Abre la puerta del centro cultural Moscú Nadia Bayanova. Despide a su alumna de acordeón y piano; está con una hora libre para conversar antes de que llegue una nena que estudia canto. Esta mujer de pelo largo y rubio, que mide 1,72 y luce una minifalda de jean y unas botas altas con tacos, no se parece a alguien que pasó los 50 años. Más bien esta concertista lleva la edad de los proyectos que emprende, de la música que compone, de su espíritu libre.
Sobre la mesa hay masas finas y la samovar, una tetera rusa, bien típica que se trajo cuando se vino a la Argentina con sus dos hijos, en 1999. No trajo mucho, pero se hizo lugar para este artefacto algo incómodo para trasladar, que triplica el tamaño de una tetera común.
-¿Qué se trajo?
-Hasta 20 kilos te podés traer. Cuando vos vivís y trabajás eso no es nada. Hay que dejar todo y llevar lo que vos sentís que es más importante para ti. Yo traje la biblia, porque creo mucho en Dios y siempre saco algo que me da fortaleza. Después, como mi predilecto compositor es Beethoven, traje libros de partituras. Y Las doce sillas, una novela clásica soviética de Ilf y Petrov. Después puse té, algo de ropa y nada más. No teníamos idea a dónde iba. Mis hijos me dijeron: ¿mamá, qué ropa ponemos? Todos shorts, porque allá siempre mucho calor, les dije. Y vinimos acá en mayo, llegamos el 11 y cada año festejo ese día. Cuando vinimos hacía frío y nosotros con shorts y sandalias. Yo les dije que Argentina es calor, bananas. Pero era imaginación mía.
-¿Había leído algo de la Argentina?
-No mucho, y lo que había visto era cuando pasaba algo en Jujuy, Salta, y muestran esta gente pobre. Entonces mi imaginación era que yo me voy a tercer mundo, me imaginaba que todos así. Y cuando llegamos, yo decía: ¡qué lindo todo! Esto me ha ayudado porque otros que imaginaron todo demasiado lindo, después bajón. Yo, en contrario: todo peor y después, ¡guau! Me encantó.
Cuenta que cuando llegaron no sabían adónde ir. Recién al mes, de casualidad, en la calle se encontraron con una amiga rusa de Nadia. Ella hablaba mejor que los recién llegados. Los ayudó a alquilar una casa y así empezaron en Vicente López. Era el barrio de su amiga, fue el de la familia de Nadia, que celebró la tranquilidad y la naturaleza del lugar. Si bien sus hijos partieron con los años, ella vive ahí desde entonces.
-¿Por qué se vinieron?
- Cuando nació mi hijo Denis Rusia tenía guerra con Afganistán y siempre Rusia tiene guerras. Y matan a muchísimos de nuestros chicos. Yo estaba embarazada y ya dije: a mi hijo lo llevo a cualquier parte del mundo, mi hijo no lo doy a nadie. Y, por eso, con esta idea ya fui trabajando. Hijo crecía y yo estaba allá bien, tenía nombre conocido, siempre flores, linda ropa. Era concertista. El ya casi llegaba al servicio militar. Por esto me dije: ¿por qué no te vas a Argentina?
En esa época en Rusia se hablaba de la Argentina como un lugar lejano al que se podía migrar sin problemas y con facilidades para conseguir la ciudadanía.
Fue empezar de cero. Por eso ella dice que además de profesora de música es "maestra de la vida", porque sabe lo que es estar muy arriba y muy abajo. Pasó por todo.
"Yo con todos mis títulos, una estrella vendiendo café por calle cuando vinimos. ¿Culpa de quién? Nadie. Necesitaba olvidar quién era. Acá yo era nadie. ¡Qué duro!", dice. Pero no se detiene en la queja. Sigue su relato, sale de allí, como lo hizo siempre en su vida. "Vendía en centro, calle florida, por carrito. Había un hombre que daba carrito. Con mi hija de 15 años fuimos". Cuenta que ella vendía café con la única ropa que se había traído, que eran "vestidos de escenario", porque no se imaginó que tendría que hacer eso por las calles de Buenos Aires. "No tenía plata para comprar ropa más informal. Cultura rusa, caminás por calle, 20 centímetros de tacos. Toda mi ropa es así normalmente. Cuando yo salgo acá y veo que todos están mirando, yo no entiendo qué hablan. Teníamos ganas de hablar con alguien para entender, pero el primer tiempo nada. Después compramos televisor para escuchar y repetir. Y mis hijos con la escuela y profesor particular aprendieron".
Sus hijos trabajaron y estudiaron desde el principio. "Ellos aprobaron equivalencias y sin saber nada de idioma en medio año aprobaron siete exámenes. Yo les decía: chicos debemos trabajar y estudiar. Yo tenía que ser fuerte y decir así. Denis trabajaba en estación de servicio, a la noche estudiaba. A veces me decía: difícil para mí. Ustedes pueden, así decía. Ahora difícil, pero debemos pasarlo. Y lo pasamos".
Las vivencias de Nadia fluyen en un idioma que la limita para expresarse. Pero ella no se detiene y aun en su modesto castellano es verborrágica. Nunca se traba para buscar la mejor conjugación de un verbo o el artículo que no se le presenta delante de algunas palabras. A veces, para compensar esa falta, abandona el diálogo y recurre a la música. En medio de la conversación se levanta y va al piano para ejemplificar lo que cuenta; en otro momento alza el acordeón, lo sienta en sus piernas y lo pone a cantar su melancolía de inmigrante.
"Yo no lloro nunca, no lo hice para que mis hijos no me vieran mal. Pero cuando toco piano puedo llorar y sacar todo lo que siento, como si fuera una terapia", dice. Sus composiciones reflejan su espiritualidad, sus sueños, su extranjería. "Yo compongo mucho, y los temas más íntimos son en ruso, porque solo podés explicar esto muy fuerte en tu idioma", dice. "Música puede cambiar tu vida, sacar lo que tenés adentro, limpiar".
De joven ella empezó a sentir que esto era así para su vida. Recuerda con picardía que siempre que se mudó dentro de Rusia, que fueron muchas veces, para ella lo más importante era el lugar del piano. "Acá piano. Después pensaba todo lo demás". Se ríe. "Primero piano, es mi vida".
Recuerda que una de las primeras cosas que hizo en la Argentina fue entrar a una iglesia en Vicente López y tocar el piano. Era la primera vez que estaba lejos del suyo –que había malvendido, como todo lo demás, para poder viajar. "Cuando me escucharon me pidieron que tocara ahí y en otras iglesias. También me pidieron que diera clases, pero al no saber idioma era imposible para mí", dice. Tuvo que reconocerlo y empezar a pensar en otro modo de supervivencia, por el momento alejado de la música. "Un día una señora del barrio me dijo: ¿Por qué no ponés peluquería? Pensó que como era artista me iba a ir bien. No sabía nada, pero empecé a aprender. Iba creando y me fue bien. Venía gente hasta las doce de la noche. Ahí empecé a aprender idioma también", dice. Llegó a tener tres peluquerías: fueron el medio de vida y la puerta para acceder a la intimidad del modo de ser argentino. "Peluquera conocer gente, más cultura, más costumbres. Por algo Dios hizo que estoy aquí".
Entonces sí se sintió preparada para volver a lo suyo, la música. "Después de esa etapa empezaron mucho a pedir por dar clases y entonces empecé con el instituto de arte Moscú, que ya tiene 10 años", dice. Empezó a funcionar en otro lugar y éste, que alquila desde hace nueve meses para su centro de arte, es su sueño cumplido: un espacio de tres pisos en Vicente López, muy cerca de la estación de tren. Un piano de cola reina en la sala de concierto, hay espacio para clases de música, acordeón, piano y canto que dicta Nadia, pero también, para clases de tango y pintura, que enseñan profesores que ella convoca. Tiene alumnos de entre 4 y 82 años. Los fines de semana suele organizar conciertos o encuentros temáticos de distintos países.
Nadia está tan habituada a la Argentina que la vez que le tocó viajar por trabajo a Rusia no veía la hora de volverse. "Estoy tan acostumbrada con cultura argentina, extrañaba mucho. Acá siempre tenemos cena, conciertos en las noches", dice. Y compara, con algo de humor: "Allá última hora a las ocho, con yogurt, manzana y se acabó. Acá, es tarde a la noche, entre amigos, y alguien dice: ¿qué pedimos? ¿helado? Son cosas pequeñas pero que te unen y valoro mucho".
Nadia se sienta al piano. Dice que con dos notas se puede crear una bella melodía. Luego esas dos notas se combinan con otras. Parece simple cuando ella lo hace. Toca a dos manos y su improvisación suena como una pieza clásica de tonos más melancólicos. "En todo está el amor, sin amor nada", dice. También agrega que la música cambia la vida. Antes de despedirse pide que esto esté, que es lo que más quiere transmitir. "La música te cambia la vida".
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