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Trece pedazos de un plato blanco decorados con fibras azules descansan sobre un memorial, a metros de un cementerio en un pueblo perdido de Ucrania. Acá nacieron y vivieron dos abuelos desconocidos, que se escaparon a la Argentina cuando eran jóvenes. Esta historia se repite -con matices- una y otra vez para Dan Lande, un joven argentino que creó el proyecto La Ruta de las Bobes, y que recorre Europa del Este dejando platos rotos para homenajear a abuelos y abuelas. Recupera sus historias y los lleva, de alguna forma, de nuevo a sus raíces y a su hogar.
“La Ruta de las Bobes es un proyecto en el que intervienen actores que dialogan en el tiempo. Abuelos que ya no están, nietos que reconstruyen su historia, vecinos que me ayudan y la audiencia que sigue los relatos. Todos se conectan de alguna forma”, cuenta Rulo, como se lo conoce en las redes sociales, donde muestra algunos homenajes de esta segunda edición (la primera fue en 2019, donde realizó 25 en siete países), que tiene a la pandemia como desafío extra.
“En febrero de 2019 rompí sin querer platos que eran de mi abuela Matilde y habían estado 70 años en mi familia. Esa noche no dormí: había deshonrado su memoria. Ahí se me ocurrió la idea de visitar los pueblos de mis abuelos y llevarles un pedazo de plato con un mensaje”, resume Dan sobre el inicio del accidente que se transformó en un proyecto de recuperación de historias. “¿Por qué tenía que limitarse a mi familia? ¿Qué pasaba si hacía un viaje dedicado a hacer homenajes con platos rotos a los abuelos de quienes me lo pidieran?”, explica.
Así empezó La Ruta de las Bobes, que si bien no se limita a abuelos y abuelas de origen judío, repite una tradición de esta religión: en vez de romper una copa (como se hace en las bodas judías para recordar la destrucción del Templo de Jerusalén), Dan elige romper un plato e intervenirlo.
¿Cómo llegan a él las historias? Por mail o por redes sociales, con muchos o pocos datos. A veces, incluso es solo una foto, o un recuerdo. “Indago, exploro y busco la manera de llegar a la ciudad. Camino las calles y busco rastros, para ser un nexo entre el pasado y el presente, y para llevar de vuelta a su pueblo a ese abuelo, a esa abuela, que en general nunca volvió”, explica Rulo. En función de los elementos de la historia, elige el sitio del homenaje y allí lo deja.
“Es difícil encontrar información y muchos creen que sus pueblos fueron borrados del mapa. Mi objetivo es mostrar que, en general, esos lugares existen y colaborar con nietos y nietas en la reconstrucción de esa historia”, cuenta Rulo.
El proyecto, declarado de interés cultural por el Ministerio de Cultura del gobierno porteño, trasciende fronteras y religiones: los pedidos de homenajes llegan desde todas partes del mundo y no importa la religión que profese la familia. Sostiene y financia su idea a través de una membresía de tres meses al Club de las Bobes y un Crowfunding, en el que aún debe juntar 2200 euros.
Los Postek y los Lande
“Durante la guerra, la familia polaca Postek escondió a mis bisabuelos en una casa al lado de la suya, en Stoczek. Los nazis se enteraron y fueron a matar a todos: a los judíos y a quienes los escondieron. Los llevaron a un bosque y los fusilaron. Solamente se salvó la hija, que en ese momento tenía diez años y estaba en el colegio”, recuerda Dan, minutos antes de contar cómo siguió la historia ochenta años después.
“Junto con mi hermana volvimos al pueblo y nos encontramos a tomar un té con la señora Postek, que hoy tiene noventa años. Nuestras familias se unieron por la tragedia: ella perdió a todos por ayudarnos”, concluye, con una sonrisa tímida que aparece en su rostro cada vez que la solidaridad cruza sus historias.
