“No se tendría que morir nadie por dengue”: la pediatra argentina que le ganó a la epidemia en Cuba hace 42 años
Diana Cappannari, de 83 años, cuenta a LA NACIÓN cómo lideró en la isla una campaña para eliminar al mosquito vector, el Aedes aegypti; la especialista destaca el valor de las estadísticas
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Al escuchar hablar de dengue, la pediatra argentina Diana Cappannari todavía se emociona al recordar en detalle cómo trabajó en Cuba durante la epidemia de la forma más grave de la enfermedad, que es la que causa hemorragias, como se está dando actualmente en la Argentina. “En un mes o un poco más, ya estaba controlada –señala–. ¡Y en ese momento no teníamos repelente!.” Cuatro décadas después, con los recursos y el conocimiento disponible, afirma: “No se tendría que morir nadie por dengue”.
A finales de mayo de 1981, de acuerdo con las crónicas de la época, empezaron a aparecer en Cuba los primeros casos con síntomas que incluían sangrado. El brote empezó a extenderse rápido en la isla hasta superar, en unos cuatro meses, los 344.000 contagios. Se la considera la primera epidemia de dengue hemorrágico (ahora, llamado grave) en América, de acuerdo con publicaciones de la Organización Panamericana de la Salud. Los informes hablan de 158 fallecidos, en su mayoría chicos. Cappannari, ante ese número, enseguida reacciona y apela a la memoria. Según recuerda a sus 83 años, fueron muchas más: quizás, por encima de los 3000.
En ese momento, era directora por suplencia de un policlínico comunitario en Santiago, al sur de la isla, y estaba a cargo del plan materno infantil en el área que cubría ese centro. “Lo que se hizo en ese momento es lo que una sueña que debe ser exactamente la medicina: empezaron a aparecer muchos fallecidos hasta que se reaccionó y supimos que era de origen viral, sin contagio interpersonal, sino de transmisión a través de vectores. Era dengue, pero hemorrágico”, dice.
Al frente del Policlínico Comunitario de Vista Alegre le tocó asumir la coordinación de los profesionales y voluntarios para trabajar dentro y fuera del hospital.
“Cuando [funcionarios del Ministerio de Salud Pública] fueron a controlar cómo funcionaba ese centro, que teníamos un foco de transmisión en Rajayoga, les muestro un mapa que había organizado con alfileres de colores que había comprado. Se sorprendieron porque, ahí, a cada chico con una meiopragia [alteración de la salud], lo ubicábamos por su domicilio y con un color. Cada color, representaba un problema de salud y ambiental: asma, epilepsia o conflictos familiares. Todo estaba referenciado ahí. Ese mapa era mi orgullo.”
Con el dengue, la pediatra señala que, a diferencia de lo que sucedió con la pandemia de Covid-19, las medidas de salud pública que hay que tomar se conocen y que, frente a un brote, la contención se logra “con decisión política, coordinación e información oportuna y útil”, no solo para la comunidad en general, sino también para el personal de salud.
Identificar
Lo primero que aconseja es conocer bien al mosquito transmisor del virus porque eso, según aclara, sirve también para prevenir las infecciones por los virus de la fiebre chikungunya, zika y fiebre amarilla. “No es [por el Aedes aegypti] el que nos vuela alrededor zumbando. Es doméstico: se queda cerca porque le gusta tu casa, la del vecino, a 50 o 100 metros como mucho –describe–. Para desovar, la hembra es muy aristocrática: busca agua clara y limpia. En agua muy sucia, cloacal, no va a estar. Por eso hay que explicarle a la gente que tiene que limpiar las paredes de los recipientes porque ahí quedan los huevos para cuando tengan agua disponible.”
En la epidemia de 1981, mientras atendía a un chico, sintió que perdía fuerzas y se caía. Cuando se miró los brazos, tenía un sarpullido. “Ahí sospeché que tenía dengue y así fue –comenta–. Tuve hipotensión. Es una enfermedad que causa dolor de cabeza, muscular, óseo y articular, a veces con vómitos y diarrea, pero un malestar general que postra. Y pueden aparecer sangrados en la nariz, las encías, como escucho y leo que está pasando ahora, acá.”
