“No hice nada”: ¿Hacés propósitos de Año Nuevo y luego no los cumplís? Hay esperanza
El caso del escritor del siglo XVIII, Samuel Johnson, que todos los años no lograba sus metas propuestas, sirve de disparador para reflexionar sobre la costumbre de hacer listas de objetivos
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NUEVA YORK.- Si quienes acostumbran hacer una lista de buenos propósitos quisieran tener un santo patrón, una buena opción sería Samuel Johnson (1709-1784), quien se pasó la vida haciéndose propósitos e incumpliéndolos, según él mismo admitió. Al leer sus diarios, quizá suspiremos al vernos reconocidos en ellos, ya que, de tanto en tanto —en Año Nuevo, en Pascua y en su cumpleaños— Johnson renueva sus intenciones de levantarse pronto, de ser más estudioso, de moderar su ingesta de comida y alcohol, y se lamenta de haber descuidado esas mismas intenciones el año anterior.
“A estas alturas he pasado 55 años en propósitos vanos”, escribió el día de su cumpleaños en 1764, “pues desde la fecha más temprana a que mi memoria alcanza a remontarse me he hecho resoluciones y planes para llevar una vida mejor. No he hecho nada. La necesidad de hacer algo, así pues, es acuciante, ya que se acorta el tiempo en que algo pueda hacer”.
Tengo estas palabras presentes ahora que recibo a un nuevo año en el que cumpliré 70 y una vez más me haré el propósito, como Johnson, de madrugar más, resistirme a los pensamientos dolorosos y escribir un diario. También me haré el propósito de comprobar mi correo electrónico con menos compulsión, y medirme la tensión arterial más a menudo. De reducir la cantidad de sodio en mi dieta. De ser un amigo más fiel, y un padre y esposo más atento. De escuchar más de lo que hablo.
Con el paso de los años, Johnson hizo algunos reajustes a su rutina, sobre todo en lo que respectaba a su hora de levantarse por las mañanas: un reto permanente para alguien propenso a la abulia, la depresión crónica y a trasnochar. “Llevo toda la vida levantándome al mediodía, y, sin embargo, les digo a todos los jóvenes, y se lo digo con gran sinceridad, que el que no madrugue podrá jamás hacer nada bien”, le dijo en una cena a la anfitriona.
Aquellos jóvenes (y también las mujeres jóvenes, a muchas de las cuales ayudó a publicar sus obras) debieron de reírse entre ellos de todo lo que su mentor, que acostumbraba a acostarse tarde, había logrado hacer a pesar de su propio consejo.
Habrían citado sus elegantes ensayos en The Rambler, su innovadora edición de las obras de Shakespeare y su monumental diccionario de la lengua inglesa, del cual es probable que sobrevivan algunos vestigios en cualquier diccionario que se consulte hoy. Es habitual que en las clases de literatura inglesa se hable de la segunda mitad del siglo XVIII como “la época de Johnson”. A sus coetáneos no les habría sorprendido.
Para Johnson, sin embargo, la cuestión crítica no era si había logrado grandes cosas, sino más bien si las había logrado de forma proporcional a sus talentos y su limitado tiempo. Era hiperconsciente de la mortalidad —en su reloj había grabado el versículo “Cuando llega la noche, nadie puede trabajar”—, y estaba dolorosamente frustrado por su aparente incapacidad de cumplir siquiera la más fácil de las promesas que se había hecho a sí mismo. Como casi cualquier persona que conozco, le parecía que debía lograr más cosas aún.
Después de tantos intentos fallidos, ¿para qué molestarse? ¿Hay alguien que al enfrentarse a otro año más, a otro cumpleaños más, no se haya hecho la misma pregunta? Johnson se la planteó en 1775, cuando tenía 65 años:
“Cuando, al volver la vista atrás, a los propósitos de mejora y enmienda que, año tras año, me he hecho y he incumplido, ya fuese por descuido, por olvido, por una vil pereza, por interrupciones fortuitas o por alguna indisposición patológica, y descubro tantos años de mi vida perdidos sin provecho, y que en retrospectiva solo puedo ver algún día que otro debida y vigorosamente utilizado, ¿por qué aun así debería volver a proponérmelo? Lo intento porque la reforma es necesaria, y la desesperanza, un crimen. Lo intento con la humilde esperanza de que Dios me ayude”.
