La escritora canadiense dio detalles sobre su novela autobiográfica “Pequeñas desgracias sin importancia”, inspirada en su hermana Marjorie, que se suicidó en 2010
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“Ella quería morir y yo quería que viviera. Y éramos enemigas que se querían”.
Eso dice Yolandi sobre su hermana Elfrieda en All My Puny Sorrows (2014), un best-seller del que se hizo una película homónima y cuya versión en español, “Pequeñas desgracias sin importancia”, acaba de salir a la luz.
Es la novela más autobiográfica de la escritora canadiense Miriam Toews (Steinbach, 1964).
Tanto, que la autora de libros infantiles Yolandi, Yoli, es ella misma. Y la exitosa pianista clásica Elfrieda, Elf, es la versión literaria de su hermana Marjorie, quien se suicidó en 2010, poco después de que lo hiciera su padre, tras toda una vida sumida en una severa depresión.
Este libro es, pues, una oda al amor fraternal y un alegato a favor de la muerte asistida en clave tragicómica, con frases tan imperdibles como: Aprendí otra cosa en aquel funeral: que alguien se esté comiendo las cenizas de tu protagonista no significa que debas dejar de contar la historia.
Pero es también una ventana a las comunidades menonitas y el rol que ocupan en ellas las mujeres, como lo es, en esencia, toda la obra de Toews.
“En mi cabeza, todos mis personajes son siempre menonitas”, le dice a BBC Mundo la multipremiada autora, quien, a pesar de que dejó su iglesia y la comunidad a los 18, sigue subrayando que es menonita.
Conversamos con ella con motivo de su participación en el Hay Festival Querétaro.
—Con “Pequeñas desgracias sin importancia” conseguiste transformar un drama personal y familiar en una obra que está, a su vez, llena de alegría. ¿Te planteaste desde el principio que el humor fuera un elemento esencial de la historia?
—Absolutamente. Tenía a mi hermana en mente mientras la escribía y me decía a mí misma: “Será mejor que escriba un libro que la haría reír si estuviera aquí para leerlo”.
Ella lo hubiera odiado, pero es una especie de musa en muchos de mis libros.
Y el humor forma siempre parte de mi trabajo, aunque no es algo en lo que me esfuerce o busque intencionalmente. Simplemente está intrincadamente entrelazado con todo, con la vida.
La vida es divertida, absurda, ridícula, trágica, todas esas cosas, y no creo que pudiera escribir algo que no contuviera ningún elemento cómico.
—¿Es la novela un alegato a favor de la muerte asistida?
—No me gusta pensar en mis libros como argumentos sobre un tema polémico, pero efectivamente “Pequeñas desgracias sin importancia” se puede leer como eso, como un argumento a favor de la muerte asistida, a favor de esa opción personal.
Mi hermana nos pidió a mí y a otros que la lleváramos a Suiza (a someterse a un suicidio asistido con la organización Dignitas). Nos rogó que exploráramos opciones que no estaban disponibles en Canadá entonces.
Yo le dije, como Yoli a Elf en el libro: “No puedo hacer eso. Es una locura. No, no lo haré. No puedo”.
Ahora, en retrospectiva, no haberla ayudado a morir es de lo que más me arrepiento en mi vida. Me hubiera gustado haber sido capaz de hacerlo por ella.
Porque sabes que va a ocurrir, que la persona quiere morir, que está planeando quitarse la vida y que es inevitable. Lo sabes pero no lo quieres creer.
Se trata de aceptar que la otra persona lo está diciendo con buena intención y respetar esa decisión de morir rodeada de la gente querida, en paz y sin dolor, en comparación con la otra alternativa, que es común a la mayoría de los suicidios, y es una muerte violenta y solitaria.
Todo lo que puedo decir es que, en mi caso, hubiera querido que la muerte asistida estuviera disponible para mi hermana.
—¿Fue terapéutico escribir sobre ello? ¿Te ayudó en tu duelo, a lidiar con el dolor?
—Sí y no. Como para todo escritor, escribir me es necesario. Necesito escribir, dar forma a una narrativa para darle sentido a mi vida, mis experiencias, pensamientos.
