Mongolia: la melodía de guerreros sensibles
La tradición de un violín y un canto antiguo sugieren por qué la música folklórica nos sigue enamorando aun en tiempos de pop
En el año 1206, mientras los ingleses probaban el azúcar por primera vez, San Francisco de Asís renunciaba a los bienes de su padre y un ejército de cruzados daneses era derrotado en Estonia, un guerrero logró unificar bajo su mando a las tribus de mongoles dispersos en las estepas. Desde entonces, y en dos décadas, Genghis Khan expandió sus dominios hasta formar el imperio más vasto que la humanidad haya conocido. De esa historia majestuosa, que hoy parece mítica, hay algo que ha sobrevivido hasta nuestros días: la música con la que se han cantado las hazañas de ese guerrero. Que es ahora la música folklórica de la moderna Mongolia.
Historia secreta de los mongoles –la primera saga escrita por el pueblo de Genghis Khan, en el mismo siglo XIII– menciona “un gran ritual de ofrenda, acompañado de la melodía del moorin khuur”: refiere a un violín tradicional que hoy puede ser visto por cualquiera que viaje a ese país.
Ulaanbaatar –la capital– es una ciudad pequeña, que vive a la sombra de Moscú y, principalmente, de Pekín. Allí se encuentran la mitad de los mongoles. La otra está dispersa, y mantiene su antigua identidad nómada en una tierra árida y montañosa. En Ulaanbaatar hay algunos shopping-centers que se parecen a las galerías comerciales de la calle Cabildo y una arquitectura impar que permite la convivencia, en un mismo rincón, de edificios vidriados, construcciones barrocas y estatuas ecuestres de antiguos héroes.
Por lo demás, Frank Sinatra suena en la FM, el club de música en vivo más importante programa jazz, el último gran show de rock fue el de Scorpions de 2006, y el K-Pop y “Gangnam Style” (el súper-hit del coreano PSY) animan los karaokes, cada vez más frecuentes, donde la cerveza más pedida es la "Chinggis" (otra grafía de "Genghis").
Pero, en medio de todo esto, las melodías del moorin khuur vienen conquistando, desde hace 25 años, una nueva época de auge, y plantean una pregunta: ¿por qué la música folklórica nos sigue enamorando aun en tiempos de pop?
Hace mucho tiempo, en una casa sencilla de Bayanjargalan -un pueblo que por entonces no llegaba a los mil quinientos habitantes, y quizás ni siquiera a los mil-, un muchachote alto y robusto llamado Erdenebaatar tocaba su moorin khuur todos los días y cargaba de una bella melancolía a la inmensidad del suelo mongol.
Moorin: caballo. Khuur: instrumento de cuerdas. En inglés se lo llama horse-head fiddle (violín de cabeza de caballo) porque esa decoración en la que termina tiene la forma del animal que los mongoles veneran.
Erdenebaatar amaba a la música. Pero eran los años ochenta, y en aquella Mongolia no había demasiado por hacer: ni siquiera había discos para escuchar. La radio iniciaba su programación a las siete de la mañana y cuando culminaba a las once de la noche casi no había pasado melodías.
Para Erdenebaatar, el único modo de escuchar música era ir a los conciertos –nada frecuentes– y aprender algunas lecciones viendo la ejecución del moorin khuur. Luego volvía a casa e intentaba tocar lo mismo. De algún modo, era como una conversación entre músicos.
Sólo que él tenía una ventaja: su moorin khur era una obra maestra que le había sido legada por su padre, un arriero nómade llamado Gomborodj, que se había convertido en un músico famoso –hijo, a su vez, de Puntsag, otro arriero nómade también conocido por sus habilidades con el violín– y que acababa de morir.
No era muy frecuente, en ese país, vivir de la música.
Mongolia, que en la antigüedad se había expandido de pronto, no había podido aguantar la presión de los manchures y de los chinos en las centurias que siguieron a la muerte de Genghis Khan, y recién en el siglo XX había logrado liberarse de ellos. Pero para entonces su población había sido diezmada: de aquel gran imperio había quedado el país menos densamente poblado del mundo.
En 1924, Mongolia se convirtió en el segundo estado en autoproclamarse comunista, y la Unión Soviética le dio un apoyo económico que se tradujo en el desarrollo de Ulaanbaatar y en el envío al espacio de un astronauta mongol llamado Jügderdemidiin Gürragchaa. Pero a cambio, bajo la homogénea cultura del período stalinista, las tradiciones de los mongoles fueron suprimidas o limitadas; incluso la figura de Genghis Khan y la música.
Cuando el comunismo cayó, en 1990, el moorin khuur volvió a sonar. Lo que al principio se dio de modo espontáneo, adquirió en 2002 la forma de un decreto presidencial que impulsó la difusión del instrumento y su estudio en las escuelas: la identidad nacional necesitaba renacer y la música folklórica la potenció. De repente, Mongolia, ese país áspero y un poco vacío, estaba lleno de hombres virtuosos y sensibles que necesitaban expresarse a través de su moorin khuur.
“Luego de la muerte de mi padre, unos dos o tres años después, empecé a soñar con la música de un moorin khuur”, me dice ahora Erdenebaatar. Tiene 46 años y es un artista de la generación de la transición política.
