Nicola Costantino y su ansiado encuentro con la artista plástica que más la deslumbró
En Nueva York, la artista rosarina tuvo un insólito intercambio con la mayor exponente del body art, la inefable Louise Bourgeois
Nicola Costantino experimentó muchos momentos sublimes confrontada a obras ajenas, pero ninguna poética, ninguna producción escultórica la sacudió tanto como la de aquella mujer: la psiquis torturada, los traumas infantiles a flor de piel; el sello de una obra escrutadora, sutil y fatalmente perturbadora.
Si existe el "paroxismo estético" Costantino lo conoció a través de Louise Bourgeois, capaz de convertir su arte en un acto catártico y de transformar el cuerpo arqueado y cercenado de una mujer (Arco de la Histeria) en un ícono escultórico de lectura psicoanalítica y gran belleza plástica.
La obra de la artista franco-americana, influenciada primero por el surrealismo y célebre por haber expresado el deseo sexual inconsciente y representado la anatomía humana de forma personalísima, producía en Nicola algo similar a la idolatría. La devoción de un feligrés frente a la imagen de su santo.
Había un motivo nada secreto para tanta veneración: una identificación obvia con el repertorio plástico de Bourgeois. El cuerpo, en ambas, como excusa y enjundia de su expresión.
Corría el año 2000 y una muestra descollaría en el Soho neoyorquino: Human Furriery (Peletería Humana) proyectaba la obra de la artista rosarina desde la galería de Jeffrey Deitch hasta las páginas de The New York Times. Con textura híperrealista, tetillas masculinas sobre piel humana tapizaban todo tipo de atuendos de mujer. La galería de arte había asumido la identidad de una boutique trendy del Soho.
Preparar aquel gran estreno obligó a Nicola a pasar muchos meses en Nueva York. Y un día, sin siquiera sospecharlo, la suerte irrumpió. El ex curador del MoMa, Paulo Herkenhoff, le contó a Nicola que estaba trabajando con Bourgeois y que los domingos recibía a artistas jóvenes en su casa de Chelsea. Allí se había radicado tras la II Guerra Mundial y, generosa, ofrendaba su feedback a los recomendados.
"Solo tengo que pasar tu nombre. Vos debés reconfirmar y ella te recibirá a las 2 PM", instruyó Herkenhoff. Enseguida, alertó: "No le gusta que le lleven fotos sino obras originales, en pequeño formato".
Invierno en Chelsea
Era una tarde gélida pero soleada y Nicola, con la emoción desbordada, llegó puntual a la dirección indicada: 347 West 20th Street, en Chelsea, la histórica casa-taller de Bourgeois, de estilo victoriano, construida en 1850. Atenta, no libró detalle al azar. Como sería recibida por esa artista legendaria y admirada —una anciana de casi 90 años, activa y lúcida—, se detuvo en el deli Dean & Deluca. Pagó una pequeña fortuna por una docena surtida de muffins.
Con una sonrisa dibujada, en la puerta vio que no estaba sola. Un grupo heterogéneo de personas hacía cola frente a la casona para el mismo encuentro. Nicola tomó su lugar y esperó. Al rato, una mujer de pelo corto, gesto adusto, formas masculinas y fisonomía de policía carcelaria les permitió el ingreso.
Un largo pasillo de paredes amarillentas. Viejos afiches de exposiciones de Bourgeois. Fotos en blanco y negro y un aroma apenas perceptible a humedad. Todo componía un fresco bohemio y algo más. En realidad, el taller donde la "abeja reina del arte" había urdido gran parte de sus proezas nunca podía ser deprimente sino un ámbito fascinante.
En silencio, con el índice rígido señalando sillas vacías, enfrentadas a un escritorio junto a otra silla de madera, la asistente de Bourgeois les indicó su lugar de espera, y, en ese mismo acto, desapareció. Fueron minutos llenos de expectativa. Luego, varios cuartos de hora que se convirtieron en un confinamiento de dos horas. En aquella habitación, de cuatro metros por cuatro, de techos altos y pisos de pinotea, Bourgeois se hacía más que desear.
