Tenía seis meses cuando la madre lo abandonó; conoció los golpes, la adicción, las entradas y salidas de los correccionales de menores, los sucesivos ingresos en la cárcel; un robo que terminó en tragedia lo transformó y hoy, de la mano de Espartanos, se dedica a ayudar a los que, como él, nacieron con todas las cartas en contra
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A Daniel Osvaldo Oro (41 años), la vida se le complicó temprano. Tenía seis meses cuando su madre les pidió a unos chicos que estaban en la esquina de su casa, en la villa Santa Ana, de Boulogne, que se lo cuidaran mientras hacía unas compras. Nunca volvió.
Fue la primera estación de un largo vía crucis. Aquel día quedó al cuidado de uno de esos chicos, pero por pocos meses. Se enteró su abuela paterna y lo llevó a vivir con ella. Crecer allí fue la segunda estación: la abuela era alcohólica y violenta, igual que sus tíos. Todos le pegaban, y su padre, albañil, que aparecía cada tanto, era el que le pegaba más fuerte. “Me golpeaba como si yo fuera una persona grande”.
Oro –”alias Piguyi”, se lee en el prontuario– conoció en esa casa la ley de la selva, y el más débil era él. “Como yo era el hijo de nadie, cobraba…”. Dice que la forma que tenían de educarlo era esa: a las trompadas.
No recuerda haber ido a la escuela más que uno o dos años. A los 11, harto de ser golpeado, se fue de la casa y empezó a robar. Al principio, bicicletas. Lo detuvo la policía y fue enviado a un instituto correccional de menores en Monte Hermoso. Pese al encierro, algo había mejorado: “Ahí, si tenía problemas con los otros chicos, podía defenderme. En lo de mi abuela, no”. A los 12 se hizo adicto a la cocaína.
Hasta los 18 años estuvo entrando y saliendo de institutos. Nunca fue abusado, pero le tocó ser testigo de muchos casos. “Era terrible: escuchaba los gritos de pibes que eran sometidos por otros internos”. Cuando lograba escaparse, no volvía a su casa, o solo iba de visita. “No me quedaba a dormir porque enseguida empezaban la música, el alcohol, la violencia”. Vivía en la calle unos meses –dormía en estaciones de trenes, en plazas, tapándose los pies con bolsas de consorcio cuando hacía mucho frío–, hasta que volvía a ser detenido. En esos tiempos robaba cadenas, mochilas, carteras... Para él, robar era la forma de crecer. “Quería ser grande, y así me sentía grande”.
A partir de los 18 años, la dinámica que lo tenía atrapado, calle-institutos, cambió por calle-cárceles; y cada vez más tiempo adentro y menos afuera. “Nunca estuve un año entero en libertad. Como mucho, nueve meses”. Cuando salía, su único deseo era volver a las andadas. Jamás se planteó trabajar. “Llegué a amar tanto la delincuencia que la consideraba un trabajo. Lo hacía a conciencia, le dediqué tiempo y esfuerzo”. A la cocaína se le unieron marihuana y pastillas. Pero él y los que lo acompañaban tenían prohibido consumir antes de robar, “para no perder lucidez y reflejos”.
Cuando salía, su único deseo era volver a las andadas. Jamás se planteó trabajar. “Llegué a amar tanto la delincuencia que la consideraba un trabajo. Lo hacía a conciencia, le dediqué tiempo y esfuerzo”. A la cocaína se le unieron marihuana y pastillas. Pero él y los que lo acompañaban tenían prohibido consumir antes de robar, “para no perder lucidez y reflejos”
Unido a bandas, fue convirtiéndose en un asaltante profesional, especializado en la modalidad del escruche (casas sin gente). “Yo con un destornillador y una llave francesa no hay lugar al que no pueda entrar. Nunca llevé armas. Mis armas eran esas”. Calcula que intervino en más de mil casos. Se movían por las zonas norte y oeste del conurbano. “Íbamos en autos con vidrios polarizados. Yo con esta cara no podía andar dando vueltas por San Isidro”.
Llegó a tener mucha plata, pero se la gastaba en drogas, autos… “La administraba mal: la usaba para comprar cariño, amor, para comprar amigos”. Su mayor botín fue un millón de pesos (hace cuatro años) en joyas de oro que estaban escondidas en una cocina.
