Monos carayá: el santuario cordobés donde viven 160 primates
Casi sin apoyo, Alejandra Juárez fundó una reserva que rehabilita ejemplares de esta especie recuperados del tráfico ilegal
LA CUMBRE.- Es un paraje aislado, enclavado sobre 360 hectáreas serranas a 1409 m , con manchones boscosos, colonizados por los aullidos de 12 tropillas organizadas de monos carayá. Desde las copas de los árboles, 160 primates defienden cual centinelas su nuevo territorio. Presumen sacando la lengua, despliegan acrobacias sujetos por sus colas, que soportan siete veces su peso, y utilizan su papada como caja de resonancia para aullar. Es un sonido estentóreo, audible a varios kilómetros, para delimitar territorios y alertar a sus congéneres de que no podrán traspasar.
Esa romería alucinante en la mudez serrana es un "grito compasivo", un sonido exótico, implantado por la cruzada de una mujer: en soledad, Alejandra Juárez (de 53 años) rehabilita y refugia a colonias de monos Alouatta carayá para que puedan volver a ser monos. En menor grado resguarda también a monos capuchinos, que fueron utilizados para experimentación biomédica. Sin apoyo, cubre la ausencia del Estado para dar respuesta a una problemática alarmante: el tráfico ilegal de fauna silvestre. Los carayá, oriundos del noroeste argentino y de la selva sudamericana, son el epítome de ese flagelo, al haberse convertido en los mamíferos más comercializados ilegalmente en la Argentina.
Por imposición, por falta de acción, Juárez, profesora de Historia, se convirtió en una suerte de Jane Goodall -la inglesa embajadora de los chimpancés en el mundo- vernácula e igual de combativa. Desde hace 20 años, en un campo cedido por un alemán en Tiú Mayú, a 11 km de La Cumbre, sostiene el Centro Argentino de Rescate, Rehabilitación y Conservación de Primates, una organización no gubernamental conocida entre conservacionistas como Proyecto Carayá.
La especie, que encarnan a los primates más corpulentos de América y a los más ruidosos del planeta, es además una de las principales víctimas del mascotismo. Arrancados del lomo de sus madres, huérfanos por la avaricia y una demanda incesante, soportan un destino trágico: más temprano que tarde sus dueños claudicarán y se librarán de ellos. O serán decomisados por los organismos de control, pero no habrá lugares donde acogerlos. De hecho, de los 160 primates del proyecto , 50 "indiviudos no humanos" (como los llama Juárez) nacieron en la reserva. El resto ha sido entregado voluntariamente por sus antiguos dueños (85%) y sólo un 15 % llegó por decomisos.
"No tuve otra opción que ocuparme de rehabilitarlos", cuenta Alejandra, "especializada" en primates desde que ingresó como voluntaria al zoo cordobés, 25 años atrás y congenió como pocas con el chimpancé Silvio, célebre en Córdoba. Mientras avanzaba en su tesis sobre la historia de ese zoológico, su amor por los animales la empujó a criar dos tigres de Bengala, a otras dos leonas y allí mismo entendió que alguien debía ocuparse de los carayá. "La gente los abandonaba en el zoo y, uno a uno, se morían. No soportaban el estrés, la depresión del encierro y la falta de contacto humano. Pero los monos no pueden vivir en los hogares. Con la madurez sexual, a partir de los tres años, se vuelven indómitos y peligrosos: son muy posesivos, asumen como compañeros «sexuales» a uno de sus dueños de su sexo opuesto y muerden o atacan a aquel que les dispute su atención", explica Juárez. Y ahí está Lula, ya trepada a la copa de los pinos y reeducada como mono. "Luego de vivir 10 años con un matrimonio en Villa Carlos Paz, fue llevada a la reserva porque veía como competencia a la señora de la casa", cuenta, mientras Briguitte, otra carayá de cuatro años, grafica ese comportamiento: se aferra con manos y cola enrollada a la cintura de Alejandra. Este verano ella misma elegirá, por afinidad, a su grupo de pertenencia y será liberada en el bosque. A César, de cuatro meses, le falta más tiempo aún: duerme todavía en su jaula al lado de un calentador eléctrico. Las liberaciones son extremadamente complejas. Voluntarios internacionales, como el londinense Jonjo Hurley (23), quien permanecerá aquí un mes, se alternan en las tareas diarias con Lourdes y Juan Pablo Heredia, profesor en Ciencias Biológicas, y encargado de la reserva. Los carayá aprenden primero a volver a ser arborícolas; luego, folívoros, es decir, a alimentarse de hojas tiernas de acacias, álamos y madreselvas. Pero para poder sobrevivir al frío serrano, recibirán una ración diaria de carbohidratos o alimento balanceado con vegetales y frutas. Y dependerán de recintos grupales, cimentados con madera en los árboles, para darse calor en las noches. "No he podido, es cierto, reinsertarlos en su hábitat natural. No logré llegar hasta ese último estadío añorado, pero he logrado que sobrevivan, se reproduzcan y vivan en libertad", concede Juárez.
La reserva, que en parte se financia con una entrada de $ 50 y por los voluntarios extranjeros como Hurley que se hospedan allí, acoge a especialistas que estudian a los aulladores, cuya población en el país se estima en unos 10.000 ejemplares. "Si bien no está en peligro de extinción, es una población vulnerable -apunta la bióloga Carola Milozzi-. En las últimas décadas se redujo en un 30% por la deforestación y la fragmentación de su hábitat. Su rol es clave en la regeneración ambiental con la dispersión y germinación de las semillas. Y dada su susceptibilidad a enfermedades como la fiebre amarilla, cumple también un rol de vigilancia epidemiológica", como sucedió en Misiones en 2008 cuando un brote diezmó las poblaciones.
Investigadora en Biología Evolutiva de la UBA, Milozzi comparó en su tesis doctoral el comportamiento de las tropas ex situ de aulladores con los observados en su ambiente. Su patrón de actividad es similar, dice, a los observados en las tropas de San Cosme, en Corrientes, lo cual "avalaría el proceso de reeducación para los que sobreviven y se adaptan a ambientes exóticos".
El primatólogo, especialista en ecología del cautivero, Aldo Guidice evalúa la tarea experimental de Juárez como "fascinante". "Claro que sin dinero -dice- no se pude tener un manejo óptimo como en una clínica, con área de cuarentena y laboratorios. Pero el carayá es un pedazo de bandera nacional y el proyecto prueba que ellos pueden rehabilitarse en condiciones ex situ. Siempre en santuarios, nunca en zoos: no toleran el cautiverio."
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