Narrar la muerte de un hijo
Leila Guerriero LA NACION
Es una tarde de septiembre. El hombre camina decidido, sonriente. Avanza entre los escritorios de la redacción de un diario, apoya algunos papeles sobre una mesa, se sienta y dice que acaba de escribir un libro raro.
–Una cosa rara.
Una cosa, dice, en la que se mezclan un viaje por Grecia, otro por Israel, unas cuantas reflexiones sobre la muerte y, como quien expone una idea con la que ha logrado antes llamar la atención, cuenta la historia de Abraham, aquel que, a pedido de su Señor, ofreció a su hijo Isaac en sacrificio, y cuya mano fue detenida un segundo antes de descargar el puñal.
–Pero –dice el hombre– no sirve de nada, porque Isaac ya ha visto el brazo de su padre levantando el puñal, dispuesto a matarlo.
El hombre sonríe, después se va. Al día siguiente, en el teléfono, dice que cree que aquí, en su país, lo conocen más como articulista de La Nacion que como escritor.
–Pero venga mañana a casa, así hablamos de mi nueva novela.
Cada vez que Abel Posse –argentino, diplomático, escritor– habla de su nuevo libro, Cuando muere el hijo. Una crónica real, editado por Emecé, lo llama así: su nueva novela. El currículum de Abel Posse empieza por donde empiezan todos: citando día y lugar de nacimiento. Córdoba, Argentina, 7 de enero de 1934. Continúa detallando profesiones: abogado por la UBA, doctorado en la Universidad de la Sorbona, ingresado en el Servicio exterior en 1965. Luego, sus destinos diplomáticos: Moscú, Lima, Venecia, París, Israel, las embajadas de Checoslovaquia, Perú, Dinamarca, París y España. Al término de esas enumeraciones laborales dice: "Casado con Sabine Wiebke Langenheim. Hijo, Iván, fallecido". Inmediatamente después, el currículum pasa a enumerar las condecoraciones, los doctorados, las órdenes del mérito.
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Ella, al principio, se preocupó. Porque cómo él iba a hacer eso, a escribir algo tan privado. Después de todos estos años, además, en los que los dos se habían habituado a decir: "Un hijo. Sí. Un accidente". No lo que sucedió, sino otra cosa. Un accidente: una construcción civilizada.
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Coronando el escritorio de Abel Posse -en el departamento que siempre fue su pied à terre, pero que, desde que regresó al país en 2004 después de jubilarse como embajador, se transformó en su casa- hay un cuadro en el que una mujer sostiene un libro abierto. El libro es La pasión según Eva , y lo firma Abel Posse. El estudio está rodeado por una biblioteca que va de piso a techo, y que arrastró por los 15 países en los que vivió durante los 35 años que permaneció en el exterior como diplomático argentino bajo gobiernos diversos, que incluyeron la dictadura militar.
-Mi primer destino fue Moscú, recién casado con Sabine. En Moscú nació mi hijo. Y nunca dejé de escribir, como vocación y como centro de mi vida.
-En Moscú nació...
-Iván. Nació en 1967. Para mí no había destino más exótico que Moscú. Fue el último comunismo duro, de imperio...
Hablará de sus primeras publicaciones en el diario El Mundo , de su amistad con Nalé Roxlo, de la decadencia de la literatura argentina y universal, de la decadencia política argentina y universal y volverá, después, a Moscú, a 1967, al año en que nació Iván.
-Para mí había dos patrias. Los libros y el hijo.
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Desde 1966 y hasta 1969, Abel Posse y su familia permanecieron en Moscú. Después de un paso breve por Lima, la familia desembarcó en Venecia, donde él se dedicó a ser cónsul y a escribir Daimon y Los perros del paraíso , galardonada con el Premio Rómulo Gallegos. En 1981 fue trasladado a París, donde vivió en el 25 de la calle Saint Louis à l Ílle. Allí fue donde, el 9 de enero de 1983, Iván buscó el Colt calibre 38 de su padre, regresó a su cuarto, se sentó frente a su escritorio y se pegó un tiro.
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En algunos estantes de la biblioteca de Abel Posse hay papeles con frases escritas a mano: de Rilke -"Adelántate a la despedida"- y suyas: "De alguna manera he vivido la muerte de mi hijo más que su vida. Más su ausencia que su vida".
-Esa frase no la puse en la novela.
Novela, dice.
-Nadie sabía cómo había sido la muerte de Iván. Mi madre, mis amigos no saben. Mi hermana supo que se había suicidado, pero no los detalles. Nunca dijimos: "Se mató, y dejó una carta, y yo junté la sangre y la tiré en el piletón de la cocina.