Suelo empezar por preguntas que tengo, conflictos, y el proceso de escritura me ayuda, no necesariamente a encontrar respuestas, pero sí a acercarme a algún tipo de entendimiento.
Y también me permite remodelar, tomar todas esas cosas horribles y crear algo que es, aunque trágico, bello; algo esperanzador, artístico.
Poder hacer eso a partir de mis experiencias vitales es algo que me hace sentir mejor. Es terapéutico.
Es también un proceso doloroso. Pero la terapia, en general, lo es.
—Las hermanas y su relación son el núcleo de esta novela, dos hermanas que crecieron en una comunidad menonita. Tu obra, en general, está llena de protagonistas menonitas. ¿Por qué?
—Yo soy menonita. Nací y me crie en una comunidad menonita, en el primer asentamiento menonita de Canadá. Llegaron desde Rusia huyendo de la persecución durante la guerra bolchevique y la revolución.
(Se refiere a la guerra civil rusa, el conflicto armado que tuvo lugar de 1917 a 1923 en el territorio del disuelto Imperio ruso entre el nuevo gobierno bolchevique y su Ejército Rojo, en el poder desde la Revolución de Octubre de 1917, y los militares del ex ejército zarista, agrupados en el denominado Movimiento Blanco).
Mi hermana y yo fuimos de la primera generación de migrantes menonitas en dejar la comunidad para ir a la ciudad, la universidad, y que salieron de la iglesia.
Así es como crecí y esa es quien soy.
Incluso si mis personajes no son abierta y obviamente reconocibles como menonitas, lo son siempre en mi cabeza. Por alguna razón, mis personajes son menonitas.
—Con ello nos abres al resto la ventana a esas sociedades, para entender el rol de sus mujeres. Por ejemplo, escribes que el peor atributo de una mujer joven, en esas comunidades, es que sea “salvaje”. A Elfrieda el doctor le prescribió que tocara el piano para evitar que se volviera una niña salvaje. ¿Pero qué es lo que se considera salvaje en estas sociedades?
—¡Casi todo! (ríe).
No hace falta mucho para ser etiquetada así, y la palabra aplica exclusivamente a mujeres y en particular a adolescentes.
Si sales con un chico… o dos, Dios no lo quiera, si vas a una fiesta y fumas, o vas a bailar, o si bebes alcohol, todo eso se considera pecado y te pueden echar de la iglesia. Particularmente en las comunidades más conservadoras.
Pero hay muchas formas de ser menonita. Yo soy menonita secular. Me echaron de la iglesia o la dejé, cualquiera que ocurriera antes.
Mis padres no usaban esas palabras, ese tipo de lenguaje, no nos juzgaban en ese sentido, pero recuerdo de pequeña haber escuchado a los padres de alguna amiga decir: “Esa niña es salvaje”.
Era una forma de marginarlas, de borrarlas, de hacer que estuvieran muertas para ti. Eran demasiado salvajes para seguir el camino correcto trazado para las mujeres en estas comunidades.
—¿Y qué ocurre si la iglesia menonita te expulsa? ¿Tienes que dejar la comunidad e irte a la ciudad? ¿O puedes seguir viviendo allí?
No, no tienes que dejar la comunidad.
Aunque yo dejé de ir a la iglesia a los 15-16 años y a los 18, cuando terminé el instituto, me fui de la comunidad.
Después, en un momento dado, recibí una carta de los ancianos, los diáconos y el comité (el Comité Central Menonita) diciéndomelo de forma clara (que me habían expulsado de la iglesia).
Fue en cierto sentido algo discutible, porque yo ya me había ido.
Pero para aquellos miembros de la comunidad que tienen fe, que son practicantes, ser excomulgados es devastador.
—Volviendo al papel de las mujeres en estas comunidades, cuentas en el libro que la madre de Yoli y Elf, Lottie, trataba a veces de luchar por su marido, pero que como era mujer “la pasaban fácilmente por alto”. Una mujer en una comunidad menonita, ¿qué puede llegar a ser? ¿Qué opciones tiene?
—Es cierto, están muy limitadas.
El caso de mi madre es una anomalía. Ella viene de una familia con mucho peso y estatus en la comunidad. Y eso mismo la protegió en cierto sentido.
