Horacio Salgán: memorias y amnesias de un maestro
Lo que llama "efecto Salgán" obligó al jazzista a repensar y poner en tela de juicio el misterio del swing; homenaje de un pianista a otro
Ese gran contador de historias devenido contrabajista perfecto que es mi hermano Horacio Fumero ha desarrollado, a los fines de la práctica de su arte, un doble talento, en apariencia, incompatible. O, al menos, inconveniente. Una memoria prodigiosa para recordar anécdotas -"espectaculares", según su propia definición-, asociada a una también espectacular amnesia que le impide registrar, en tiempo real, que ya las ha contado. No una, sino varias veces.
Sacando provecho de ese doble circuito, he invertido buena parte del mucho tiempo que pasamos de gira juntos en tirarle de la lengua y que vuelva a deleitarme con alguna de esas verdaderas gemas de la oralidad.
Lo sorprendente es cómo las cuenta -esas historias-, siempre del mismo modo. Como si las tuviese escritas y memorizadas. Los mismos adjetivos, algunas palabras clave como disparadores y un carácter cuasi barroco para la descripción. Y aun así, consigue que esa puntillosidad vaya asociada, paradójicamente, a la efectividad y la sorpresa que sólo se logra en un estreno. Lo que un comentarista de fútbol de los de antes llamaría un fantasista. No en vano su amor por Saer.
En una época yo iba a escuchar a Horacio Salgán al lugar más lindo que ha tenido Buenos Aires: El Club del Vino. No habrá ninguno igual..., era nuestro Village Vanguard, de cuando en los clubes se fumaba y el humo era una parte inescindible de las polaroid que reflejaban el evento sumándole charme.
Era ése mi plan perfecto de sábado, cada dos o tres semanas. El lugar siempre estaba lleno, siempre como a punto de explotar, con ese aire de jolgorio que antecede a un gran acontecimiento.
Con Cristina Banegas, preciosa, bendiciendo ese antro esplendoroso. La noche terminaba con el Quinteto Real (al principio con Antonio Agri y, desaparecido éste, con Julio Peressini). Pero en la previa, el tuco se armaba con el trío de Néstor Marconi, el dúo de Salgán con De Lío y, como corresponde a un espectáculo de este calibre, Nelly Omar abría la noche.
Era un fiestón.
Tanto el dúo como luego el quinteto tocaban invariablemente el mismo repertorio, en el mismo orden y, por supuesto, los mismos arreglos. Nota por nota. Es más, Salgán solía hacerle a De Lío un elocuente gesto con la mano, tipo “esto nos salió mas o menos”, siempre después del mismo tango, creo que “Malena”, pero no podría jurarlo.
No había presentadores, nadie hablaba, ni falta hacía. Y nadie de los parroquianos habría apostado a que lo escuchado esa vez ya había sucedido con anterioridad. La clave del éxito.
Don Horacio Salgán, ese gran maestro a su pesar, me obligó a repensar y poner en tela de juicio todos mis preconceptos acerca del misterio del swing.
La sorpresa, esa condición indispensable del arte, se manifiesta en toda su potencialidad cuando acompaña un hecho objetivamente nuevo o, quizá, cuando lo viejo, lo ya dicho, se refresca de un modo natural sin mayor esfuerzo de parte del artista.
Hay una primera y lineal lectura según la cual alguien sería capaz de relatar lo mismo una y mil veces sin perder la espontaneidad. Pero tal vez no es solamente eso. Quizás ese don incluye el olvidar lo relatado. Como un código de seguridad que asegure la efectividad de cada nueva versión, siempre igual a la anterior, pero siempre nueva. Como una santa amnesia.
Salgán no ha sido un ejemplo de laboriosidad. Y aclaro antes que alguien se enoje: Salgán no trabajó de más. Nunca escribió dos arreglos diferentes para el mismo tango. No hizo falta. Cada orquestación era definitiva, desde su origen. Y nada de lo esencial que sonaba con la orquesta de los años 50 faltaba luego en las versiones del Quinteto Real o incluso el dúo.
Es más, exagerando solamente para ser gráfico, podría decir que aunque no hubiese compuesto tango alguno, su importancia e influencia no habrían sufrido mella. ¿O alguien se anima a afirmar que “Boedo” o “Gallo ciego” no los reescribió él? Como Bill Evans robándose “Emily” o “Beautiful Love”.
Pensar en el efecto Salgán llevó a un jazzista dogmático como yo (¿hay acaso otra forma de hacer jazz que no sea desde el dogma?), por añadidura, a otros planteos y reencuentros. No casualmente lo asocié a John Lewis. Mi veneración por el fundador del Modern Jazz Quartet deviene, en parte, de esas disquisiciones a las que Salgán me obligó. Desde el uso orquestal del piano hasta la austeridad de gestos en la interpretación. El balance perfecto, esas piezas de no más de tres o cuatro minutos en las que no faltaba nada. Ni sobraba.
Lo primero no es una operación tan compleja. Lo segundo es siempre un milagro. Es un ejercicio de ascetismo, de reflexión, es poder tener una mirada absolutamente objetiva sobre uno mismo. Desarraigarse saludablemente.
Salgán ha sido esa elegancia, esa prestancia.
Y me ha contado mil veces la misma historia, sin cambiar ni un punto ni una coma, sin abusar de efusividad alguna, sin derrochar deseo, sin despeinarse.
Sin tirar de ninguna costura.
Y no sólo ha logrado hacerlo parecer como su primera vez, sino también la mía.
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Adrián Iaies
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