Natalia Oreiro: los fulgores de una gran actriz
El director del Bafici destaca las condiciones de la estrella y repasa su maduración en los sets, nunca del todo reconocida, hasta llegar a Gilda, un trabajo memorable y consagratorio
No hay, no hubo sorpresa. Hay, hubo, contundencia. La contundencia de lo innegable, de lo rotundo, de lo visible. Así, con creces, con demasía, es como Natalia Oreiro debe imponerse cada vez que actúa en una película de alto perfil. Porque Gilda es una de esas películas que convocan la atención. El combo de historia real del mito popular de muerte temprana, la tragedia del accidente, el ascenso, la producción grande con una directora como Lorena Muñoz, que venía del cine independiente y del documental -por más ficcionado que fuese-, el protagónico de la estrella, que es estrella aproximadamente desde que murió Gilda, y es de las multifacéticas. Una estrella a la que me conecto cuando puedo, cuando la conexión pasa por los consumos, placeres o trabajos que me interesan. No me crucé nunca con Oreiro en televisión, porque no veo televisión. Sí me crucé con la extravagancia del pop animado de "Tu veneno", una canción que explotó, y sobre todo en Rusia, con una potencia indudable. Una Natalia Oreiro en modo Gatúbela, de movimientos zigzagueantes y físicamente asertiva, incluso -o sobre todo- en el decir. Cuando ocurrió Un argentino en Nueva York, en esa época en la que el cine argentino podía predecir mucho mejor la cantidad de gente que iba a conseguir con ese tipo de productos de fórmula, ella era la joven estrella que saltaba de la televisión al cine, y confirmaba que la fotogenia y el carisma se mantenían en la pantalla grande. Pero la joven uruguaya era tal vez en exceso refulgente, en exceso bella, en exceso estrella para ser tomada en serio como actriz. Y tuvo que demostrar una cantidad de veces inusual su valía, su versatilidad: en Cleopatra, de Eduardo Mignona; en Las vidas posibles, de Sandra Gugliotta; en La peli , de Gustavo Postiglione, tanteos de diversos tamaños de cine, suma de experiencias.
Pero serían las tres películas siguientes las que mostrarían el alcance del efecto Oreiro. O, mejor dicho, los brillos diversos de los que era y es capaz Oreiro. Porque muy pocas actrices latinoamericanas de treinta y pocos pudieron, a fines de la década pasada, ostentar un trío de protagónicos como estos: Francia , de Israel Adrián Caetano; Música en espera, de Hernán Goldfrid, y Miss Tacuarembó, de Martín Sastre.
La osada Francia: familia, niñez, pareja, sueños, educación, libertad, la igualdad, el peronismo, la fraternidad y otros tembladerales. Y Oreiro demostraba que podía hacerse opaca en su dolor, en su sufrir, y brillar en tozudez, determinación y empeño. Y Lautaro Delgado, en un papel dificilísimo, interactuaba con ella de formas dinámicas, como volvió a ocurrir en Gilda.
La película de Caetano, un lanzado, un osado, otro uruguayo, se animaba a poemas sobreimpresos y artificios diversos, en mezcla muy productiva con un realismo a priori incombinable. La película se jugaba en lo irrenunciable de los sueños, del director y de los personajes. Y algo similar ocurría con Miss Tacuarembó, el mejor ejemplo rioplatense de homenaje almodovariano, una película de fantasías, sueños e intentos de salpicar de realidad cada situación ("Tenés pascualina en un diente", "Ay, no te puedo creer"), esa capacidad plena de Oreiro para el glamour terrenal, un oxímoron que en ella es encantamiento a la vez utópico y posible, como cuando baila y canta en ese departamento nada agraciado de la primera prueba en Gilda.
Música en espera es una de esas películas que se plantan, aguerridas, en una posición desafiante, con el talante de suponer, para pararse de esa manera, que la tradición de la comedia romántica en la Argentina nunca se cortó, que estuvo siempre, en una línea de continuidad con Esposa último modelo, de Carlos Schlieper. En esa mentira, en ese disfraz, en esa pose útil y loable sobre el género, Oreiro también supo pararse con prestancia.
El trío que conforman Mi primera boda, de Ariel Winograd; Infancia clandestina, de Benjamín Ávila, y Wakolda, de Lucía Puenzo, fueron la posterior confirmación de lo ya probado, esas películas de una carrera en marcha, de alguien que ya había demostrado su valía y asumía desafíos diversos, pero no el gran desafío.
Y así volvemos a Gilda, que sólo podríamos llamarla actuación consagratoria si pensáramos que Oreiro tenía todavía que demostrar algo: cantar, bailar, sufrir, triunfar, cantar y bailar mejor, sonreír e iluminar, todo eso lo había hecho. ¿Su trabajo había sido reconocido en su justa medida? A juzgar por su fama y su continuidad en el cine, quizá sí. A juzgar por los comentarios escuchados al dialogar sobre Gilda, esos que hablan de los méritos de la película y agregan, como con cierta resignación, incluso con algo de fastidio por los prejuicios derrotados, que "la que está bien es la Oreiro", probablemente, no. Como si ese estar bien fuera una novedad, como si la capacidad para ser actriz cinematográfica de Oreiro fuera de hoy, de hace unos meses.
Ha pasado muchas veces en la historia del cine: las actrices de belleza rutilante no han sido reconocidas con facilidad. Para más datos, la Oreiro sigue cantando, y sigue siendo una estrella pop en países muy lejanos. Y si en Gilda refulge no es a pesar de todo eso, es por todo eso, por la suma de todo lo que sabe, y es y aprendió y -sobre todo- practicó.
Su actuación en Gilda es digna de la industria de Hollywood: proviene de la idea de que la práctica hace la perfección. Pero no es una actividad industrial mecánica y a repetición: esa práctica del movimiento de los pasos y el entrenamiento vocal serían poco -o nada- sin la calidez emocional de que es capaz Natalia al recibir, agradecida, el aplauso y el reconocimiento de la multitud cuando Gilda vive en ella, en su actuación, a la que llamar memorable es ser meramente descriptivo.
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