“Mandamos un delegado a cumplir una misión: ver, a través de sus ojos, el lugar donde nació y vivió mi abuelo Emilio”, resume Yamila Rottbart, una joven de 33 años de Villa Urquiza, sobre el homenaje que Rulo le hizo a su abuelo en julio de 2019 en los Cárpatos del norte de Rumania. “En 1930 se fue con sus padres y sus hermanos. Tenía once años cuando. Era una época muy complicada, eran muy pobres y había mucho antisemitismo. Él hablaba idish, nunca lo escuché hablar en rumano y no tenía tampoco datos concretos para darle a Dan”, cuenta Yamila, quien además está haciendo un documental sobre la historia de Emilio.
Yamila juntó plata para ayudar a Dan a hacer el viaje, que resultó una odisea: “Tenía que cruzar el país y no llegaba ningún medio de transporte hasta Viseu de Sus, el pueblo de Emilio. Fueron muchos días de logística hasta que llegué al último pueblo, Viseu de Jos. Dormí ahí y a la mañana me llamó un chico desconocido, se presentó como Dragos y me dijo que había llegado a mi por un tercer círculo de amigos de Bucarest. Me explicó que era imposible llegar a donde tenía que ir: me ofreció buscarme en la ruta y llevarme. Seguí las indicaciones, esperé y de pronto se paró frente a mi un auto: Drago tenía 17 años y quien manejaba era su mamá. Me llevaron, me ayudaron a conseguir la partida de nacimiento de Emilio y hasta me ofrecieron una casa vacía y un auto”, cuenta Rulo.
“Dejar el plato roto con mi abuelo vivo nos hacía ruido. Decidimos que iba a quedar entero”, recuerda Yamila. Fue el único homenaje que Dan realizó a alguien con vida. Al principio pensaron en hacerlo en las vías del tren, donde la vida le dio una segunda oportunidad a Emilio: “Estaba en el tren camino al barco que lo traería a Argentina, en un vagón de inmigrantes que estaba delante de uno de turistas. Ellos se quejaron por estar atrás de inmigrantes, entonces los cambiaron de lugar. A la medianoche, el tren descarriló, y murieron los turistas”, cuenta la nieta de Emilio, que siguió a la distancia y con mucha emoción cada momento del homenaje. Rulo le enviaba mensajes, fotos y videos.
“Los homenajeados eran abuelos que se fueron de esos lugares por situaciones horribles y extremas, sin opción. Volver es darles otra oportunidad, que tengan un lugar donde se los recuerde”, reflexiona Yamila.
Dada la relación que se forjó entre Dan y la familia de Dragos, que fue fundamental para llegar al pueblo de Emilio, Yamila y Rulo decidieron que el plato quedaría en la casa de los abuelos del chico, algo que fue celebrado por todos los involucrados: “Era una linda forma de cerrar el homenaje”, concluye la joven, que sueña con ese viaje pendiente a sus raíces.
María, Polonia y un gran reencuentro familiar
“En mi casa todos hablaban de mi abuelo Nikita Pinczak como el gran personaje, pero se habla poco de mi abuela María”, cuenta María Magdalena Montero Pinczak, la nieta uruguaya de Nikita y María. A través de Dan, Maggie -como la llaman sus amigos- no sólo logró hace un mes hacerle el homenaje a su abuela, sino que además conoció a una gran parte de su familia, que aún reside en el pueblo de Komancza, al sudeste de Polonia, de donde eran sus abuelos.