“Era un sueño recurrente; a veces, se repetía cada noche: yo tocaba de un modo muy bello. Luego, cuando tenía 14 o 15 años, empecé a tomar clases de música con Dauga, un compañero de mi padre”, sigue. El apellido de Erdenebaatar es el nombre de su padre; el apellido de su padre fue el nombre de su abuelo. Esta es la norma entre los mongoles.
Vive en Zuunmod, una pequeña ciudad de casas dispersas y calles de tierra, a 50 kilómetros de la capital nacional, rodeada por montañas y arbustos. Él no es un arriero nómade que toca el moorin khur para alegrar el alma, como lo hicieron su padre y su abuelo, sino un músico profesional que se ha asentado.
Hablamos en el living de su casa, entre los juguetes de su nieta, comiendo un bizcochuelo. El televisor transmite lucha libre, el deporte nacional. Erdenebaatar se ha convertido en un hombre maduro que dedicó toda su vida a la música y que ahora ve cómo uno de sus hijos, Munknbayar, de 22 años, sigue los pasos de la dinastía familiar.
Como él, otros músicos han tomado el legado de los antiguos virtuosos y se han convertido en artistas pagos. Al violín se ha sumado el khoomei, un canto tradicional. En los últimos años, el khoomei y el moorin khur dieron espectáculos de exportación que llegaron a Europa (en la BBC) y a Estados Unidos (en una charla TED), y el Gran Teatro Mongol de Arte Nacional –situado en el centro de Ulaanbaatar– ofrece todos los días un show musical para turistas llamado "Wonders of Mongolian Arts".
Los violinistas de moorin khuur también cantan. La técnica del khoomei consiste en emitir simultáneamente dos voces: una aguda y otra grave, para entonar loas a los ancestros, las montañas, los guerreros, Genghis Khan, la naturaleza, la caza, la arquería, los caballos, las águilas.
El cantante Batzorig Vaanchig, que con su grupo Khusugtun llevó el khoomei a Europa, dice que el secreto es usar el abdomen para hacer presión sobre el aire cuando se lo exhala cantando. Khoomei, literalmente, significa "faringe". "Usamos la garganta y la boca para hacer sonidos especiales", explica en un camarín del Gran Teatro Mongol de Arte Nacional, antes de salir a realizar su número en el espectáculo "Wonders of Mongolian Arts".
Vaanching, que tiene la cara muy redonda y los ojos muy rasgados, y se describe a sí mismo como "el típico mongol", comenzó a cantar a los 15 años. "Es importante cuidar la garganta", dice. "Cuando empecé a cantar khoomei tomaba muchos recaudos. Ahora no tengo ninguna rutina especial, pero la garganta debe ser ejercitada todos los días siguiendo ciertos pasos, porque si no puede perder su capacidad".
De nuevo en Zuunmod. Para Erdenebaatar, el moorin khuur de su padre es ahora un objeto de culto y se ejecuta apenas una vez cada año. El caballo que lo remata tiene una expresión apasionada, la crin colorada y los ojos saltones. Ese animal es más que un mero ornamento: es un caballo a punto de cobrar vida.
Su padre lo compró en la década de 1940, pagándole a un artesano muy famoso, llamado Darfdomborog, un precio equivalente a dos meses de salario. Erdenebaatar lo exhibe ahora en su casa, colgado en la pared, orientado hacia el norte para ganar buena suerte. “Para nosotros, es como si fuera nuestro dios”, dice. “Todas las cosas buenas comienzan con la música y la melodía”.
En cada Año Nuevo Lunar, lo descuelga y lo hace sonar con una canción tradicional del pueblo khalkh -su etnia- que es una épica al caballo. Busca atraer buena suerte, renovar la energía de la casa y purificarlo todo. “Cuando la música suena hermosa, los demonios y los fantasmas escapan”, dice.
Un rato después de nuestra charla, Erdenebaatar me invita a escuchar su canto. Toma a sus dos nietos, de los que está al cuidado, y nos subimos en una camioneta en la que viajamos unos diez kilómetros alejándonos de Zuunmod. Atravesamos una zona de casas frágiles y un riacho, y nos internamos entre las montañas, adonde hay también algunos árboles aquí y allá.
Erdenebaatar luce sus ropas tradicionales: un hermoso traje naranja, con detalles plateados, y trae botas blancas y un sombrero. Elige una roca grande para sentarse. El moorin khuur que ha escogido no es el de su padre, pero es un bonito violín de madera oscura. Lo hace sonar. La tarde cae y aquí, en algún lugar en el mundo, la belleza potente que comienza a brotar de sus tensas cuerdas blancas encanta a la naturaleza y crea una imagen sin tiempo.
Y entonces Erdenebaatar canta, y en sus ojos, que son como dos hendijas por las que atraviesa la luz de su mirada, se ve a un hombre y a un clan. Todas las generaciones de mongoles -músicos y guerreros, conquistadores y vencidos, jinetes y nómades- son homenajeadas en su voz, que mientras hablaba era la de un hombre común y que ahora se ha convertido en la voz de una tierra bendecida por la historia y olvidada por el presente. Erdenebaatar canta y ya no es sólo él quien lo hace, sino también Gomborodj, Puntsag, Munknbayar, Dauga, Darfdomborog, Vaanchig, Gürragchaa, aun Genghis Khan. Todos los siglos de un pueblo se han acumulado en su canto.