Memoriales urbanos: donde Buenos Aires recuerda a sus muertos
Desde los desaparecidos en la dictadura hasta la tragedia de Once, cientos de murales, plazoletas y placas evocan sucesos trágicos en la Capital Federal y se interponen al paso de los transeúntes para evitar la ignorancia social
"Vení. Pasá. Sentite como en tu casa", invita Rosa María David a este periodista, aunque la anfitriona no está en su hogar. Donde recibe a LA NACION, ni come, ni duerme y ni se baña. Pero siente el lugar de una manera muy especial. Para ella, el santuario de Cromagnon es como su segunda casa, donde habla con sus hijos Mariano y Verónica a la distancia, llora, ríe, se reúne con otros familiares, recuerda y pide justicia.
El paisaje de la esquina de Ecuador y Mitre, en pleno corazón de Once, cambió desde la fatídica noche del 30 de diciembre de 2004. Allí dejaron sus sueños 194 almas que fueron a escuchar a Callejeros y allí ahora se mezclan sus zapatillas de tela sucia con sus rostros en fotografías, mensajes, dibujos, banderas y velas dejadas por sus seres queridos.
"A mí me consuela venir acá. Es un alivio. Porque si dejo de venir o de hacer algo me siento mal, me siento culpable... Y siento que los chicos se sienten abandonados", se sincera David. Y se calla, conteniendo el llanto. "Con esto, queremos que nadie se olvide", remata.
Más cenotafios urbanos
El santuario por las víctimas de Cromagnon, este cenotafio, es el único en la Capital, pero hay más espacios similares de recuerdo de víctimas que existen en la ciudad. La tragedia de Once, los fallecidos por incidentes de tránsito, las víctimas de diciembre de 2001, Kosteki y Santillán, la masacre de Floresta, los secuestrados-desaparecidos por la última dictadura, los muertos en los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel, los caídos en Malvinas, Mariano Ferreyra... Todos conviven en Buenos Aires, todos tienen un memorial que los recuerda, que se interpone ante el paso vertiginoso de los transeúntes, que exige atención y que tienen una única misión: activar la memoria colectiva para que un hecho así no vuelva a ocurrir. Nunca más.
Los recuerdos de la dictadura
Caminar por la Capital puede convertirse en un viaje en el tiempo. En las veredas porteñas, cientos de baldosas de color bordó desentonan con el gris aburrido de la ciudad e irrumpen el paso cotidiano de los peatones con un mensaje que remite a la última dictadura.
"Aquí vivió Roberto Fernando Lertora, secuestrado junto a Adriana Mosso de Carlevaro, militantes populares detenidos desaparecidos el 27 de marzo de 1977 por el terrorismo de Estado", reza uno de esos mosaicos, de casi un metro cuadrado.
La acción es obra de la Coordinadora de Barrios por Memoria y Justicia, un colectivo de asambleas barriales que comenzaron a dejar huella de los desaparecidos el 2 de diciembre de 2005, a los pies de la iglesia Santa Cruz del barrio de San Cristóbal.
Desde entonces, el proyecto nunca se detuvo. "Debe haber unas 500 baldosas en la Capital y en otros puntos del país", destaca Pablo Zalazar, integrante de la Coordinadora.
"La idea de las baldosas es que los 30.000 desaparecidos no sean un número, sino una historia de vida", afirma Zalazar. Antes de colocar cada mosaico, la Coordinadora investiga a la persona que se va a recordar: quién era, dónde vivía, a qué se dedicaba, cómo y dónde fue secuestrada. Posteriormente, se recopilan los datos en un libro que edita el Instituto Espacio para la Memoria, que por estos días ya está trabajando en la tercera edición del compendio.
Reconstruir la historia de vida del desaparecido es la tarea más compleja. "En varios ocasiones fuimos cinco o seis. Ni siquiera los familiares se acercaron", subraya Esther Pastorino, también del colectivo. "Pero hubo otras en que familias separadas por la dictadura volvieron a unirse a partir de la colocación de la baldosa".
La idea de las baldosas es que los 30.000 desaparecidos no sean un número, sino una historia de vida
¿Por qué lo hacen? "Es una mensaje de que la memoria se perpetúa en el tiempo. Para nosotros no son lápidas, sino una señal del paso de compañeros por la ciudad", reflexiona Zalazar. Y evoca el objetivo de su tarea: "Nos interesa que el tema sea tomado por los jóvenes, para que realmente haya un nunca más".
