Los antiguos vecinos se quejan por la proliferación de barrios cerrados, desarrollos inmobiliarios y complejos de apartamentos donde antes había bosque y dunas
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JOSÉ IGNACIO.– Ignacio Bussy llegó hace 20 años a Uruguay de forma temporaria con su familia y terminó quedándose. Aquí nacieron dos de sus tres hijas. Vive en Arenas de José Ignacio, un barrio desarrollado en los años 90 y luego abandonado, a dos kilómetros del pueblo, pasando la rotonda de la ruta 10. Su casa, frente al mar cruzando la ruta, fue la primera. Los caminos eran de ripio, y Bussy construyó su propio acceso. Hoy, las chacras y dunas que lo rodean se convierten en desarrollos listos para ser loteados y vendidos.
Cada verano hay ciertos temas que se imponen en las conversaciones de este lado del charco. Este año, además del repaso casi obligado de la actualidad política de la Argentina, es la codicia del real estate la que está en boca de todos. Casas que se construyen extremando al máximo la interpretación de lo permitido, proliferación de barrios cerrados, desarrollos inmobiliarios donde antes había montañas de arena con vista al mar y complejos de apartamentos donde antes había bosque. Aquí, donde el consumidor final fue reemplazado por el inversor, los vecinos están en camino de perder sus playas así como ese carácter de pequeño pueblo que durante años atrajo a amantes del savoir vivre de todo el mundo.
Como ya sucedió en Punta del Este, plagada de edificios altos, o en La Barra, que quedó desorientada, la construcción desmedida y desenfrenada llegó a José Ignacio. Los contenedores de basura rebalsan con restos de obra, aparecen materiales y alturas que hasta hace poco no estaban permitidos, y proyectos con permisos de ciertas medidas finalmente se venden cuatro veces más chicos.
“No estoy en contra del desarrollo pero este no parece sustentable. Es pan para hoy y hambre para mañana. El balneario más elite y exclusivo de Latinoamérica en diez años dejará de serlo. Va perdiendo su esencia porque la infraestructura geográfica es siempre la misma: una punta con dos bahías, una playa elegida según donde sople el viento. El área en metros cuadrados es lo que es. Algunos amigos me dicen que, si se desarrolla el alrededor, el valor de mi propiedad aumenta. Quizá sea cierto pero, al mismo tiempo, es mi hogar y no le pongo precio”, resume Bussy.
El caso más reciente es sobre la Playa Mansa, allí donde se juntan los enamorados de los atardeceres. En un predio de 7 hectáreas entre el mar y la ruta 10, pasando el hotel Bahía Vik y los 40 lotes del barrio privado El Secreto con mansiones que miran al horizonte, los mismos desarrolladores proyectan un Hotel de Campo con 14 habitaciones en una planta alta y otras 12 distribuidas en seis bungalows, además de spa, galería de arte, gimnasio y café literario. El problema es que, por la tipología del terreno, necesitarían construir sobre la franja de 150 metros protegida por ley, por lo que precisan de una excepción a la normativa, una herramienta administrativa que se da con el visto bueno del intendente y la aprobación de la Junta Departamental de Maldonado.
Fuentes cercanas al futuro Hotel de Campo aseguraron que el proyecto es algo bueno para la comunidad porque, si bien es una propiedad privada y podrían estar loteando y cerrando todo, es de baja densidad y mantendrá el acceso a la playa de los vecinos.
“Desde la aprobación de la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible de 2008, la protección del espacio costero cobró una trascendencia mucho mayor. Pero cuando asumió Enrique Antía -el actual intendente, en poder desde 2015-, esto se empezó a flexibilizar a través de excepciones. Eso lleva a que se terminen aprobando proyectos que son incomprensibles. El gobierno tiene 21 de los 31 votos, y necesita de 19, por lo tanto puede aprobar cualquier cosa. Por ejemplo, para este caso, ellos se ponen del lado de los desarrolladores y argumentan que el predio es padrón rural y no se ha fraccionado, por lo cual no se ha tenido que ceder la franja de 150 metros al dominio público. Para ellos, la playa es privada de uso público”, explica alarmado el edil departamental por el Frente Amplio, Joaquín Garlo Alonsopérez.
Y añade: “Si el padrón no les da, tendrían que hacer otra cosa. La protección del espacio costero es para preservar nuestro principal patrimonio cultural: las playas. Los turistas no vienen buscando playas con construcciones como Miami o Panamá. La transformación nos hace perder identidad y nos transforma en algo que no somos. Por eso hay impacto y los vecinos se movilizan. El intendente Antía gobierna cuál señor feudal. Contra eso trabajamos, para hacer cumplir la ley y contemplar las opiniones de la comunidad”.
