“Me creía Superman hasta que la psoriasis me enseñó a no esconder mis sentimientos”
Toda enfermedad tiene su metáfora, un mensaje que nos obliga a cambiar el rumbo, tomar consciencia y saber pedir ayuda; esta es la historia de una familia que lo entendió
Cuando apareció la primera manchita, pegada a la nariz Darío apenas la notó. A los pocos días, le salió otra en el brazo y a la semana otra en la pierna, días después lo sorprendió una nueva erupción rosada en sus genitales. Lejos de irse como vinieron, algo que suele suceder cuando se trata de alguna alergia o la picadura de un mosquito, las manchas se multiplicaron, tanto que se transformaron en una placa que cubría la espalda y el torso. Fue en ese momento en que Darío Yablanseck tomó consciencia de que el problema era grande, era hora de consultar a un dermatólogo.
La visita lo alivió, en parte. No se trataba de un cáncer como temía. No estaba a punto de morir, ni sufría de algo contagioso. El médico le explicó que lo suyo era psoriasis, una de las del tipo severo.
El contacto: tan deseado, tan temido
El derrotero de la familia empezó cuando a Darío con la enfermedad avanzando, se le cayó todo el pelo. Las costras de la psoriasis habían invadido el cuero cabelludo, también los ojos, las orejas y las encías. Los dedos y las uñas de las manos estaban ampollados al punto que las huellas digitales se le habían borrado. Su aspecto era impresionante.
Su primera reacción fue encerrarse. Quería evitar que su esposa y sus hijos lo vieran en ese estado. “Fueron años de pasarla muy mal. A los 4 meses de que nació Aymara yo empecé con los brotes y no pude disfrutar a mi hija como disfruté a Lautaro, mi primer hijo ni como estoy disfrutando al tercero”, recuerda Darío. Decidió que no iba a tocarla. Ni alzarla, ni acunarla, un poco porque al menor contacto le dolían los brazos, el pecho, todo el cuerpo. Pero más que todo, porque temía contagiarla.
La psoriasis no es contagiosa. Afecta, al menos en lo corporal solo a quien la padece. Racionalmente lo sabía, pero en su dolor, el emocional, su instinto le imponía el aislamiento. Se fabricó un leprosario propio. Pasó 4 meses encerrado en su cuarto. Le dijo a Natalia que se fuera de la casa, que se llevara a los chicos. Cuenta que llegó a tener “ideas raras” en la cabeza.
Como muchos pacientes con psoriasis cayó en un pozo depresivo, pero al principio no podía reconocerlo ni pedir ayuda. Natalia no podía verlo así. No era el Darío que ella había conocido. Abatido, encerrado, con miedo a alzar al bebé… Ella no se quedó de brazos cruzados, se negó a aceptar el desaire. No pensaba irse ni dejar a su marido. Una familia está para seguir juntos en las buenas y en las malas. Así se puso la enfermedad al hombro. Era algo nuevo, de lo que no sabía nada, pero como un colado a la fiesta, la psoriasis se hizo presente en sus vidas y había que atender a este desconocido. Buscó información y llegó a AEPSO, Asociación civil para el enfermo de psoriasis.
Al principio Darío dijo que no, que no necesitaba juntarse con gente, ¿qué le iban a decir otros pacientes como el que él no estuviera sufriendo ya? Pero Natalia lo convenció. De ir a la Asociación en primer lugar, después lograría que viera a un psicólogo.
Antes de la enfermedad, con su mujer Natalia tenían dos hijos. Trabajaba en Atención al cliente y Ventas en un local de una conocida cadena de electrodomésticos.
También bailaban folclore, algo que los apasiona desde chicos y que la paternidad los había hecho relegar en parte, pero la lucha contra la psoriasis los motivó a retomar. Siempre en medio de la deseperanza el baile los llenó de entusiasmo. Tanto que ahora quienes se entregan a la pasión de mantener vivas las tradiciones son los hijos. Y ellos, Natalia y Darío se ocupan de confeccionar los trajes para los bailarines. Siempre hay un oasis en medio de todo dolor.
