Murió Diego Maradona: un genio del fútbol que se enfrentó, una y otra vez, consigo mismo
Hay chicos que lo lloran aunque nunca lo han visto jugar. Hay hombres y mujeres que, aun desentendidos de las pasiones del fútbol, están embargados por la emoción, la tristeza o el impacto de uno de esos hechos que dejan huella en la sensibilidad de un país. La explicación es obvia: Diego Maradona trascendió las fronteras del deporte para integrar –quizá- el olimpo de los mitos. Idolatrado o cuestionado, admirado o condenado, tejió una extraña simbiosis con la idiosincrasia nacional. Por eso, más allá de esta hora emocional, más allá –inclusive- de la figura del deportista, del hombre y del mito, Maradona tal vez sea uno de los grandes temas de nuestro tiempo. Tal vez sea uno de esos temas que, despojado de simplificaciones y pasiones, vale la pena hablar con nuestros hijos. Porque a su nombre remiten muchas de las virtudes y defectos argentinos. Porque en Maradona puede haber una enseñanza, puede haber señales sobre los caminos que vale la pena recorrer y sobre aquellos que, con todo empeño, debemos desechar. Hablar de Maradona con nuestros hijos es, al fin y al cabo, hablar de nosotros mismos, de la Argentina que fuimos y de la que queremos ser, de nuestra relación con los ídolos, de los peligros del fanatismo, de la pasión y la razón, del talento y de la disciplina, de las reglas y de los excesos. Hablar de Maradona es, también, hablar de la complejidad del hombre y de la complejidad de las cosas, es hablar del mérito, de la superación, de la genialidad, y también de la autodestrucción, de los descontroles y de la debilidad humana.
Sin dogmatismos, sin poner todo en blanco o negro, sin caer en la peligrosa tentación de la exaltación patriotera, la historia de Maradona quizá nos ofrezca la oportunidad de un diálogo intergeneracional sobre virtudes y defectos individuales y colectivos. Para eso quizá nos debamos el esfuerzo de tomar perspectiva y de tratar de comprender, sin caer en la frecuente tentación argentina da pararnos en una u otra vereda.
Hablar de Maradona es, también, hablar de la complejidad del hombre y de la complejidad de las cosas, es hablar del mérito, de la superación, de la genialidad, y también de la autodestrucción, de los descontroles y de la debilidad humana
Maradona simboliza, por un lado, el enorme potencial de los talentos individuales. Fue un genio del fútbol, un jugador único y tal vez inigualable, aunque las comparaciones siempre nos resulten entretenidas. ¿Qué importa si fue más o menos que Pelé ? ¿A qué nos puede llevar la comparación con Messi ? Cada uno de ellos es único e irrepetible. Pero Maradona fue más que su talento dentro de la cancha. Con su audacia, su espíritu siempre transgresor, su picardía y su frecuente prepotencia, marcó un estilo. Le agregó desbordes de todo tipo, excesos que lo enfrentaron, una y otra vez, contra sí mismo. Mirándolo, podía sentirse admiración y pena. Supo ser inspirador pero también llegó a ser un mal ejemplo. Con la camiseta argentina, le dio una inmensa felicidad al país. Pero fuera de la cancha, jugó muchas veces al límite, sin medir consecuencias, sin asumir la responsabilidad del hombre público, mucho menos la del embajador deportivo. Se dejó arrastrar por sus impulsos, se sintió cómodo más allá de la mesura, la sobriedad y las normas, pasó de la picardía a la viveza. Mostró que el genio no es todo en la vida. También se necesita conducta.
Maradona simbolizó, de alguna forma, el gran sueño argentino. Había nacido en la miseria y llegó a la cima de la gloria. Por encima de su talento natural y de sus zonas más oscuras, quizá sea necesario reparar con mayor detenimiento en el esfuerzo que debió hacer en buena parte de su carrera. Nunca se alcanza la cima por un pase de magia. En la trayectoria de Maradona hubo –al menos en una etapa- esfuerzo, sacrificio y disciplina, valores que deben ser resaltados al hablar de su figura. También hubo carisma, liderazgo y espíritu de equipo: virtudes que marcan la diferencia en el deporte y en el arte, en la academia y en la calle, en la juventud y en la madurez.