Al Nunca Más en la ciudad también lo evocan el parque de la Memoria lindante a la Ciudad Universitaria, el memorial debajo de la autopista 25 de Mayo, sobre la avenida Paseo Colón, y los 32 pañuelos blancos de las Madres en el piso de la Plaza de Mayo.
Pintados hace 25 años por el Frente de Apoyo a las Madres, los pañuelos "representan la vida", según expresa Hebe de Bonafini a LA NACION. "No llevan el nombre de nadie porque representan a los 30.000 desaparecidos", apunta la titular de la organización y agrega: "El pañuelo tiene que ver con la pureza de los ideales de nuestros hijos, que no reconocemos que están muertos".
El dolor de los atentados
La democracia trajo luz luego del oscuro período entre 1976 y 1983, pero también estuvo manchada de sangre. Los atentados a la embajada de Israel y a la mutual AMIA abrieron importantes heridas en la sociedad que aún hoy no logran cerrarse.
Los dos ataques se recuerdan en la vía públicas. En la esquina de Arroyo y Suipacha, en Recoleta, donde se erigía la sede diplomática, hoy existe la Plaza Embajada de Israel, con dos hileras de árboles que rememoran a las 29 víctimas del 17 de marzo de 1992.
Apelando también a un símbolo de vida, sobre las cuatro cuadras de la calle Pasteur que separan las avenidas Córdoba y Corrientes, en Once, se plantaron 85 árboles, uno por cada víctima del atentado a la mutual judía, en 1994.
"Yo evito la calle, porque acá mi hija creció, jugó y quizás hasta dio su primer beso. Y acá también murió", cuenta a LA NACION Sofía Guterman, abrazada al árbol que en la base lleva el nombre de su hija Andrea.
La memoria es un botón que hay que activarlo a voluntad. Y deberíamos dejarlo prendido para generaciones futuras
Los Guterman vivieron en Pasteur 783 hasta que Andrea cumplió los 20. Luego se mudaron. Aquel 18 de julio, la joven había ido a la AMIA a probar suerte en la bolsa de trabajo que se ofrecía en la mutual. Tenía 28 años cuando dejó, bajo los escombros, su sueño de casarse a fin de año con su pareja. Hoy, el árbol y la placa que la recuerdan está a escasos cinco metros de su ex vivienda. Causalidades de la vida.
"Nosotros pedimos que la calle lleve un nombre en memoria de las víctimas, pero eso nunca prosperó. Así que se instalaron árboles con placas", recuerda Guterman, con un dejo de incomprensión. "Sinceramente, yo creo que las placas, que son pequeñas, no generan nada. Es muy poca la gente que se para a mirar -afirma-. Pero no se puede culpar a la gente, que está muy estresada y vive con sus problemas".
¿No cree que haya una memoria colectiva sobre el atentado? "La memoria es un botón que hay que activarlo a voluntad. Y deberíamos dejarlo prendido para generaciones futuras -asegura-. No quiero que la juventud cargue con el compromiso de encontrar a los asesinos de AMIA, sino con el compromiso de un futuro mejor".
El trágico 2001
El siglo nuevo también llegó con nuevas tragedias. El estallido social que produjo la caída del gobierno de Fernando de la Rúa dejó un saldo de casi 40 muertos en todo el país. Gastón Riva, Carlos Almirón, Alberto Márquez, Gustavo Benedetto y Diego Lamagna fallecieron ante la represión de la Policía Federal en inmediaciones del microcentro porteño. Por iniciativa del grupo Arte Callejero, se levantaron placas en su honor al año siguiente.
"La memoria hace que siga vivo nuestro reclamo de justicia, aunque no haya juicio ni castigo para los autores intelectuales y materiales de los crímenes del 19 y 20 de diciembre", apunta Karina Lamagna, hermana de Diego.
Apenas nueve días pasaron de aquellos días, cuando el agente de la Federal Juan de Dios Velaztiqui mató a balazos a tres jóvenes en una estación de servicios de Floresta. Uno de ellos, Maximiliano Tasca, había celebrado una noticia en la televisión de la estación que mostraba a manifestantes golpeando a un policía.
La Masacre se Floresta se recuerda desde el 29 de diciembre de 2004 con un monumento en una plaza en Gaona y Gualeguaychú. Tres figuras de unos cuatro metros evocan a Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa. "La obra simboliza a todos los jóvenes muertos en la Argentina", destaca Silvia Irigaray, mamá de Maximiliano y presidenta de la asociación Madres del Dolor, y afirma: "El arte va de la mano de la memoria".