“Esparta”
En una de sus entradas a prisión, cuando tenía 26 años, fue llevado a la Unidad Penitenciaria 48, de San Martín. Allí, al año siguiente, nació Espartanos, la fundación creada por Eduardo “Coco” Oderigo para que el rugby sea en las cárceles instrumento de transformación personal y reinserción social. Oro, que no había visto una pelota ovalada en su vida, formó parte del equipo de esa unidad, atraído por lo que transmitía Oderigo y también por curiosidad. Conoció los valores del rugby –respeto a las reglas y a la autoridad, trabajo en equipo, solidaridad, disciplina–, le gustaron, pero todavía lejos estaba de sentirse influido por ellos.
Vivió esa experiencia unos pocos meses: durante una reyerta entre internos fue apuñalado y lo trasladaron a otro penal. Nada cambió en los años siguientes: libertad, cárcel, libertad, cárcel… Una década después volvió a la Unidad 48, y otra vez se unió a Espartanos, que no es solo un equipo: la formación incluye charlas, talleres, asistencia espiritual. Ahí, por primera vez, vio que algo se movía en su interior. “Cuando volví a Esparta [así lo llama coloquialmente] empecé a plantearme que nunca había formado una familia. Había tenido novias, tres hijos, pero no un hogar. Me dieron ganas de estar con una mujer a la que amara y que ella me amara a mí”.
“Cuando volví a Esparta [así lo llama coloquialmente] empecé a plantearme que nunca había formado una familia. Había tenido novias, tres hijos, pero no un hogar. Me dieron ganas de estar con una mujer a la que amara y que ella me amara a mí”.
La encontró. Todavía estaba preso cuando, a través de Facebook, conoció a Yanina, tres años mayor que él. “Hablábamos mucho. Tuve diálogos con ella que no había tenido con nadie. Le conté de mi vida, de mis sentimientos. Yo no buscaba una mujer, perdón que lo diga así, con culo y tetas, sino con un gran corazón. Yanina fue esa mujer. Tiene cáncer, tiene muchas otras enfermedades, en un incendio de su casa perdió a sus tres hijos, pero sigue siendo positiva. Es única”.
A pesar de eso, al recuperar su libertad, a mediados de 2018, al cabo de una condena de tres años y ocho meses, no se planteó dejar de robar. Oderigo le propuso acercarse a la Fundación para que lo ayudaran a conseguir trabajo, pero él tenía otros planes. El mismo plan de siempre.
Solo cambió la modalidad: dejó las bandas y empezó a salir solo. Hacer las cosas por su cuenta lo llenó de orgullo. Fue un furioso raid delictivo: en 9 meses asaltó unas 100 casas, muchas en su barrio, en Munro. Llegó a robar dos al mismo tiempo, yendo y volviendo de una a otra. Hasta se animó a entrar en una cuyo terreno era lindero con la comisaría de Munro. “Yo era feliz. Quería superarme a mí mismo, sentía que era mi mejor momento. Mi egoísmo era tan grande que mi mujer sufría y yo no me daba cuenta. Me gloriaba de lo que estaba haciendo”.
Decisión fatal
En medio de ese frenesí hizo otro cambio en el modus operandi, que resultaría fatal: decidió entrar en casas en las que hubiese gente. “Personas vulnerables, a las que pudiera reducir fácilmente. Eso me llevó a usar la violencia. No les pegaba, pero para atarlas a veces necesitaba ser violento”.
En la madrugada del sábado 15 de febrero, hacia las 3.30, entró a robar en lo de una jubilada de 82 años, Lucía Ciarlitto, que estaba durmiendo. La ató de pies y manos, la amordazó y la dejó acostada. Encontró algo de dinero y una pulsera de plata. Cuando volvió al cuarto, la señora se había caído. “Estaba al costado de la cama, en el piso, pero la vi y estaba bien. Entonces me fui”. Caminó tranquilamente hasta su casa: doce cuadras.
A la noche del día siguiente, domingo, se puso a ver televisión. De pronto, en C5N informaron de un robo y asesinato en Munro, y mostraron el frente del chalet. Lo reconoció inmediatamente: era el que él había asaltado. A Lucía Ciarlitto la habían encontrado tirada junto a su cama, muerta. Todavía estaba atada. Oro saltó de la silla, agarró plata y se fue a lo de una hermana de Yanina en Villa Rosa (Pilar). “Pero la policía fue a buscarme a mi casa [había sido identificado por las cámaras de seguridad], apretaron a mi mujer, que tuvo que confesar dónde estaba yo, y me detuvieron”.
A la noche del día siguiente, domingo, se puso a ver televisión. De pronto, en C5N informaron de un robo y asesinato en Munro, y mostraron el frente del chalet. Lo reconoció inmediatamente: era el que él había asaltado.