Se le permitieron cosas que a la mayoría de las mujeres no. Se le permitió hablar, ir a ciudad para asistir a la universidad, se graduó y tuvo una carrera, una profesión. Y eso era totalmente inusual.
Solo un puñado de mujeres de la comunidad han podido hacer esas cosas.
De la mayoría de mujeres menonitas se espera que se casen, tengan hijos, los críen, mantengan un bonito y ordenado hogar y que se sometan a su marido.
Es lo que (según ellos) dice la Biblia. Son comunidades fundamentalistas que hacen una interpretación fundamentalista de las escrituras.
Por eso, creen que las mujeres deben someterse a sus esposos, los hijos a sus padres.
—¿Las opciones son también limitadas para los hombres, sobre todo para aquellos que no terminan de encajar, como el padre de Elf y Yoli?
—No tan limitadas, pero sí.
A mi padre lo veían como raro, no porque hiciera cosas consideradas pecado, pero sí inusuales, como leer.
Era profesor, se había formado en la universidad, leía mucho y animaba a sus alumnos a que también lo hicieran, a escribieran, pensaran por ellos mismos.
Todo ello era considerado innecesario en la comunidad. Había escuelas porque así lo establecía la provincia, el gobierno, pero la gente sospechaba de cualquier tipo de educación.
Se consideraba más bien afeminado. La mayoría de los hombres tenían negocios o eran granjeros.
Era machismo combinado con religión.
—Hay un párrafo muy potente en “Pequeñas desgracias sin importancia”: En la cosmología menonita es así como funcionan las cosas: los hijos heredan la riqueza y se la pasan a sus hijos (…) y la hija recibe un ‘que te jodan’. Lo que sea, nosotras las descendientes del linaje de las niñas puede que no tengamos riqueza ni las ventanas adecuadas en nuestras ventosas casas, pero al menos tenemos rabia y construiremos imperios con ella. ¿A qué se refiere? ¿Qué rabia? ¿Qué imperio?
—Es una verdadera llamada a la protesta, ¿verdad? Hablo de imperios, mundos, solidaridad, poder, fuerza… todo construido a partir de esa rabia, la rabia femenina.
Se refiere a esa injusticia, a la desigualdad de que los hombres lo hereden todo y las mujeres nada, porque se supone que sus esposos se harán cargo.
Hablo de rabia, pero va más allá. Es la sensación de que, como no tenemos nada que perder, vamos a luchar, y lo vamos a hacer juntas.
Existe entre nosotras, las que hemos salido y somos francas, una suerte de solidaridad por las injusticias y la desigualdad que hemos visto.
Y si consigues aprovechar la rabia que eso nos produce, puede que logres sacar algo bueno de ella.
—Esa solidaridad de la que hablas, la sororidad, la retratas también en tus libros. En “Ellas hablan” (Women Talking), los personajes efectivamente conversan todo el rato, tienen esa complicidad. ¿Es algo común entre las mujeres en las comunidades menonitas? ¿Se puede considerar una suerte de rebelión silenciosa, un acto subversivo?
—Sí, absolutamente, pero hay grados en esa especie de humor subversivo que se comparte.
Por ejemplo, las mujeres de “Ellas hablan” pertenecen a una colonia muy conservadora, ortodoxa, cerrada, aislada y remota. Esa es una forma de cultura menonita.
Esas mujeres no tendrán los mismos tipos de conversación o actividades que yo o que las mujeres menonitas que han abandonado la iglesia y viven en ciudades de forma secular.
De cuando crecí en mi comunidad recuerdo que a las niñas nos mantenían separadas de los niños, a las mujeres de los hombres, y que siempre estaba rodeada de mi hermana, madre, abuelas, tías, primas y otras niñas de la comunidad.
Echo mucho de menos nuestros chistes. Era una suerte de rebelión suave, nada demasiado agresivo. Sabíamos qué línea no debíamos cruzar.
Estar juntas era excitante, y todo lo que hacíamos era hablar.
Pero para ciertos hombres no hay nada más terrorífico que un grupo de mujeres conversando.