Nadie les informaba a los (desconcertados) invitados qué les depararía el segundo acto. Nicola, de pronto, escuchó un murmullo en la cocina. Por el metal ríspido, ese vozarrón era de la "carcelera". Con sigilo, se acercó y le extendió la bandeja de muffins. "¿Pero quién te autorizó a salir de la habitación? –la increpó a los gritos–. Volvé ya mismo a tu lugar".
Sunday, bloody, sunday
Desencajada, la argentina acató hasta que aquella anciana idolatrada, con el rostro ajado y manchado, apareció en la habitación. Bourgeois tenía 88 años. La acompañaba un hombre muy mayor. Era su abogado y tenía más o menos su edad. Sin saludar ni mirar a la platea, ambos se acomodaron e intercambiaron un diálogo bien personal.
"Durante 40 minutos hablaron de la hija de ella, de papeles y de cosas que debían hacer –recuerda Nicola–. La escena era surrealista. Todos hacíamos silencio. Pero ninguno entendía el por qué del gesto perverso de que alguien te invite a su casa para luego ignorarte por completo."
La asistente acercó los muffins. Uno por uno, Louise los pellizcó. Probaba las miguitas de la superficie y enseguida pasaba al siguiente. "¿Quién trajo esto?", inquirió. Nicola levantó la mano y tímidamente dijo: "Yo". Daba lo mismo. Bougeois bajó la vista y luego, en tono marcial, preguntó: "¿Quién trajo algo para mostrarme?".
Tras presentarse uno a uno, los invitados acercaron sus trabajos. Una mirada superficial, una o dos preguntas proferidas con desinterés, y de los labios de la anciana, impasible, se escuchaba: "Next" (siguiente). De pronto, una de las invitadas sacó una cámara y fotografió a Bourgeois.
El escándalo estalló: "¡Borrá eso ya mismo!", bramó. La mujer pidió disculpas y la anciana reverenciada se serenó. Cuando llegó su turno, Nicola colocó sobre el escritorio su obra: un corset de la serie Human Furriery.
Unidos por el espanto
La textura híperrealista reproducía la piel humana plagada de tetillas masculinas. No llegó a explicarle de qué se trataba, cuando ella cerró los ojos, se tapó con ambas manos la cara y tronaron gritos de horror: "Ah, ah, ah…¿Qué es esto?... ¿Pero qué me trajiste?", se desgañitó.
—Es silicona, como goma, ¿entiende?… En mi obra trato de….... —no alcanzó a decir Nicola.
—Sacá eso. Llevate eso. ¡Fuera de mi vista! —vociferó Bourgeois.
—Déjeme explicarle… —insistió ella.
—¡Callate. Basta. No hables más! —le ordenó furioso el abogado—. ¿No ves que la ponés nerviosa?
Era una escena digna de Hitchcock. Los gritos estentóreos retumbaban como bombas; los mohínes eran de espanto.
Nicola agarró su obra y huyó. Ya en la calle, se desahogó. El llanto fue intenso. Liberador. La descarga de una congoja profunda. Vagó por el barrio. Debía elaborar lo que le acababa de suceder.
El arte y sus formas volvían como un boomerang para Bourgeois, la artista disruptiva que escandalizó —y provocó reflexión— con piezas como Fillette (1968): el pene cercenado, colgado de un gancho, en señal de castración, unido a la redondez de testículos como senos de mujer. La zona erógena indistinta, "unisex". Aun más explícita que la tersura de la piel femenina con pezones viriles, en la pieza de Nicola.
"Ella nunca fue una mujer fácil —pensó la rosarina—. No hay caso: hay que separar la obra del artista. Y está todo bien. Si esa locura es el precio de su genialidad plástica, bienvenida sea toda su chifladura."
"A pesar de todo —dice ahora Nicola a LA NACION—, de aquella virulencia y de la ilusión hecha trizas, continúo adorando la obra de esa vieja loca y maldita."