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El 9 de enero de 1983 era domingo y Abel Posse, su mujer y un amigo partieron al mercado de las pulgas mientras Iván dormía. Compraron un bastón que Posse quería regalarle al editor Carlos Barral que estaba imprimiendo Los perros del paraíso en Barcelona. Ya de regreso, llamaron a Iván desde las escaleras, pero no hubo respuesta. Posse subió a ver qué sucedía."Subí hacia su cuarto en la planta alta. Iván estaba como reposando, en su sillón ante el escritorio (...), la cabeza echada hacia atrás como si estuviese dormido. El brazo izquierdo doblado sobre el pecho. El derecho, lacio, abandonado a lo largo del lateral del sillón. El meñique de la mano laxa concentraba el lento goteo de la última sangre que bajaba desde el cuello y se agregaba al gran charco escarlata."
En una mesa hay varios libros. Uno, de Abel Posse: vertical entre objetos relucientes. En las paredes hay fotos de escritores y filósofos: el mismo Posse, Borges, Heidegger, Sabato.
-Era cosa juzgada que yo no iba a escribir nunca sobre la muerte de Iván. Carmen Balcells, mi agente, que por cierto yo fui el primer autor argentino que tuvo Carmen, me dijo en aquel momento: "Vas a tener que escribir sobre esto". Y yo le dije que no. Pero este año estaba escribiendo una novela sobre los 70, donde estoy yo como protagonista, y llegué al momento de la muerte de Iván. Y me di cuenta de que algo gravísimo me frenaba la novela. Así que en cuatro o cinco meses escribí esto. Y tuve un éxito enorme.
-¿Exito?
-A los lectores profesionales y a Carmen misma les gustó mucho. Porque no hay literatura. Es una narración honestísima.
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"(...) deslicé la pala de plástico y empujé la vida todavía fresca de Iván con el escobillón de mano. Así fui descargando pala tras pala en el balde de la limpieza de todos los días (...) Levanté el balde desde el borde para removerlo, como se puede hacer con una copa de cristal con un vino noble, e involuntariamente me mojé el índice y el anular. (...) Seguí un impulso extremo y me llevé los dedos a la boca. Sentí el leve gusto salado de la sangre. Aquello era un beso a lo último vivo, lo más centralmente vivo de mi hijo", escribe Posse.
-Mire, acá le preparé unas fotos.
Iván, un niño rubio de dientes separados, en Arabia. Iván, vestido de gaucho en el carnaval de Venecia.
-Y ésa es de cuando fui a presentar Los p erros del paraíso en París, en 1986. Ese es Sabato, en nuestra casa en París. Y ése soy yo en la casa de Heidegger. Y ahí con Borges, en la casa de Venecia. Eso es cuando gané el premio Rómulo Gallegos, con el presidente de Venezuela..
En el libro se pregunta: "Cómo no supe acompañarte? ¿Cómo no supe compartir tu depresión evidente? (...) Ceguera y comodidad (...). Esa indiferencia defensiva en la que los escritores se van transformando en seres despreciables".
-Lo desatendí. Lo único que hacíamos juntos era ir a jugar al tenis una vez por semana. No advertí nada de todas las cosas terribles que él vivía.
Porque si el libro comienza con el tiro de Iván, y sigue con Posse abriendo la heladera y encontrando la hilera de cinco yogures que el hijo ya no tomará; leyendo la esquela de despedida ("Muero satisfecho. Con el recuerdo de una madre que me quiso como nadie en el mundo (le aconsejo que tenga otro hijo) y un padre que me quiso mucho e intentó corregirme de mis defectos. Adiós"), lo que sigue es el descubrimiento de que el hijo era un extraño. Alguien que había querido quemar su colegio, que había comprado un cuchillo para matar a un compañero inglés.
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Sabine sabía algunas cosas: que Iván tenía problemas de carácter. Que no era el niño dulce que había llegado a París desde Venecia. Que, ofendido por compañeros ingleses que se burlaban de él tras la Guerra de Malvinas, había comprado un cuchillo y planeado matar a uno de ellos. Que había intentado incendiar el colegio arrojando querosén por debajo de la puerta, sólo para descubrir, a la hora de encender el fuego, que el mechero se había quedado sin carga.
-Resultó ser una personalidad más fuerte que la mía. El hizo más que yo. Si hacer es hacer cualquier cosa, pero grande, para el bien o para el mal, fundar el colegio o quemarlo, él hizo más.