—¿Existe resistencia, en el interior de las comunidades menonitas, hacia los líderes?
—Es una buena pregunta, porque toda la estructura está construida sobre esa idea de sumisión hacia los líderes religiosos que han sido santificados por Dios.
Así que diría que no, no hay mucha resistencia. Y si la hay, quien la pone termina abandonando la iglesia y la comunidad.
Mi madre fue terapeuta y trabajadora social en la comunidad y hablaba con mujeres atrapadas en relaciones abusivas, en las que había abuso sexual y violencia doméstica hacia ellas y sus hijas. Acudían a los líderes de la iglesia y lo que obtenían por respuesta era ‘no vamos a hablar de ello”.
Y nada más ocurría, nada cambiaba, no había protección para ellas ni asesoramiento disponible.
No se presentaban cargos, nada.
—De hecho, hubo un caso famoso de abuso hacia las mujeres en una comunidad menonita en Bolivia hace unos años. En algún momento has dicho que “Ellas hablan” fue tu “respuesta imaginada” a aquello.
—Sí, así fue. Entre 2005 y 2009 cientos de mujeres de una pequeña comunidad menonita llamada la Colonia Manitoba de Bolivia fueron atacadas por la noche, drogadas y violadas. Se despertaban sangrando y no sabían qué les había pasado.
En un momento dado se supo un grupo de hombres de la comunidad estaba usando un anestésico para animales para drogarlas — a veces a familias enteras — y violarlas.
Así que empezaron a hablar de ello. Y los ancianos de la comunidad les dijeron: “Están mintiendo. Es producto de la salvaje imaginación femenina. Es un castigo de Dios. Eso no está pasando…”.
Pero una de las mujeres acabó pillando a dos de los tipos y todo se empezó a desmoronar. Se llamó a la policía y fueron arrestados.
Como son comunidades que se vigilan a sí mismas, eso no hubiera sido posible sin la intervención masculina. No hubiera sido posible llamar a la policía, no habría arrestos, ni los llevarían a la ciudad para juzgarlos y meterlos a la cárcel.
Las mujeres están prisioneras en esas comunidades aisladas. No salen de la colonia, no hablan la lengua del país en el que están — en aquel caso el español—, son analfabetas…
Cuando leí acerca de aquella situación me horroricé, como todo el mundo, y quise escribir sobre ello.
Así que sí, la novela “Ellas hablan” es una respuesta imaginada a aquel crimen real.
—Ya me has dicho que te sigues considerando menonita, que eres una menonita secular. ¿Cuál es tu relación con la comunidad, en especial con los miembros más conservadores? ¿Y qué piensan ellos de tu trabajo?
—Lo que piensan en las colonias que son muy conservadoras, cerradas, no lo sé.
Pero a través de mujeres que tienen familiares en este tipo de colonias he sabido que hay mujeres que están huyendo de ellas, que dejan esos lugares atrás y vuelven a Canadá a donde sus familiares o buscan asilo aquí o en Estados Unidos.
Cuando presenté el libro (“Ellas hablan”) en Canadá, siempre llegaban mujeres menonitas a las lecturas y me susurraban que tenían una prima en una comunidad como la que describo en la novela donde ocurrían cosas similares — abuso, violencia sexual y doméstica— aunque quizá no tan horribles.
Estaban agradecidas no solo conmigo, sino con todos los que habíamos escrito sobre ello y sobre la verdad de estas comunidades.
—¿El crecer en una comunidad menonita tiene su lado luminoso? ¿Cuál es?
—Sí. En cierta forma echo de menos mi comunidad. Tuve una buena infancia, aunque sé que tuve suerte y no todo el mundo la tiene.
Allí todos te conocían, conocían a tus padres, toda tu familia. Puede ser terriblemente opresivo y horrible, pero en mi caso fue encantador. Podías ir de casa en casa, porque son comunidades colectivas, y esperar que te dieran de comer. Todos estábamos emparentados.
Incluso hay aspectos de la iglesia que echo de menos, como cantar, la noción idealista de una espiritualidad real… Echo de menos el campo, los elementos rurales, los caballos, los animales.
Tuve una gran infancia y, a su vez, no volvería a vivir allí.
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