Los vecinos observan, sin demasiadas herramientas de participación, como sus playas se les van de las manos, y con un sabor amargo de déja vu. Hace una década, perdieron una gran batalla cuando la Intendencia permitió la construcción sobre las primeras siete hectáreas de esta misma playa, al interpretar que esas montañas de arena técnicamente no eran dunas sino una “costa de barrancas”.
“No es una buena tendencia para el área. Le saca mucho a la atmósfera de este lugar, en donde se vive con un ritmo distinto. Creo que hay tiempo para detenerlo pero, si el gobierno quiere preservar el sentimiento de pueblo pequeño, primero debería hacer más estricta la normativa”, analiza el austriaco Robert Kofler, quien junto a su esposa Edda y su familia vienen desde hace más de una década. Aquí abrieron la exclusiva posada Ayana –con ciclos de cine-debate y pop ups gastronómicos– y le regalaron a los amantes del arte un skyspace de James Turrell. Hace poco, Robert descubrió que frente a su casa, a pocos metros de la playa Mansa de José Ignacio, un terreno de tres lotes se había convertido en un proyecto de venta de cinco casas de tres niveles. Los desarrolladores argentinos hundieron el piso para que pudiera ser considerado “subsuelo” y así quedar dentro de la normativa edilicia del pueblo que establece un máximo de dos pisos.
La visión de la intendencia de Maldonado -quién controla esta área- sobre el tipo de crecimiento que proyectan para José Ignacio es un misterio. En una charla informal de este diario con el intendente, durante la inauguración del primer destacamento de bomberos de José Ignacio (entre los cuales hay 18 bomberos voluntarios, vecinos de la comunidad), Antía explicó que las excepciones se aprueban porque los proyectos son “fantásticos”, que a los vecinos de José Ignacio “nunca nada les viene bien” y que, si se miran los desarrollos aprobados sobre la playa de hace otros años, no hay impacto negativo sobre el medio ambiente. Dio a entender que el Hotel de Campo sería el último proyecto permitido sobre la playa de José Ignacio dado que no queda más espacio por negociar. LA NACION intentó contactar a la dirección de Urbanismo de la intendencia pero no obtuvo respuesta.
Cuando los vecinos podían quejarse
Hace tiempo que esta punta con dos bahías dejó de ser ese pueblo de campo sobre el mar poblado de ranchos y pescadores. Primero vinieron los “exiliados” de Punta del Este que huían de la construcción masiva y luego de otros destinos, como la Barra, que poco a poco perdía su tranquilidad. Entre ellos lograron con esfuerzo comunitario que la Intendencia aprobara el marco legal necesario para que el crecimiento en José Ignacio fuera ordenado y respetase el carácter del lugar: verano en familia, comunidad vecinal, baja densidad. En este contexto, este empezó a ser el lugar elegido por argentinos -y de a poco otros extranjeros- de alto poder adquisitivo que buscaban vida de pueblo sin semáforos, sin edificios y con reglas de convivencia. Se compraban un lote, construían su casa, veraneaban.
Esa ordenanza muy estricta pero simple -de tan solo tres hojas- duró al menos 20 años. Se prohibían, por ejemplo, condominios, viviendas en bloc, discotecas y pubs, y se establecían alturas máximas de construcción. Ante alguna irregularidad, los vecinos podían quejarse (a través de la organización vecinal Liga de Fomento de José Ignacio) y eran escuchados porque había una normativa que los apoyaba. La Liga de vecinos fue una gran protagonista en esos años de consolidación del cuidado extremo del pueblo de José Ignacio.
En 2008, se aprobó la Ley de Ordenamiento Territorial que proporciona normas de fondo sobre la planificación territorial de Maldonado. “Esa ley surge de talleres que se organizaron con los vecinos, ellos decían qué querían para esta zona. Hubo un trabajo muy profundo. La voz de los vecinos está en la génesis de esa ley”, recuerda la argentina Paula Martini, quien vivió en José Ignacio durante 25 años y desde hace cinco vuelve regularmente porque aquí conserva Bajo El Alma, su tienda histórica frente a la plaza.
