La odisea de los ucranianos. De un centro de refugiados a Roma a bordo del Boeing de un argentino
LA NACION estuvo en un centro de refugiados en Varsovia, donde se ven desgarradoras imágenes de niños que escapan de su país; hasta el 15 pasado, debieron huir 1,5 millones de menores de edad
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VARSOVIA (Polonia).– Para cuando usted haya terminado de leer esta nota, 55 niños habrán tenido que salir de Ucrania en condición de refugiados de guerra.
Como Katalea, una chica de ojos claros y chupete pegado a la boca que ni se entera de los malabares que hace su madre para movilizarse con el cochecito, un bolso enorme y una mochila. Ola, su mamá, tiene 28 años y dice que está contenta de irse, pero la sombra en sus ojos la traiciona.
Ellas se embarcaron ayer en un vuelo humanitario rumbo a Roma. “No sé para dónde iré desde ahí”, dice. Su marido, como todos los hombres ucranianos mayores de 18 años y menores de 60, no puede salir de ese país. La ley marcial lo obliga a quedarse y pelear contra las abrumadoras fuerzas de la invasión rusa.
El vuelo se realizó en el Boeing privado que el argentino Enrique Piñeyro puso al servicio de Open Arms y Caritas Italia, las dos organizaciones a cargo de la operación. Fue el primero de los tres que se harán esta semana. Se embarcaron 179 personas. De ellas, 80 eran menores de edad.
Hubo escenas de alegría y otras de tristeza a bordo del Boeing. Una chica daba pasos de ballet con su pasaporte en la mano, ilusionada por el futuro que esperaba una vez en tierras italianas. Un niño lloraba desconsolado mientras su madre, desbordada, lidiaba con el y con sus hermanos. Una mujer mayor retrasó el despegue porque no quería separarse de su perro. Al final el perro tuvo que hacer el despegue y el aterrizaje encerrado en el baño.
El vuelo aterrizó suave cuando ya eran las 20 de ayer en Roma y hubo aplausos de los pasajeros. También hubo aplausos y cantos de una pequeña comitiva de Caritas Italia como bienvenida para los refugiados apenas pusieron un pie en el hall de entrada. Cansados, los ucranianos saludaban con sonrisas tímidas.
Natalie tiene tres hijos, pero solo puedo viajar con el menor de ellos. Su esposo y sus otros dos hijos, como son mayores, se quedaron a combatir. Señala que espera volver pronto a Ucrania y pide una selfie antes de despedirse. Dina es un chico de 12 años que hace de traductor para el grupo grande con el que viaja. Vika, la madre, carga a Tim, el hermano menor, y sigue de cerca a Vara, la hija. Su plan es viajar de Roma a Perugia, una ciudad al norte. “Allí vive mi hermana”, se ilusiona.
Números que alarman
Las cifras de Unicef impactan. Al 15 pasado, habían tenido que huir 1,5 millones de chicos. Esto significa que hay 75.000 nuevos niños refugiados por día, o casi uno por segundo.
“En términos de velocidad y escala, esta crisis de refugiados no tiene comparación desde la Segunda Guerra Mundial. Y no hay señales de que se esté desacelerando”, advirtió James Elder, el vocero de Unicef. Y señaló que semejante desplazamiento en condiciones de vulnerabilidad aumenta de manera significativa los riesgos de tráfico y explotación de menores.
Agotados e ignorantes de los peligros que los acechan, los chicos esperaron su turno para emigrar en el enorme centro de refugiados que el gobierno local montó en lo que era un centro de convenciones. Los salones que alguna vez albergaron expositores y hombres y mujeres en viajes de negocio ahora se convirtieron en dormitorios improvisados.
Allí duermen 7000 personas. La idea es que sea un lugar de acogida y tránsito hacia otras ciudades, pero muchos exceden ese tiempo. Un cartel en la estación de tren señala las bondades de las “ciudades chicas” e invita a los ucranianos a irse de Varsovia y probar suerte en el interior de Polonia.
Sobre reposeras negras, abrigados por frazadas y matando el tiempo como mejor pueden, los grupos familiares de mujeres, niños y adultos mayores esperan su turno para irse a ciudades europeas de acogida.
Los carteles de cafeterías de cadena son el último rastro de lo que allí funcionó en el pasado, pero ahora se respira el olor rancio de las habitaciones atiborradas y se escuchan los gritos de los niños.
Tres de ellos miran extasiados Masha y el oso, un dibujo animado sobre las aventuras de un animal y su traviesa amiga. Es de origen ruso y presenta una cara mucho más amable del país invasor que la que estos chicos reciben de Vladimir Putin. “Putin dead” (Sic), se ilusiona una mujer muy mayor en las únicas dos palabras inteligibles que se entienden de su inglés deshilachado. A su lado, otra mujer de edad avanzada reza sentada, con la espalda erguida y la cabeza apoyada en su bastón.
Hay también un partido de fútbol improvisado, una adolescente que consuela a otra, dos que deben ser hermanos y vuelven con un libro para colorear entre sus manos, muchos gatos, un gran ropero lleno de pañales y el bullicio inconfundible de un jardín de infantes improvisado que las propias madres se encargan de monitorear.
Casey es de Texas y vino a Polonia a caminar por las montañas, pero cuando comenzó la guerra decidió cambiar de planes y quedarse a ayudar. Recorre la estación central con un carrito repleto de alimentos. “Busco arrancarle una sonrisa a los niños”, dice. “Tengo seis hijos en casa, ¿cómo podría no hacerlo?”, explica.
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