Hablar de Maradona es hablar de estas ideas elementales: no hay talento que se pueda aprovechar y cultivar sin esfuerzo, sin método ni disciplina. No hay genio invulnerable ante los estragos del descontrol y el desenfreno. Su historia nos habla también del peligro de los entornos y del daño que pueden hacer los amigos del campeón. Maradona no quedó a salvo de los virus de la adulación y el ventajismo. Elegir a los compañeros de ruta es casi tan importante como aprender a jugar. Fue un agradecido a sus padres, pero no pudo evitar el sufrimiento y el desamparo de tantos hijos. A los golpes, tal vez haya mostrado que el amor también es un ejercicio que demanda disciplina, que no se ejerce sin normas ni valores. Fue generoso y mezquino, en las dosis siempre exageradas de los hombres excepcionales.
Con su audacia, su espíritu siempre transgresor, su picardía y su frecuente prepotencia, marcó un estilo.
Su historial de adicciones y de excesos contiene un mensaje que él mismo tuvo el coraje y la lucidez de transmitir. La droga lo devolvió a la miseria, no aquella de Villa Fiorito, sino una miseria aún peor: la del hombre que no puede consigo mismo. Hablar de Maradona es hablar, también, de este flagelo que devora a las sociedades y aniquila a millones de jóvenes, más allá de cuáles sean sus capacidades, sus oportunidades o sus trayectorias vitales.
Maradona se ganó para siempre un lugar en la historia del deporte y del país aquel día que convirtió el gol a los ingleses. Fue un gol cargado de simbolismo, de desahogo, de épica y de magia. Fue el gran triunfo de un país donde se festejan hasta las derrotas. Nos llevó, sin embargo, a esa peligrosa mezcla de nacionalismo y deporte y a exaltar aquella genialidad en la cancha como una suerte de venganza nacional. Puede sonar ingenuo, entonces, pero tal vez su mejor legado no esté en "la mano de Dios", sino en aquellas gambetas que mejoraron a todos los equipos que integró. No hay mejor talento que el que potencia a los demás y fortalece al conjunto. De esto también nos habla la genialidad de Maradona.
La camiseta argentina es un privilegio, un orgullo, pero también una obligación fuera y dentro de la cancha. Tal vez por eso muchos lamentamos aquellas provocaciones maradonianas que dividían a la sociedad, exaltaban ciertos sectarismos y reivindicaban dictaduras. Pero hablar de Maradona quizá sea útil, también, para reflexionar sobre el lugar que les damos a nuestros ídolos. Tal vez sirva, incluso, para alguna autocrítica que siempre debemos asumir los periodistas. Los genios del arte o del deporte tienen, por supuesto, una obligación con la sociedad que los consagra, pero no debemos confundirlos con líderes morales ni faros orientadores. Sería deseable que, además de ídolos, se conviertan en ejemplos. Pero no son muchos los casos en los que una y otra cosa van de la mano. Por eso nuestra propia experiencia con Maradona quizá nos ayude también a combatir la tentación del fanatismo, otro virus que contamina con frecuencia a nuestras sociedades. Nos enseña, al fin y al cabo, que las vidas y las pasiones humanas son demasiado intrincadas y complejas como para ceder a la tentación del juicio fácil, el eslogan y la simplificación.
Su historia nos habla también del peligro de los entornos y del daño que pueden hacer los amigos del campeón. Maradona no quedó a salvo de los virus de la adulación y el ventajismo.
Hoy la Argentina llora a un ídolo que transitó por las etapas más luminosas, pero también por los túneles más oscuros. Llora a un deportista único y genial, que unió al país en instantes de alegría compartida. Llora, por supuesto, a una leyenda que, como aquella de Gardel, ya integra el patrimonio intangible del país. Pero llora también a un hombre de carne y hueso que, como todos, tuvo grandezas y miserias, exacerbadas por la dimensión de su gloria. De su historia de luces y de sombras, quizá todos podamos aprender un poco.
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