La situación local contrasta con lo que ocurre en los Estados Unidos, donde por primera vez en medio siglo, quienes mueren en el hogar ya superan a los que lo hacen en hospitales
Hace exactamente 10 años, el corazón de Sandro dejaba de palpitar en un hospital de Mendoza tras un doble trasplante y cinco operaciones más en el curso de 45 días. Nueve meses antes, fallecía Raúl Alfonsín de cáncer de pulmón, aunque en su departamento, "tranquilo, dormido, rodeado por sus familiares y en paz", según su médico.
Del mismo modo que Sandro y Alfonsín, tres de cada cuatro argentinos fallecen por una enfermedad crónica con desenlace previsible. Pero aunque los estudios sugieren que la mayoría preferiría morir en su propia casa, como el expresidente, las últimas Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud de la Nación confirman que solo el 22,2 por ciento de las casi 350.000 defunciones de 2017 tuvieron lugar en el domicilio, mientras que el 69 por ciento ocurrió en hospitales. La tendencia a la muerte institucionalizada parece profundizarse: en 2006, la proporción respectiva era de 24 y 61 por ciento. Para expertos en bioética y medicina paliativa, esta brecha entre los deseos declarados de los pacientes y la realidad refleja un sistema enfocado más a asistir la enfermedad que a acompañar al enfermo y su familia.
"Si uno hace una encuesta sobre qué significa un buen morir, sería sin grandes molestias, con sufrimiento tolerable, acompañado y en paz. Y para muchos pacientes, no hay mejor lugar para concretarlo que la propia casa", asegura Gustavo De Simone, director de la Maestría en Cuidados Paliativos de la Universidad del Salvador y de la asociación Pallium Latinoamérica. "Si uno recibe una atención competente y personalizada, se puede cumplir esa voluntad y garantizar un proceso de final de vida acorde con la dignidad de las personas".
El dato local cobra realce cuando se contrasta con la situación de Estados Unidos, donde, por primera vez en medio siglo, las muertes por causas naturales en el domicilio ya superan a las que ocurren entre las paredes de un hospital: 30,8 vs. 29,7% en 2017, una diferencia estrecha, pero que los investigadores creen que se va a ir ampliando.
En el mundo, la situación es dispar. Mientras en Japón y en Brasil solo el 15% y el 19% de los decesos son en la casa, respectivamente, en Chile la proporción supera el 45%, aunque allí también podrían influir dificultades de acceso a la atención médica. El oncólogo Ernesto Gil Deza sostiene en su libro Del cáncer y sus demonios. Un mapa de la esperanza (Autoría Editorial, 2018) que parte de la deshumanización de la sociedad radica en haber excluido a la muerte de las casas y las familias para recluirla en hospitales, y dentro de ellos, en salas de terapia intensiva. "Haber medicalizado la muerte -dice Gil Deza- ha permitido diseminar uno de los memes más nocivos de nuestra época: la muerte cotidiana solo es violenta (accidental o delictual) o médica."
Pros y contras
En contrapartida, el hogar se percibe como un espacio que otorga confort, intimidad y seguridad al enfermo, describe la doctora en ciencias sociales Natalia Luxardo, investigadora del Conicet en el Instituto Gino Germani y autora del libro Morir en casa. El cuidado en el hogar en el final de la vida (Biblos, 2011).
"Pero no necesariamente morir en el domicilio es la mejor opción", advierte Luxardo. Y propone considerar factores como el impacto laboral, y el desgaste físico y emocional de los cuidadores (sobre todo, en períodos prolongados); los cambios de preferencia en el curso de una enfermedad; y el hecho de que hay pacientes que no quieren sentirse una "carga". Por otra parte, la escalada de complicaciones de los últimos días a veces torna inevitable la internación.
A Josefina Herrera (64) le detectaron un cáncer de ovario avanzado en julio de 2017 y falleció en su departamento de Congreso a mediados de noviembre del mismo año. "Mi mamá quería estar en su casa, me lo decía siempre. En el hospital la hubieran tratado como alguien que ocupa una cama y que se está yendo", asegura la economista Julia Longo, que cuidó a Josefina junto con su papá, Francisco. Ambos recibieron contención, preparación para atender los síntomas y, cuando requerían, asistencia a domicilio por un equipo de cuidados paliativos. En la última semana, cuando el cuadro se agravó, el médico o la enfermera fueron "todos los días". Pero Julia también reconoce: "Mi papá me decía que él mucho más no iba a poder aguantar".
Otra barrera es que, muchas veces, los deseos de las personas respecto de dónde prefieren fallecer no son verbalizados con tiempo suficiente, dice la abogada Susana Ciruzzi, integrante de la comisión directiva de la Asociación Argentina de Medicina y Cuidados Paliativos. "Es como si hubiera temor de convocar a la muerte por hablar de ella", afirma. En cualquier caso, Ciruzzi enfatiza que para ayudar a satisfacer la voluntad de los enfermos el Estado y los sistemas de salud deben reasignar recursos para fortalecer la provisión de cuidados paliativos en todas las edades (incluso desde el diagnóstico), facilitar el acceso a analgésicos opioides y disponer de equipos preparados. El movimiento de comunidades y ciudades compasivas también procura involucrar a vecinos y amigos en el cuidado de los enfermos, para que toda la responsabilidad no recaiga solo en un puñado de hijos, padres o cónyuges.
En primera persona: respetar la voluntad del paciente
Elena García (80) odiaba los hospitales. En la Semana Santa pasada le detectaron un cáncer incurable. Durante los días que pasó internada en el Instituto Lanari, la jubilada bancaria decidió escaparse en silla de ruedas con su hija, Patricia Pérez Millán, profesora de Educación Física, y pasearon por el barrio. "Ahí fue feliz", recuerda Patricia. Los últimos meses, Elena los pasó en su casa de Villa Ortúzar, rodeada del amor y los cuidados de Patricia, su hermano Patricio, otro hijo que regresó desde España (Wenceslao) y su nieta Lucía, estudiante de Veterinaria, de 19 años.
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