Una naranja pelada y cortada en gajos. Ese era el único e inesperado manjar que me permitía el coronavirus.
Los paquetes envueltos en nylon adhesivo con el almuerzo y la cena, o con el desayuno y la merienda, quedaban así como los traían, sobre la mesita que estaba a unos metros de mi cama. Tenía el estómago completamente cerrado. De sólo mirarlo, el alimento me generaba repulsión, a pesar de que una nutricionista se había comunicado conmigo para preguntarme si tenía alguna preferencia especial.
Esta es una de las sensaciones que más recordaré del peor momento de los 11 días que estuve internada por Covid en el sanatorio La Trinidad, de Palermo. Llegué el viernes 3 de julio a eso de las cuatro de la tarde, después de recibir diagnóstico de Covid y de pasar cinco días con una fiebre que no cedía. La doctora Lorena Rivas López, de OSDE, que me estaba controlando en forma telefónica, decidió que convenía hacerme una tomografía para verificar el estado de mis pulmones.
"¿Voy y vuelvo a casa?", recuerdo que le pregunté. Iba decidida a eso, pero apenas bajé de la ambulancia me encontré con una persona enfundada en el equipo de protección personal correspondiente. "Viene a internarse", me dijo. "No, no, no, solo a hacerme un estudio", insistí. Pero él no tenía dudas: o me internaban o me mandaban a un hotel.
No había llevado más que el cargador del celular y un grueso volumen de El gen, de Siddhartha Mukherjee, cuyo final había demorado desde hacía tiempo y que alcancé a tomar antes de salir. Me ingresaron a una habitación sin ventanas en la planta baja, mientras esperaba. Había una cama, pero preferí sentarme en la silla del costado.
Los minutos pasaban sin noticias, así que decidí pedir ayuda. Llamé al doctor Claudio Yaryour, que estaba al tanto de mi caso. Le insistí en que respiraba bien y, de nuevo, que no quería internarme. Entre otras cosas, me preocupaba haber dejado a la familia sin datos específicos y sin haber previsto una situación como ésta: la tradición indica que soy la que nunca se enferma.
Misterio
Le expliqué que prácticamente no había salido desde el 10 de marzo, ya que por decisión unánime había quedado excluida de hacer las compras. En las ultimas semanas solo había salido para arrancar el auto y no quedarme sin batería. Aunque lo pensaba una y otra vez, no encontraba una respuesta satisfactoria. El contagio estaba lejos de mis previsiones. ¿Se habrá contagiado mi marido, que sí salía a hacer las compras? Puede ser, pero nunca tuvo síntomas. "Veamos cómo sale la tomografía", me contestó Yaryour.
La imagen mostró una neumonía viral por Covid y me aconsejaron la internación para controlarme mejor. Ante la evidencia, avisé que debería quedarme, pero confié en que, como me habían indicado que si pasaba dos días sin fiebre podrían darme de alta, eso sucedería a la brevedad. Como dije: yo era la que nunca se enfermaba.
La primera semana de Covid había sido relativamente leve: fiebre de entre 37,5° y 38°, pero solo un día de dolor de garganta. Incluso me las había arreglado para enviar una nota ya comprometida. Pero después, si bien seguía las noticias diarias, mi ritmo de trabajo bajó considerablemente. La fiebre se presentaba puntual todos los días y tenía una sensación de cansancio difícil de administrar.
En cuanto me indicaron que me internarían, todo sucedió con rapidez. Una enfermera me sacó sangre y me instaló una vía para administrar medicación endovenosa. Me iniciaron un programa de antibióticos y esa primera noche, mientras comenzaba a conocer la vida entre los protocolos del Covid, me dije que el tratamiento haría efecto a la brevedad y que podría volver a casa y a mis tareas cotidianas.
Fiebre persistente
Pero poco a poco constaté que la mejoría no sería tan veloz y que empezaban a aparecer los síntomas más notorios. La fiebre persistía durante todo el día, salvo bajo los efectos de un antifebril, y si me llegaba a 38°, demoraba mucho en bajar. Recuerdo un día en que me desperté casi a medianoche con los síntomas característicos, y debí esperar dos horas para que la temperatura descendiera una décima. Venía acompañada de un frío intenso y dolor de estómago. Me encontré con que no podía comer, ni ingerir bebidas. Nada. Apenas un sorbito para la medicación, y las naranjas.
La vida en un área Covid es desgastante para los pacientes y para el equipo de salud. Las enfermeras y médicos no pueden ingresar espontáneamente a las habitaciones, ya que deben enfundarse en el equipo de protección personal que incluye visera, gafas, doble barbijo, doble par de guantes de látex, camisolín y envoltura para los zapatos. Si surge algo inesperado fuera de los controles previstos a lo largo del día, la instrucción es dar aviso y esperar el llamado por teléfono. El resto del personal ingresa lo menos posible, y siempre con el paciente cubierto con barbijo.