La calma social no llegó en 2002, y una manifestación en el puente Pueyrredón, el 26 de junio, culminó con duros enfrentamientos entre piqueteros y la policía bonaerense. Los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados, obligaron a rebautizar con sus nombres la estación de trenes de Avellaneda, donde los dos jóvenes fueron abatidos.
Mariano Ferreyra, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán son la reivindicación necesaria del pueblo que ha sido víctima de un asesinato. Estos crímenes superan los límites de una persona
Vanina Kosteki, hermana de Maximiliano, aún tiene pendiente volver sola a la estación. Tantos son los afiches, pintadas, dibujos y menciones a la "masacre de Avellaneda" instalados en el hall central que, si no está acompañada por alguien, no quiere transitar por ahí.
"La memoria es como tener una pared adelante tuyo, que si no la ves y la esquivas te la vas a dar contra la nariz miles de veces", considera Vanina Kosteki. El año pasado, Diputados aprobó el nuevo nombre de la estación, pero aún no fue votado por el Senado.
"Aunque parezcamos locos que andamos en la calle con la memoria a cuestas, queremos que ese error, asesinato o desaparición no se vuelva a cometer", enfatiza Kosteki, y se enoja: "Pero diez años después no hubo memoria. Porque se mató a Mariano Ferreyra y se desapareció a Luciano Arruga y Julio López".
El joven militante del Partido Obrero (PO) asesinado el 20 de octubre de 2010 también es recordado de distintas maneras. "Calculamos que ya hay más de 200 murales en todo el país", cuenta Eduardo Belliboni, dirigente del PO y testigo de aquel enfrentamiento contra una patota de la Unión Ferroviaria.
"Viva tu lucha obrera y sindical", arenga la placa que recuerda a Ferreyra en Perdriel y Luján, en Barracas, donde cayó abatido.
Los memoriales que existen en Buenos Aires
Tragedias sociales
María Rosa David no está sola en el santuario de Cromagnon. Sentadas en los bancos de cementos que se levantaron en el memorial, la acompañan Nilda Gómez, madre de Mariano Alexis Benitez; Élida Andrade, de Walter Pata, y Amelia Ruiz, de Sergio Ruiz.
Mientras varios transeúntes se detienen a contemplar el santuario, ellas recuerdan que el memorial fue espontáneo por la propia acción de la gente que se acercaba, que luego fue resistido por las autoridades y que existe el proyecto inconcluso de una plaza seca ahí mismo. "Este lugar es sagrado. Y existe para que no vuelva a pasar nunca más. Porque si estos chicos no pueden cambiar nada o frenar la corrupción que produjo la tragedia, significa que murieron en vano", sentencia Gómez.
El santuario generó controversia el año pasado, al calor de la tragedia en la estación de Once. No fueron pocos los que especularon que la clausura de la calle Mitre complicó la asistencia de los servicios de emergencia el 22 de febrero pasado. Finalmente, se abrió una calle al costado.
Los 51 muertos en el tren de la línea Sarmiento tampoco quedaron en el olvido. Al lado del primer andén de la estación, en una pared, 51 corazones llevan el nombre de las víctimas, mientras los pasajeros que los observan siguen viajando colgados de las puertas del tren.
"Hay mucha gente que para y deja estampitas, como así también están las personas que prefieren ignorar y no le importa", considera Vanesa Toledo, hija de Graciela Díaz. "Creo que aunque al tipo que está por subir al tren yo le ponga el memorial en la puerta de la casa no le va a cambiar nada".
Once no fue la única tragedia que invucra a medios de transporte. Cientos de estrellas amarillas colocadas en carteles y pintadas en el asfalto recuerdan a víctimas de incidentes de tránsito, por iniciativa de las Madres del Dolor. "Lamentablemente, llegamos a tener un cielo en las calles", grafica Silvia Irigaray.
Semblanzas del dolor, enseñanzas para el futuro. Buenos Aires recuerda a sus víctimas en sus calles, en sus veredas, en sus paredes. Cada una de las evocaciones, a su manera, intenta perpetuar en el tiempo un suceso trágico para que no vuelva a repetirse. Entre todos, construyen un grito colectivo de "Nunca Más". Silencioso, pero visible.
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