A cargo del área de influencia del centro que dirigía en Santiago, Cappannari atendía pacientes, coordinaba a los voluntarios que iban casa por casa, recorría la zona en búsqueda de potenciales criaderos, controlaba los insumos distribuidos y, ya de madrugada, acompañaba a la encargada de recopilar la información epidemiológica del día. “En la ciudad, había varios policlínicos y la encargada de llevar las estadísticas recibía a diario cuántas personas estaban con síntomas, cuántos convivientes tenían, dónde vivían, diagnóstico y las internaciones. A eso de las 3 o 4 de la mañana llegaban los informes y, a las 8, todos los días, esa información tenía que estar en La Habana porque la leía Fidel Castro –recuerda–. Aun con planillas de papel había rigor estadístico. Cada semana, en ese período de epidemia, los directores de los policlínicos nos reuníamos en consejos provinciales para repasar los números y la evolución de la epidemia”.
Estrategia
La estrategia que aplicó fue la que aún se mantiene: evitar que el mosquito se siga reproduciendo y pique personas que están infectadas para transmitir el virus a otros al volver a picar. “La prevención está dada por aire con la fumigación sistemática de acuerdo con el ciclo de vida del mosquito; en la piel, con el uso, ahora, de repelente, además del mosquiteros y tules, y el agua, con la eliminación de potenciales criaderos y huevos”, resume en diálogo con LA NACIÓN.
Hacia la noche, cada día, voluntarios y personal de la salud armaban en los policlínicos pequeñas bolsitas con un larvicida (temefos) que ataban con hilos. Por la mañana, temprano, los encargados de recorrer los barrios las distribuían en la comunidad con información de cómo usarlas en los recipientes de agua que no se podían eliminar. “Teníamos agua potable, pero en todas las casas había bidones llenos que les pedíamos que la gente tapara. Ahí les poníamos las bolsitas de acuerdo con la cantidad de litros. También íbamos a las piscinas de los hoteles; estimábamos volumen y tirábamos las bolsitas”, cuenta.
Entre las anécdotas que comparte, surge una durante una recorrida: “Noté desde una calle en desnivel que en el techo de una parada de colectivo, por su construcción, se acumulaba agua. Entonces, ordené que se perforaran los techos de todas las paradas para que drenara el agua como una medida de control ambiental. Eso era posible por el prestigio y la autoridad que teníamos como funcionarios de salud pública”.
Medidas clave
A modo de resumen de su experiencia, señala que hay dos medidas clave que hay que tomar: la fumigación con los productos adecuados y varias veces al día para controlar el mosquito adulto y, sistemáticamente, la eliminación de posibles criaderos con la población involucrada e informada. Los mosquiteros fueron esenciales, según apunta. “El ser humano infectado se convierte en un diseminador del virus y si no ponemos mosquiteros, colabora en la circulación viral. En el policlínico, cuando la condición lo permitía, enviábamos a casa a un paciente a aislarse si sabíamos que la persona podía o iba efectivamente a cumplir las medidas preventivas”, recuerda.
Hoy, frente a la epidemia en el país, y como volvieron a darse en Cuba, estima que las cifras son más altas que las reportadas. “Un brote es, por definición, comunitario. Por eso, la información tiene que ser auténtica, libre de prejuicios y debe servir para aclarar hasta el cansancio. Como se habló de Covid, habría que hablar del dengue. Los bancos de sangre deben estar abastecidos. Hay que promocionar en este contexto la donación de sangre. En ningún momento escuché hablar del uso de las plaquetas. No se le está dando al dengue la importancia en salud pública que merece”, considera.
Cappannari se recibió de médica en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en 1962 y viajó a Cuba recién casada. En 1968, tras la residencia, el Ministerio de Salud Pública de ese país le otorgó el certificado de especialista en pediatría. Trabajó allí 27 años y, en diciembre de 1989 volvió a la Argentina con sus cuatro hijos. Al año siguiente, y hasta 2009, trabajó en el Hospital Ramos Mejía, de la ciudad de Buenos Aires. En 2007, completó su formación en medicina del trabajo y continuó con la atención de manera particular. A mediados del año pasado, al cumplir 60 años de ejercicio profesional, decidió jubilarse y disfrutar de sus tres nietos. Con su hija y una nieta, hace unos años volvió a visitar el hospital rural en Cuba donde empezó a trabajar.
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