viajaste, te sacaste las ganas. Lo podés vender”, le dicen. Sara ni lo toma en cuenta. “Me ofrecen terrenos, casas, de todo. Yo ni loca me bajo de este viaje. Así termina mi vida. Y pienso viajar y manejar hasta que me vaya”, dice.
Su exmarido vive a pocas cuadras de donde tiene estacionado Sara el motorhome. Cada tanto se cruzan y se saludan. “El tiene su familia, y tiene un hijo de 15 años. Nos llevamos bien”, cuenta. Todos pensaron que lo suyo, lo de volverse nómade, era un capricho post divorcio. “Esta libertad que tengo no la cambio por nada. Yo enciendo el motor y no le tengo que pedir permiso a nadie. Pienso que mi mamá no hubiera podido hacer esto. En algo hemos avanzado las mujeres”, dice.
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