Vuelta al cole 2018: Mi primer día de clases en los ochenta
Lo primero que pensé cuando conocí a mi amigo Federico fue que tenía que cuidarme de él. Claro que en ese momento no sabía quién era, pero aquella primera impresión al verlo fue todo lo contrario a una bienvenida amistosa. Federico estaba tomando por el cuello a otro compañero, mientras lo sacudía de manera poco amistosa. Quien lo estaba padeciendo era Juan Carlos García, que en 1986 debe haber pertenecido a la última generación de hombres que fueron llamados Juan Carlos. Todavía no habíamos entrado al aula de ese primer grado de esa escuela católica, que él -mi amigo hoy, 31 años después- ya se estaba agarrando a piñas. Porque si de algo se trataba el primer día de clases era de tantear con qué clase de sujetos uno iba a compartir el resto del año.
Ninguna maestra tenía el poder de concentrar la misma atención que los compañeros, o al menos no en ese primer día. Federico ya lo debe padecer, porque las paradojas de la vida hicieron que hoy sea maestro. Para eso se tendría todo el año, mientras que para decidir quién sería el compañero de banco o cuál sería el mejor lugar para ubicarse (no era lo mismo estar atrás que adelante) o con quién compartir el primer recreo había cierta urgencia silenciosa. No había más pistas que la cara: uno debía dejarse llevar por la intuición infantil, esa que afortunadamente no está tan cargada de prejuicios como la de un adulto, pero que ya porta con toda una personalidad en ebullición. No siempre es fácil ser niño.
Ese día se repetía cada año, aunque nunca ninguno resultó tan complejo como el primer primero. Desde el segundo grado hasta el último de la secundaria se podía encontrar algo de ansiedad natural, que quedaba diluida cuando uno se encontraba con las mismas caras conocidas el año anterior. Claro que esas caras -sin Whatsapp ni Instagram ni Facebook ni nada más que un teléfono de línea como conexión durante el verano- eran distintas a las que uno creía recordar de diciembre. Como no todos los amigos del colegio coincidían con los del barrio, uno se sorprendía con las nuevas caras: muchos volvían bronceados, o con el pelo diferente o con la intención de mostrar todo lo que habían cambiado en apenas tres meses. Eran los mismos de siempre.
También los maestros, los preceptores y los profesores. Y las instalaciones, claro. Las necesidades siempre evolucionaban más rápido que la infraestructura, y mientras internet ya era una realidad, en la escuela seguían usando la enciclopedia Encarta en una copia ilegal. Lo mismo pasaba con la solución para el calor: cuando se suponía que debía llegar el acondicionador de aire, aparecían los ventiladores. En el kiosco (en algunas escuelas se le decía buffet) las opciones no pasaban de pebetes de jamón y queso, gaseosas, alfajores, galletitas y golosinas. ¿Alimentación saludable? ¿Qué era eso?
Pero si había alguien que realmente palpitaba el primer día de clases, era el nuevo. Él, además de tener que sumarse a un nuevo barrio y a un nuevo colegio y a un nuevo maestro, tenía que integrarse a un grupo ya formado. Y esa era una tarea que podía llevar un día o un par de semanas, o nunca. La personalidad que cada uno tuviera resultaba fundamental, pero también la camaradería de los compañeros. Afortunadamente siempre había alguien entrenado en las artes de la integración. Federico no era el caso, pero aún así nos hicimos amigos. Quizás su pelea fue una estrategia, una manera de generar un primer recuerdo de esos que resultan imborrables.