"Mi historia es la de un tipo que buscó la sorpresa"
En una de las últimas entrevistas con LA NACION, el artista Carlos Páez Vilaró, que murió hoy a los 90 años, describió su vida como la de un hombre que hizo camino en lo inesperado
Ya no está, pero dejó su obra. Sus palabras. En una de las últimas entrevistas que brindó a LA NACION, el distinguido artista plástico uruguayo Carlos Páez Vilaró, que murió hoy a los 90 años, describió su vida como la de un hombre que buscó la sorpresa e hizo camino en lo inesperado.
"La mía es una historia larga. ¿De quién? De un tipo que buscó la sorpresa e hizo camino en lo inesperado", fue el mensaje que dejó él agitando la proclama de sentirse "pintor del medio del río", en la entrevista que publicó el diario en junio del año pasado.
-¿Qué le dio y le quitó el arte?
-Ojalá que lo haya encontrado porque lo he buscado toda una vida. Creo que he sido un intento permanente. Con la cerámica, los tapices, la arquitectura, el cine, la escritura. Mi pintura pudo haber sido más vigorosa con un maestro; no lo tuve. Pero el intento me hace feliz. Si no intentás, nada hallás. Aunque como les digo a los jóvenes: el zambullirse en el océano sin saber nadar es mejor que el hallazgo.
-¿No hay metas artísticas?
-Mi destino es hacer cosas. Me mueve el inquietismo . Los resultados vienen después. Sólo sigo la guía de mi entusiasmo. Llegar a los 90 años, por ejemplo, y sentirte un hombre de 30 te deja sin explicación. ¿Por qué soy joven a mi edad? Porque tengo proyectos y siempre le doy la bienvenida a lo nuevo.
-¿Cómo se ve la vida a los 90?
-Es un momento de reflexión. El recuento de tu vida pasa rápidamente: analizás errores para pedir perdón, sonreís por algunos logros y entendés que estás cerca del final del último capítulo. No sabés qué sobreviene. Pero seguís avanzando con entusiasmo hacia el interrogante.
-¿Con entusiasmo?
-Claro, soy un apasionado y un perpetuo buscador de sorpresas, además de un bohemio con orden. Vivo como si mi vida transcurriera por un largo corredor lleno de puertas cerradas, que me empeño en abrir para toparme con la sorpresa. Y en ese asombro hay de todo, hasta lo que le pasó a mi hijo en los Andes.
-¿Fue el mayor desafío de su vida?
-En mi búsqueda por el arte tuve otros: casi me fusilan en Congo; pensaron que era comunista. Pero aquél fue el más desesperante. Probó mi fe y terminó siendo una experiencia maravillosa. Entendí que Dios fue mi copiloto en todas mis búsquedas. Me instalé en Chile los tres meses y veía a Carlitos vivo en todos lados. Le gritaba, corría a abrazarlo y no era él. Pero esa certeza y la cadena de solidaridad espiritual hicieron que lo encontrara. Los chilenos me dieron todo sin pedirme nada. No tenía dinero, pero nunca me faltó un caballo para andar, una casa, un caldo de congrio. Intentaba compensar tanta generosidad con mis dibujos. Di muchos y recibí mucho.
-¿Qué llegó antes la pintura o la aventura?
-Estuvieron siempre integradas; así es mi sangre. Precisaba de la aventura para pintar y realizarme. Viajé mucho por África y el mundo, y transformé mi obra en una suerte de billete. Le daba a cada cuadro el valor de lo que necesitaba: una fruta, un dentista, un pasaje. Pero además, en cada lugar que visitaba dejaba una pintura, un mural como testimonio. Hice unos 300. El de la OEA, en Washington, es el más largo: 162 m en el túnel que une los dos edificios. Lo terminé con la ayuda de 53 alumnos de la de la Corcoran Art School. Debí numerarlos por la espalda, moverme yo en patines y decirles: "Número 27 a pintar el sector 12", para poder terminarlo.
-¿Qué pasa ahora que la aventura ya no está?
-Hay un viaje interior, importante para mí en este momento, que es rescatar recuerdos. Me divierto hasta narrándolos en un papel. Porque la mía es la historia de un tipo que se nutrió de lo inesperado.
-¿Hasta qué edad le gustaría vivir?
-Hasta los 100. Después sí le diré a la vida: "Chau, querida. Gracias por todo".
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