Aprendimos a convivir con la psoriasis
AEPSO fue el primer paso para asumir la enfermedad. Allí conocieron a Silvia Fernandez Barrio, ex paciente y presidenta de la entidad sin fines de lucro. Entre toda la orientación y la ayuda que le brindaron, le recomendó una dermatóloga especializada en tratamiento de la psoriasis.
La doctora indicó un tratamiento con un medicamento biológico, una nueva generación de drogas que existen pero que por su alto costo, las obras sociales solo autorizan su cobertura a pacientes que han fracasado en tratamientos más tradicionales y menos caros. La respuesta de su obra social fue la misma que para el resto de los pacientes: pese a la severidad de su caso, debía acudir en primer lugar a las cremas y corticoides, como cualquier otro paciente, esos que solo tienen lesiones pequeñas, localizadas.
Así inició un periplo por varias drogas, cremas y tratamientos como rayos que solo empeoraron el cuadro. Los rayos le quemaban la piel y el dolor recrudecía.
Las lesiones se extendían por todo el cuerpo, no podía caminar, ni sentarse. Estar acostado dolía. Tanto como dar la mano o tener intimidad.
Por la virulencia del brote y la ineficacia de los tratamientos tradicionales estuvo 9 meses sin salir de su casa, tuvo que dejar de trabajar, era impensable atender a un cliente en ese estado. No salió a la calle ni una vez, sólo para ir a la consulta médica.
Sólo el amor
Ser padre también se volvió una tarea difícil. Sin fuerzas, sin ganas de jugar, dolorido y bajoneado, la distancia con los hijos fue inevitable. ¿Qué les puedo dar estando así?
“Lautaro mi nene más grande que ahora tiene 14, es el que más lo sufrió porque él me conoció sano. A veces le ponía humor al sufrimiento, decía a sus amigos que el papá se estaba convirtiendo en el hombre araña. Y algo de razón tenía, sólo que yo no me veía más como un superhéroe, yo siempre me había sentido Superman, ahora era un monstruo”.
Inició un tratamiento psicológico. Entendió que el encerrarse en sí mismo no era la solución. Para curarse necesitaba hablar de lo que le pasaba, de lo que sentía, de cómo en su inconsciente se había empezado a formar la enfermedad. Empezó a comprender la metáfora de la psoriasis, una enfermedad que en el aspecto inconsciente suele poner de relieve las dificultades para relacionarse con los otros, expresar deseos y emociones, entre muchas otras metáforas, que obviamente dependerán de cada individuo, pero que en el caso de Darío era clara: tenía que aprender a manifestar sus sentimientos, dejar de estar pendiente del qué dirán, de buscar gustarle a todo el mundo. Aceptar que la respuesta del otro no es su responsabilidad. “Cambié en el sentido de que antes decía por qué me pasa esto a mí. Y ahora digo porque a mí no. Aprendí a no callar las cosas que me molestan, a pensar en mí y no preocuparme por lo que piensan los demás. Yo no soy un superhéroe. No se puede dejar conforme a todo el mundo. Por creerme que era Superman, que podía bancarme todo, me cayó una kriptonita del tamaño de un camión”.
También accedió finalmente a un tratamiento con una medicación biológica, gracias al cual los brotes remitieron prácticamente por completo. “Estuve con el cuerpo limpio por 3 años, ahora la droga dejó de funcionar y me la reemplazaron por una nueva medicación que consiste en dos inyecciones al día y con la que sigo bien” .
Cuando mira hacia atrás, y puede hacer un balance de lo que le pasó, Darío reconoce un camino de mucho aprendizaje. Y sobre todo, de gratitud. A veces hay que decir las cosas a tiempo sin ofender, concluye. Es mejor. Más sano. Darle valor a lo verdaderamente importante. Así comprendió que tenia un tesoro invaluable: su familia. