Murió Héctor Bianciotti, el autor que aprendió a soñar en francés
Desde la década del 60 residía en Francia, donde la Academia lo declaró un "inmortal"
El escritor Héctor Bianciotti falleció el lunes en París, víctima de una prolongada enfermedad. Había nacido en 1930 en la provincia de Córdoba y a mediados de los años 50 se trasladó a Europa. Vivió en diversos países hasta que, en 1961, recaló en Francia. Empezó a publicar en español para más tarde adoptar el idioma de su país de residencia. La calidad de su prosa llevó a que fuera elegido en 1996 uno de los "inmortales" de la Academia Francesa.
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La verdadera patria de un autor, suele sostenerse, es su lengua materna, como si, más allá de las marcas inestables de una biografía nómada, en todo individuo siempre quedara un sedimento, una célula dormida del pasado, que configurara de manera fatal lo que se escribe. Héctor Bianciotti fue la contradicción más deliberada de esa regla. Casi podría decirse que para él el idioma de un escritor era el que se elige por vocación. El mismo ponía entre paréntesis la idea de lengua materna: hijo de inmigrantes piamonteses que se comunicaban en dialecto, se había criado en condiciones de relativo aislamiento en el campo y, ya en su paso por el seminario religioso, gracias a la lectura de Paul Valéry, había identificado como sinónimos idioma francés y cultura.
Bianciotti dejó la Argentina en 1955, tras los pasos de otro escritor, Juan Rodolfo Wilcock, que lo invitó a sumarse al cruce marítimo que se aprestaba a realizar a Italia en pocos días. "Sólo sabía una cosa -dijo Bianciotti en 1999, en una entrevista con LA NACION-: que podía morirme en el intento, pero que no iba a volver." Fueron, como recordó más de una vez, años difíciles. A Wilcock (otro tránsfuga lingüístico, que dejó su memorable sello en la literatura italiana) lo perdió de vista para siempre en un sórdido barrio romano y sólo volvería a intercambiar correspondencia con él décadas después, cuando recomendó la traducción al francés de los libros de su ex compañero de travesía.
Vivió entre Italia y España hasta que, en 1961, le llegó la oportunidad de instalarse en París. Allí comenzó a colaborar en La Quinzaine Littéraire, la publicación del eterno Maurice Nadeau. Esos artículos le abrirían más tarde las puertas de Le Nouvel Observateur, donde fue un influyente crítico, y del diario Le Monde, al mismo tiempo que desarrollaba una prolífica carrera como lector en el mundo editorial.
Otros escritores argentinos establecidos en Francia (Julio Cortázar, Juan José Saer, Arnaldo Calveyra) forjaron a la distancia un original vínculo con el español; Bianciotti optó por un dominio minucioso del francés, idioma en el que soñaba y que lo llevaría a convertirse en el primer argentino en formar parte de la Academia Francesa (1996). Otro argentino que escribía en francés, Copi, es fuente de inspiración de buena parte de la producción argentina de los últimos años; los libros de Bianciotti, en cambio, y pese a que su vertiente autobiográfica pueda vincularse con la reciente "literatura del yo" argentina, apenas parecen haber afectado la literatura rioplatense.
Su narrativa puede dividirse en dos partes. En primer lugar, las novelas y relatos escritos en español. A Bianciotti no le resultó simple encontrar editor para esos libros de prosa densa, trabajada, de reminiscencias proustianas, que no se ajustaban a los promocionados atributos del boom latinoamericano. Los desiertos dorados se publicó en 1967 (en Tusquets, editorial a la que sería fiel hasta el final). Le siguieron Detrás del rostro que nos mira (1969), Ritual (1972) y La busca del jardín (1977). En El amor no es amado (1983), una colección de relatos, se produjo un quiebre: el último cuento fue escrito directamente en francés. Encontró que se sentía mucho más a sus anchas en su lengua de adopción, que en ella podía ser, como declaró alguna vez, más simple en la complejidad. A partir de entonces sus libros fueron compuestos en ese idioma. El primero fue Sin la misericordia de Cristo (1985). Lo que la noche le cuenta al día (1992) y El paso tan lento del amor (1995) forman parte de un proyecto narrativo que denominó "autoficción", en que la delgada línea que separa los hechos biográficos y los ficticios se vuelve indiscernible. Esos volúmenes le significaron, en Francia, la consagración crítica.
Sin embargo, y a pesar de su asimilación definitiva a otra literatura, Bianciotti seguía volviendo, quizás a su pesar, a los orígenes. El ejemplo más evidente es Como la huella del pájaro en el aire (1999), donde se esconde uno de los mejores retratos del último Borges. Bianciotti, insobornable admirador del autor de El Aleph , fue uno de los que lo acompañaron en los últimos días: "Borges -escribe- murió muy lentamente y en silencio, como un reloj de arena que se vacía. Era el 14 de junio, un sábado. Mi reloj marcaba las siete y cuarenta y siete. Nunca le confesé que escribía. Está bien así".