“Luego de eso, viene este período, que es lo opuesto”, sentencia la arquitecta y doctora en medio ambiente y sociedad Isabel Gadino, docente en el CURE, especializada en los impactos de la urbanización turística costera de Uruguay. La investigadora explica que en la historia urbana de Maldonado, el uso de excepciones al ordenamiento territorial ha sido frecuente, y que la actual convocatoria oficial a solicitar excepciones (a través de un decreto ley de 2015) evidencia que esta política no responde a intenciones urbanas ni territoriales sino al fomento de la industria de la construcción que se supone devendrá en beneficios para el sector.
Catarata de excepciones
“El cambio de autoridades de la Intendencia vino de la mano de la ley de excepciones y exoneraciones: con la excusa de que precisamos traer inversiones para que den trabajo, queda todo el territorio del departamento librado a cualquier proyecto. Lo aprovecha más el que más plata tiene. Pero el argumento de que esto da trabajo habría que analizarlo. Una vez hecha la torre, todos los que trabajaron precisan de otra torre. Es trabajo, pero por tres años. No es trabajo sustentable. Y después aparece el argumento del turismo. El turismo como industria juega cada vez más fuerte: se junta con el desarrollador inmobiliario y se da cuenta de que algo funciona. Después aparece la Intendencia con excepciones y fraccionamientos. Es un negocio redondo para todos. Pero nadie piensa en el territorio”, analiza Gadino.
“A las intendencias siempre les costó captar lo que era José Ignacio. A ninguna le gustó esa idea de que este es un pueblo de elite, así que nunca hubo una luna de miel. Si bien los intendentes siempre están a favor del desarrollo, la gran diferencia es que algunos tienen criterios de planificación. Y hay intendentes que creen que el metro cuadrado vale con excepciones de cualquier tipo porque le da trabajo al departamento. Pero eso es pan para hoy. Todos sabemos que cuando das rienda suelta a la construcción, sin una planificación determinada, pasa lo que pasó en muchos lugares de Maldonado como Punta del Este y La Barra. Quizá lo mismo podría pasar en José Ignacio si no logramos frenar esta especie de cataratas de excepciones que hay por doquier. Si permitís una excepción, es el principio del fin”, reflexiona Martín Pittaluga, quien, además de ser el fundador de La Huella, restaurante que marcó un antes y un después en este pueblo, fue concejal electo para el municipio de José Ignacio y Garzón durante diez años.
El año pasado, a pedido de la Intendencia, la Junta de Maldonado aprobó una serie de modificaciones al plan de ordenamiento de esta zona. Los cambios más profundos son dos: los materiales para construir sobre manzanas de fragilidad ecosistémica (como las dunas) ya no deben ser livianos, y se recategorizan ciertos suelos rurales como suburbano o urbano, lo que significa que sobre ellos se puede construir un barrio privado. Hoy, los nuevos vecinos de una temporada a otra se cuentan por decenas y hasta centenas. La zona se pobló de inversionistas y desarrolladores que compran grandes terrenos, los parcelan y los lotean.
A la izquierda de la calle que lleva al restaurante La Huella, desde donde solía verse el horizonte, se levantan 65 nuevos lotes. Las casas se construyen, una al lado de la otra, en calles que hasta hace poco no existían. En las afueras del casco, en el camino Saiz Martínez que lleva a la ruta 9, se multiplican los barrios cerrados: 180 lotes en 40 hectáreas, 92 lotes en 14 hectáreas, etc. En los planos originales aprobados, la superficie de las unidades era de 4.000 metros cuadrados pero luego se achicaron a 1.000.
Al mirar hacia la playa, se siente la obsesión por estar cada vez más cerca del agua y los espacios naturales pierden ante el ladrillo. Del lado de la Playa Brava, a la altura de Arenas de José Ignacio, el empresario argentino Alejandro Bulgheroni prepara su nuevo proyecto: 13 casas en la primera línea del mar. Cruzando la ruta 10, en esa misma longitud de terreno, hay solo seis lotes con cuatro casas construidas.
“Siempre luchamos por diferenciar el carácter de José Ignacio del de Punta del Este. El riesgo que veo ahora, como propietario primero y como inmobiliario después, es que, por el hecho de favorecer el crecimiento y el desarrollo, José Ignacio se masifique. Así lo estás igualando con las demás opciones que tiene Punta del Este”, cuenta Ignacio Ruibal, quien vino a vivir con su familia hace 35 años y es un referente en desarrollos inmobiliarios en la zona. Además, cuenta que el agua, el saneamiento, la policía y los bomberos fueron proyectados y creados en base a la normativa de 1993: viviendas unifamiliares, una casa en un padrón. Dice que las modificaciones legales no vinieron acompañadas con un cambio en estos servicios esenciales.