Eran tiempos de pandemia y cuarentena. Por eso y por mal comportamiento, lo iban pasando de una comisaría a otra. En su cabeza estallaron dos certezas: que lo esperaba una condena de por vida y que su conciencia cargaba con el peso insoportable de una muerte. Pero la nueva realidad –la más feroz estación de su vía crucis– le sirvió para ordenar las ideas e iniciar un proceso que lo convertiría en una persona radicalmente distinta.
La transformación se hizo evidente a la hora de enfrentar el juicio, hace un año: cuenta que no fue a defenderse, sino a admitir su culpa, a pedir perdón y a confesar otras decenas de robos que había cometido, porque necesitaba sacarse esa mochila de encima. Pero lamenta que el tribunal no lo haya dejado disculparse; tampoco atendió su autoimputación.
Fue sentenciado a reclusión perpetua.
“Me merecía esto. Yo provoqué la muerte de la señora, yo fui inhumano, yo causé el dolor de su familia y sus amigos. No merezco estar en libertad”, dice hoy a LA NACION en un pabellón de la Unidad 23, de Florencio Varela. El recuerdo de ese crimen lo tortura. “No hay día que no lo tenga presente. La semana pasada estuve tan angustiado que durante cuatro días enteros me quedé encerrado en la celda”.
Su objetivo es concientizar a otros reclusos. “Cuando supe que iba a envejecer y morir acá, caí en la cuenta de que podía ayudar a mis compañeros de cárcel para que no les pasara lo mismo. Ellos sí están a tiempo. De cada 100 que roban, 99 terminan presos y sin familia. No se pueden permitir eso. Entonces me acordé de lo que había aprendido con Esparta. Con ellos aprendí algo mágico: que se puede cambiar, que hay otra oportunidad. Lo llamé a Santi [Santiago Cerruti, de la Fundación Espartanos] y le dije: enséñenme a enseñar”.
Se le ocurrió llevar el rugby a su pabellón. Hoy, de los 50 internos, 20 (más 10 de otros pabellones) juegan en el equipo, al que bautizaron Los Halcones. Algunas veces compiten con equipos de otros penales. Voluntarios de la Fundación asisten a la cárcel de Florencio Varela todas las semanas para guiar entrenamientos y charlas: coaching deportivo y, sobre todo, existencial.
La revolución
“En 20 años yo viví muchas revoluciones en las cárceles, de todo tipo, pero jamás vi una revolución como la del rugby. El rugby vino a cambiar a los presos. Por ejemplo, el preso no llora. El que llora es débil, y la cárcel es para los duros. Y el preso tampoco habla de lo que siente, de lo que le pasa en su interior. Con Esparta aprendimos a llorar y a contar lo que sentimos”.
“Piguyi” es allí un líder natural. “Es el que más ha hecho para que en nuestro pabellón no reine ese clima de violencia que siempre hay en las cárceles. Acá no hay robos, no hay peleas, convivimos muy bien”, cuenta uno de sus compañeros. “Siempre dice que si dos se pelean, no hay un ganador: hay dos perdedores”.
Cuando llega el momento más esperado por Los Halcones, ir a jugar partidos a otras unidades, Oro, titular indiscutido en su puesto de wing, no va. “Esas salidas dan aval [para reducción de la condena], y a mí el aval, por tener una perpetua, no me sirve de nada. Prefiero que lo aproveche otro”.
A los 41 años, si mira hacia atrás encuentra poco y nada para rescatar; apenas haber convivido nueve meses con Yanina. A su padre lo vio por última vez hace cinco años; a su madre, la que lo abandonó de recién nacido, la conoció por una foto hace dos años; tiene once hermanos, pero no conoce a ninguno; a sus dos hijos menores, de 8 y 6 años, los trató muy poco, por haber pasado tanto tiempo en la cárcel, y el mayor, de 22, no quiere saber nada con él.
Si mira hacia el futuro, solo ve rejas. A los 73 años podría quedar en libertad condicional, pero está convencido de que va a morir antes. “Tengo un cuerpo muy maltratado, con cicatrices por todos lados. No creo que resista”.
Dice que, en su situación, solo le queda encontrar cosas que lo alimenten para seguir viviendo. Una de ellas es ver cómo han evolucionado las conversaciones en el pabellón. “Antes, lo normal era hablar de las cosas que habíamos robado. Si era un auto, enseguida venían los comentarios: que la palanca de cambio, que los neumáticos, que esto y lo otro. Ahora nos juntamos en los desayunos, en los almuerzos, y hablamos de los tacles que hicimos, de los tries, de cómo pasar mejor la pelota. Hasta los que no juegan se interesan. El rugby nos revolucionó. Nos cambió”.
Lo que más lo consuela es pensar que su vida puede ayudar a rescatar otras vidas.
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