“Mi bisabuelo fue herido en la Primera Guerra Mundial: pensó que moriría y eligió que fuera en su casa, pero sobrevivió. Entonces lo nombraron desertor de la guerra y nunca cobró la pensión. Su hijo, Nikita, y su
esposa María eran entonces de los campesinos más pobres. Tuvieron doce hijos -uno de ellos murió congelado en un lago-, pero cuando ella ya estaba embarazada del cuarto, en 1930, él decidió irse a ‘hacer la América’. Un amigo judío le prestó plata para el viaje -que Nikita le devolvió treinta años más tarde- y ella se quedó sola en Polonia con sus tres hijos -uno había fallecido- hasta 1935, que él le mandó los pasajes para venir a Uruguay”, cuenta María. Ella no conoció a su abuela pero sintió la necesidad de homenajearla. “Necesitaba valorizarla también por una cuestión de feminismo, de reivindicar la maternidad, la resiliencia y la fuerza de la mujer. Yo le debía eso, le debía decirle que valió la pena todo el esfuerzo que hizo”.
El homenaje a María, en Komancza, contó con la ayuda indispensable de los locales y tuvo una recompensa inesperada: “Llegué un domingo, pensando en volver en el día porque no hay hoteles. Encontré un local y
pregunté -con el traductor de Google- si conocían a la familia Pinczak. Me indicó cómo llegar a una casa
blanca, pero no la encontraba. Volví al local, me subió en su auto y me llevó hasta la casa de los Pinczak: me acerqué, abrí la reja, les conté lo que venía a hacer y me hicieron pasar. Toda la familia estaba reunida alrededor. Nikita era el tío de uno de ellos. Ante la sorpresa, empezaron a llamar a familiares que vinieron de otras cosas y, de pronto, estaba con todos los familiares de Maggie, comiendo y brindando”, recuerda Rulo, que le fue contando toda la travesía a María en tiempo real. Del homenaje terminaron participando incluso los mismos familiares, quienes llevaron a Dan al cementerio del pueblo, donde dejaron los platos rotos en un memorial.
“Este homenaje me lo guardé para mi, no lo compartí mucho con mi familia. Quería que fuera algo mío: es mi homenaje a mi abuela”, concluye Maggie, aún con su voz quebrada por la emoción.
Berysh, Ucrania y una carta conmovedora
“Hay que cuidar la memoria”, afirma Nomi Grejniec, una argentina que vive en Israel hace 50 años. Y la forma que ella encontró para hacerlo es rindiéndole homenaje a su padre Bernardo (Berysh, en idish), quien nació en Poryck, antes territorio polaco y hoy ucraniano: “Quería darle un lugar a todos los recuerdos que tengo de la generación de mi papá, que hablaba idish porque nunca más quiso hablar polaco, ni volver a su pueblo, que ya desapareció”, cuenta, emocionada.
Como muchos inmigrantes, su abuelo vino a la Argentina en 1939 “a probar suerte” y a mandar dinero a Polonia: “Mi papá y sus hermanas no vieron a su padre por ocho años. Eran muy pobres, se iban a dormir y al rato se despertaban con hambre, entonces frotaban un pan con ajo”, cuenta Nomi, sobre la infancia de su familia.
En agosto de 2019 Dan viajó al pueblo ucraniano, donde vivieron 2000 judíos antes del Holocausto: “Fui en un micro viejo, todos apretados, por calles de tierra hasta un campo vacío”. Nomi agrega: “Yo no sabía si él iba a poder llegar, porque fue muy difícil. Había solo una estación de ómnibus y un colegio deshabitado”.
La historia de Bernardo cuenta con un objeto muy particular: una carta, que escribió un pariente suyo a su hermano Jacob, en Brasil en 1946, contándole todo lo que pasó con su familia y con los judíos del pueblo, y nombrando a todos aquellos que murieron en el Holocausto. “La leí varias veces y lloraba cada vez que lo hacía”, confiesa Rulo, quien dejó los pedazos del plato en un cartel ubicado en el inicio del pueblo.
“El día que Dan me mandó el homenaje me emocioné muchísimo: es una forma de recordar su vida truncada, de ser consciente de la historia de mi familia. Es una forma de participar y de estar presente en ese lugar. Es decirle que no lo olvidamos, ni a él, ni a lo que pasó”, destaca Nomi, con alivio en su voz.
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