Mi vacuna, nuestra vacuna: dilemas éticos en tiempos de escasez
Olvidémonos por un momento del escándalo de corrupción con el vacunatorio vip y atengámonos a las reglas que hoy existen para vacunarse contra el Covid-19. Supongamos que un profesional de la salud que no está en contacto con pacientes porque atiende de manera virtual o no ejerce o un docente universitario que da clases por Zoom reciben turno para vacunarse. ¿Deberían ceder su vacuna a otra persona que, por mayor riesgo o mayor exposición, hubiera sido priorizada para recibir la vacuna? Me refiero a, por ejemplo, los adultos mayores con enfermedades crónicas o los trabajadores de salud que se encuentran en la primera línea de atención de pacientes. Pero no solo eso: ¿les corresponde a ellos tomar esa decisión? ¿Qué garantía tiene esa persona de que “su” vacuna se aplicará a alguien que está antes en la fila? Este dilema, que enfrenta la ética individual con la colectiva, remite al principio de justicia distributiva. En otras palabras, ¿quién debería salvarse primero? ¿Qué es lo más justo?
Esta discusión filosófica entre eticistas sobre cómo asignar recursos escasos, que, aunque real, parecía algo lejana hasta hace poco tiempo, explotó brutalmente como nunca antes al comienzo de esta pandemia. Lo vimos en los primeros meses de 2020 en Bérgamo, Madrid o Nueva York, ante el crecimiento exponencial de casos y muertes y la escasez de camas de terapia intensiva, oxígeno o ventiladores mecánicos para enfrentar los casos graves. Cómo decidir a quién darle la última cama o el único respirador: ¿al más joven, a quien llegue primero o a quien tenga más chances de sobrevivir?
Una vacuna efectiva protege al individuo y también a la población, por su potencial efecto rebaño, de las complicaciones y las muertes atribuibles al Covid-19. En este sentido, todos tenemos el mismo “derecho moral” a vacunarnos como individuos, sin el deber de priorizar a nadie. Por lo tanto, no es necesario ordenar una fila de acuerdo con ciertos criterios, sino respetar el orden de llegada. Todos y cada uno nos beneficiaremos con la vacuna y todos somos igualmente importantes. Solo hay que esperar a que nos toque, sin mirar al que está adelante o detrás en la cola. Este sería el abordaje igualitarista.
Sin embargo, no todos tenemos el mismo riesgo de padecer complicaciones, de internarnos en una cama de terapia intensiva de un hospital o de morir. Entonces, lo que podría ser igualitario no necesariamente es justo o equitativo, porque hay individuos que, por tener mayor riesgo o mayor exposición, tienen más necesidad de que se los vacune primero.
Por el contrario, una asignación de recursos utilitarista, que intenta maximizar el beneficio sanitario social y no el individual, asigna esos recursos (vacunas) a quienes más pueden beneficiarse de esta intervención. Este último criterio más equitativo y eficiente no debiera descansar sobre decisiones individuales, sino a otro nivel, mediante decisiones que reflejen una mirada y una perspectiva social muy amplia. Aquí es donde entra el Estado con sus regulaciones para arbitrar cómo se distribuyen las cargas entre el beneficio para un individuo y el beneficio para la sociedad.
En otras palabras, si la regla de decisión para establecer los criterios de priorización y ordenar cómo se construye la cola para vacunarse no se toma en un nivel más alto, es muy difícil evitar las conductas individuales egoístas y el “sálvese quien pueda” para quien tiene mayor capacidad de pago, mejor cobertura médica, residencia en una localidad con más recursos sanitarios o –como hemos visto recientemente en el escándalo del vacunagate– tiene funcionarios y amigos que le pueden conseguir más rápido la vacuna.
Finalmente, la última pregunta. ¿Cómo se puede resolver este dilema cuando el Gobierno, que es quien debe ser el garante de los derechos a nivel colectivo, no respeta el propio orden de prioridades que fijó y que es necesario cumplir? Esta discusión, que podría ser casi retórica o abstracta si tuviéramos abundancia de vacunas para toda la población, se vuelve fundamental y relevante en un escenario de escasez y falta de previsibilidad en la llegada de las vacunas, como el que actualmente estamos viviendo. También pone de relieve la importancia de la comunicación social sobre las razones que subyacen a los criterios de priorización para generar confianza y el derrumbe de esa confianza cuando es el propio Gobierno el que viola esas reglas.
En este sentido, ¿qué confianza pública puede construirse cuando el Presidente dice que colarse no es un delito? No se trata de un asunto legal, sino de un dilema moral.
Unos días atrás, circuló en las redes una historia comentada por el rabino Avruj. Hace 2300 años, Alejandro Magno se encontraba en el desierto de Gedrosia, en el actual Pakistán, regresando de una de sus campañas. La sed estaba diezmando a todo su ejército. En un momento, Alejandro recibe un casco lleno de agua que le alcanza un soldado para que sacie su sed. Ante la mirada atónita de sus soldados, decide derramar despacio el agua, pronunciando estas palabras: “Demasiado para uno solo, demasiado poco para todos”.
La única manera de construir confianza pública y solidaridad social en este contexto de pandemia, temor, ansiedad y escasez de vacunas es mirando la conducta de los gobernantes. Más allá de que se establezcan reglas y normas, estos dilemas éticos entre lo individual y lo social siempre van a existir en un escenario de racionamiento. Pero para que la sociedad lo tolere y lo apoye, lo que se necesita ver son ejemplos como el de Alejandro el Grande.
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