De a poco, en los días que siguieron a su muerte, Abel Posse y Sabine descubrieron cuadernos en los que Iván escribía cosas como "(...) tengo que escapar, tal vez a Perú, ahogarme en cocaína, enrolarme en Sendero Luminoso, morir a los treinta años dejando detrás de mí una vida intensa, brillante, contestataria y violenta que valga por mil vidas comunes". Minutos antes de morir escribió una carta en la que se quejaba de no haber encontrado coraje para arrojarse bajo el metro: "Es ya el 9 y todavía no pude dármela (...) Entonces cambié de idea y decidí matarme de un balazo en la cabeza".
-Dijo que tenía miedo de que entraran ladrones, que le mostrara dónde estaba mi revólver. Yo me negaba, pero me engañó y le mostré. Quiere decir que es casi demoníaco, ¿no? Engañar al padre. El día de mi cumpleaños es el 7 de enero, dos días antes de su suicidio. Y de regalo de cumpleaños me da una novela que se llama P 38 , que dice: "Para mi querido papá, no sé qué". P 38 es la pistola que usaban las Brigadas Rojas. Y yo tenía un Colt 38. El alma humana es terrible. Lo fascinante no es que sea mi hijo, el dolor mío, todo eso es real. Lo que es increíble es el alma humana. Yo creo que él salió de ese ambiente protegido de Venecia, y llegó a París, donde tomaba el tren de las siete de la mañana, y vio esa población desganada del tren, esa esclavitud del trabajo, el tedio. Supo leer con una precocidad grave el lenguaje de una sociedad decadente. Murió como un rebelde absoluto. Le daba lo mismo Stalin que Hitler. Cualquiera que mate gente le iba bien. Quería acabar con Occidente.
-Usted llevaba una vida muy burguesa.
-No me acusaba de eso, porque él no vio un burgués, vio un artista medio raro. Pero escuchó muchas cosas mías sobre la sociedad occidental. Yo soy muy nietszcheano, y ahí asumo toda la responsabilidad. Pero no me sentí culpable, sino ofendido. Si se mata un chico de la guerra, o un chico golpeado, uno puede pensar que hay culpa. En la sociedad, en los padres. Pero esto era la muerte de un príncipe. Uno se siente el hijo de su hijo, que encontró el coraje, la decisión, el sentido del fin, la independencia total. Mire estas fotos.
Las fotos: Posse vestido de sport en el cementerio parisiense de Père Lachaise, frente a la tumba de su hijo.
-La lápida la hizo Pablo Reinoso, que ahora está exponiendo en el Malba.
* * *
Si la primera parte del libro consiste en narrar la muerte del hijo, en el descubrimiento del hijo como extraño, en reflexiones épicas acerca del suicidio ("Mi amigo Cioran (...) anotó en su tractat sobre el tema que el suicidio puede ser más una tentación que un acto de voluntad. (...) Es llegar al nirvana por asalto, con violencia, dice Cioran"), la segunda parte consiste en el viaje que Posse y su mujer emprendieron hacia su próximo destino diplomático, Israel, y en cómo ese viaje los puso otra vez en el mundo de los vivos.
-Pasamos por Atenas. Hubo una frase de Anaximandro que nos sirvió mucho, que dice que todo lo que surge tiene que ser destruido. En Occidente no tenemos un pensamiento que integre la muerte como un hecho natural. De alguna manera mi libro es un libro de autoayuda para murientes y desolados. Porque si encontré apoyo fue en la poética y el pensamiento filosófico. La religión me dio poco. Pero soy una persona feliz. No llevo esto como una disminución, no soy un ser baldado por un episodio terrible.
-¿Y le sirvió para algo escribir este libro?
-No. No agregó mucho. No varié por haber escrito el libro. No hubo emoción al escribirlo porque son cosas que están tan integradas que cualquier pregunta que me haga sobre este tema no me la hace a mí, se la hace a esto que tengo metido dentro.
-¿No es ambiguo estar haciendo promoción de este libro?
-Sí. Mucha gente puede decir, legítimamente, cómo este tipo puede escribir esto, tan íntimo, en un libro que cuesta cuarenta y dos pesos.
-¿Y?
-Y, es legítimo para el que se lo pregunta. Yo no puedo hacer nada.
-Nunca tuvieron otro hijo.
-No. Una vez fuimos a ver a un médico para ver qué sugería él. Y nos tocó un idiota. El tipo era un norteamericano de estos que van con la revista de golf bajo el brazo. Dos sudacas, dos diplomáticos aburridos, habrá pensado. Y nos mira y nos dice: "Lo que vamos a hacer es un buen análisis de próstata". Ja. Como si nosotros fuéramos dos caballos anotándonos en una carrera de cuadreras.
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