El otro propósito
Entre tantos lamentos, es fácil pasar por alto el propósito que Johnson sí cumplió, aunque nunca lo puso por escrito, que yo sepa: el propósito de seguir haciéndose propósitos. Quizá se pueda ver como un ejercicio de perseverancia por parte de Johnson, pero yo prefiero verlo como un acto de caridad hacia sí mismo. Si Johnson es famoso por algo aparte de por sus logros literarios y sus agudos aforismos, es por su espíritu caritativo.
Albergó bajo su techo a una mezcla variopinta de personas dependientes y necesitadas. A los niños indigentes que dormían en las calles de Londres, les guardaba una moneda en la mano. Sus limosnas eran tan famosas que apenas podía salir de casa sin que lo abordaran los mendigos. ¿De qué servía eso?, le preguntó una amiga una vez. “Así pueden seguir mendigando”, dijo él.
La determinación de Johnson de seguir proponiéndose metas, a pesar de sus fracasos, explica sin duda todo lo que logró hacer. No es difícil encontrar paralelismos en la vida de otras grandes figuras, y también en la nuestra. El suyo era el consabido caso del que da dos pasos adelante y uno atrás: un progreso vacilante, pero progreso, a fin de cuentas. ¿Cuándo no es el progreso, incluso el revolucionario, dispar e incremental? Y ¿cuándo no es la desesperanza, sobre todo ante la pobreza general y la flagrante injusticia social, un lujo inadmisible?
La lucha personal de Johnson no solo merece ser recordada a la hora de hacernos propósitos personales para ser mejores, sino también al reflexionar sobre esos propósitos colectivos, que se incumplen una y otra vez, o que en algunos casos aún están por hacerse, de atajar males como la destrucción medioambiental y el racismo sistémico. El propio Johnson nos instó a lo segundo con su célebre pregunta a raíz de la Revolución de las Trece Colonias: “¿Cómo es que oímos los más fuertes gañidos pidiendo libertad entre los negreros?”. Conservador en muchos aspectos, tory declarado y contrario a los whigs, supuestamente más progresistas, detestaba el colonialismo, y una vez escandalizó “a grandes varones en Oxford” al proponer un brindis “por la próxima insurrección de los negros en las Indias Occidentales”.
Johnson, aparte de sus propósitos de enmienda y sus brindis incendiarios, también componía solemnes y conmovedoras oraciones. De hecho, casi todas sus resoluciones se acompañaban de al menos una oración compuesta por él. Una de las frases que suele aparecer, escrita de diversas formas, en sus oraciones —más o menos con la misma frecuencia que su propósito de “levantarse pronto”— es: “Dios… que me ha permitido empezar otro año”. Seamos religiosos o no, la mayoría sabemos cómo es esa embriagadora sensación de gracia y posibilidad implícita cuando se menciona “otro año”. He llegado hasta aquí. Todavía no estoy muerto. Aún tengo una oportunidad, aunque solo sea para cuidar de aquellos para los cuales “otro año” significa otro ciclo de desgracias. Al parecer, Johnson no perdió nunca de vista esa oportunidad. La veía por todas partes a su alrededor, dormida en las cenizas, derrumbada en el fango, y la aprovechaba con compasión. Este Año Nuevo sería mucho más feliz si todos nos propusiésemos hacer lo mismo.
Por Garret Keizer
El autor escribió el poemario The World Pushes Back y el libro de memorias Getting Schooled, y es editor colaborador de Harper’s Magazine y Virginia Quarterly Review.
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