Ranchos y palacios
Pese al avance agresivo de barrios cerrados sobre bosques de pinos y casas sobre paisajes vírgenes, algunos aspectos parecen intocables. La plaza del pueblo sigue siendo la misma, donde el único ruido es el balanceo de las hamacas de madera, torcidas, lo que mantiene su encanto añejo. “Lo llamativo de este lugar es la convivencia de ranchos y palacios. Es un lugar donde la danza de los millones no ha afectado la escala. El pueblo resiste el embate del billete. La plaza acá en frente está igual, en detrimento de otras zonas que no están manteniendo la escala, como el norte de José Ignacio, porque en la batalla se conceden cosas. Hablamos de operaciones de 100 millones de dólares en las conversaciones y acá siguen los agujeros en las calles y la falta de luz y de agua”, describe el especialista en bienes raíces Marcelo Villanueva.
Hace 22 años que Villanueva es broker. Ubicado frente a la plaza del pueblo, a su oficina de ventanales abiertos entra y sale gente constantemente. Entre mate y mate, cuenta que con sus colegas hay buena relación pero no hay unanimidad sobre cómo debería desarrollarse el lugar. “Cada uno cuida su bolsillo sin una visión global de hacia dónde va José Ignacio. No es nuestra función cuidar lo que se puede hacer en el lugar. Eso lo dejamos en manos de la Intendencia. La Intendencia evidentemente quiere más y más y los vecinos, menos y menos. El resultado es lo que hay en el medio. Podría haber sido peor. Acá podría haber un edificio de 20 pisos y sin embargo eso no va a llegar. Creo que seguimos siendo exclusivos por la baja densidad y la baja escala. Pero siento que da para más y que va a venir más. ¿Qué tanto estoy dispuesto a hacer para llevarme el sustento a casa? Eso dependerá de la ética de cada uno”, sentencia el especialista.
Para muchos, la solución para que la convivencia entre pueblo y desarrollo sea armoniosa pasa por una regulación más estricta, mayor involucramiento de los vecinos, y una visión hacia dónde se quiere ir: no todos los balnearios del Uruguay necesitan ser desarrollados para un mismo tipo de turismo. Si Punta del Este, La Barra y La Paloma existen para un turismo más masivo, José Ignacio y alrededores podría quedar como un rincón más minimalista.
Ruibal agrega: “En Montevideo hay un barrio, Carrasco, con una comisión especial por donde pasan los proyectos antes de ser aprobados por el gobierno local. Lo mismo deberíamos hacer aquí. Esta es una comunidad participativa, donde el empirismo ha sido fundamental, con gente que viajó por todo el mundo. Me da pena que la organización de vecinos no tenga participación directa con la intendencia respecto de estos proyectos”.
En 2013, una nueva ley creó el tercer nivel de poder y así aparecieron las alcaldías. José Ignacio, donde el metro cuadrado de terreno en el pueblo está hoy valuado en 1500 dólares (y entre 300 y 750 en los barrios cerrados) luchó por tener una propia y no lo logró, así que pasó a depender políticamente de la Alcaldía de Garzón, un pueblo a 38 kilómetros tierra adentro. “Ese es un gran punto de inflexión. El intendente de Maldonado siempre tiene la excusa de que, cuando se genera un problema aquí, tenemos que hablarlo con el alcalde. Pero, a su vez, no le da ningún poder a la Alcaldía. De hecho no estaban ni enterados del proyecto de Club de Campo sobre la playa. Es un triángulo que no funciona y es como si nos hubieran cortado las patas”, se queja un vecino.
Así como hace años el dinero fue desplazando a esos pescadores que venían el fin de semana, en la actualidad, el crecimiento desmedido y sin una dirección clara ya ahuyentó a más de uno. El caso de un vecino argentino que, después de crear un bar mítico en Palermo, se mudó a José Ignacio con su familia a principios del 2000. Compró una casa frente al mar y no la cambió mucho, hasta que en el 2019 se la vendió a un polista porque no le gustaba cómo se estaba poblando su alrededor y también pensando en el crecimiento de los océanos. Se mudó a La Juanita, un barrio a la izquierda de la ruta antes de llegar a José Ignacio, y fundó la única librería del pueblo, Rizoma, que hoy es un éxito. Tres años más tarde, este vecino y su familia decidieron mudarse a Punta del Este, a los veranos de su infancia. “Nos expulsa el crecimiento tan rápido y para un lado que no nos gusta. Nos sentimos, cada vez más, sapo de otro pozo. El cambio es rápido y violento. Si te hacés una casa en una duna, arruinás lo que decís que te gusta”, sentencia.
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