Cada día esperaba que fuera el último con fiebre, para iniciar la recuperación. Pero mis deseos no parecían cumplirse. La temperatura volvía a subir y, con ella, los síntomas que la acompañaban. Y a pesar de que me resistía a aceptar que no estaba mejorando, poco a poco mi ánimo se fue resintiendo. Me sentía cada vez más débil. Creí desfallecer al caminar fuera de la cama. Y, por primera vez en mi vida, después de haber escrito tanto sobre obesidad, escuché que alguien decía por teléfono que me enviarían un suplemento dietario para reforzar mi ingesta calórica. Llegó un momento en que sentí que carecía de la fuerza para levantarme de la cama ni siquiera para buscar el antifebril que tanto ansiaba.
Luego de cinco días de ir desmejorando lentamente, el equipo médico que controlaba de cerca mi evolución decidió hacer una nueva tomografía para ver la imagen de mis pulmones. En lugar de disminuir, la inflamación había aumentado. Esto, sumado a mis otros parámetros clínicos, los llevó a indicarme el traslado a la unidad de terapia intensiva para un mejor control. Conociendo las estadísticas, la noticia no me tranquilizó, pero me indicaron que iniciarían un tratamiento con corticosteroides (antiinflamatorios) y, eventualmente, me prepararían para administrarme plasma.
Terapia intensiva
Ese día transcurrió en un sopor. Una kinesióloga me visitó y me indicó que tratara de mantenerme boca abajo o, por lo menos, de costado, rotando la posición de mi cuerpo cada dos horas. Me dispuse a cumplir con las indicaciones y, de hecho, me sentí más cómoda para respirar, dejé pasar otra cena, y solo pensé en dormir. Cuando vinieron a buscarme, alrededor de las once y media de la noche, estaba bañada en sudor. Tenía la esperanza de que la fiebre hubiera empezado a ceder.
Mientras me conectaban a varios sensores que medirían constantemente mi presión sanguínea, mi oxigenación y mi ritmo cardíaco, me alegré de observar que mi habitación tenía una ventana con las cortinas levantadas y, del otro costado, otra que comunicaba con el pasillo por el que circulaban médicos, enfermeros y el llamado "personal de hotelería". Alejada de todo contacto familiar, ese ajetreo me produjo una extraña nostalgia de la "normalidad". Es increíble lo estimulante que puede ser advertir el ir y venir de las personas después de varios días de aislamiento casi absoluto.
Cada mañana llegaban del laboratorio, me extraían sangre y me tomaban una placa de tórax para verificar cómo seguía. ¡Y por fin empecé a mejorar! Ya sin fiebre, poco a poco empecé a poder ingerir alimentos. Aunque despertaba con mucha tos, y me costaba mantenerme fuera de la cama, con el correr de las horas iba sintiéndome más fuerte. Empecé a leer y a contestar mensajes de Whatsapp y en Twitter. Decenas, cientos, que agradeceré por siempre. Aunque la inflamación persistía, tras algo más de dos días sin fiebre y ya alimentándome bien, me regresaron a una habitación común.
Fueron horas en las que mis fuerzas volvieron. Dormí una última noche en el sanatorio, la mejor, y me desperté con menos tos, una buena señal que anticipó lo que llegaría: una llamada del médico avisándome que tenía buenas noticias y que me darían el alta. Según indicó la médica de planta, ahora deberé retomar mi vida normal con ciertas precauciones. Es probable que algunos rastros de la neumonía persistan hasta un mes.
Volver a casa
El regreso a casa no fue tan fácil como había imaginado: estar parada me marea, me siento débil y me agito cuando intento encarar las tareas de la casa. Tampoco recuperé por completo el apetito. Por otro lado, si bien todo indica que al pasar por la infección quedé inmunizada, no se sabe por cuánto tiempo: ¿un mes, tres, un año? Es una pregunta, entre las tantas que plantea este nuevo virus, que todavía permanece sin respuesta. Hasta no hacerme un test serológico, que también se hará mi marido, tampoco sabré si mis anticuerpos son neutralizantes del virus.
Mientras me llevaban hacia la entrada del sanatorio para enviarme a casa, no podía dejar de admirar el cielo azul intenso que hace tantos días me estaba vedado. Yo era de los que pensaban: "A mí no me va a tocar". Sin embargo, incluso observando las recomendaciones, me tocó. Transité por un cuadro moderado y puedo contarlo, pero como no se sabe quiénes deberán enfrentar el trance más grave, la situación más delicada, solo nos queda tomar este virus en serio. Es tan contagioso, que bastan quince minutos a cierta distancia y sin protección para transmitirlo.
Cuidémonos por nosotros, pero también por los demás. Incluso en los casos exitosos, pasar por la experiencia de enfrentar al nuevo coronavirus es un precio que seguramente nadie está contento de pagar.
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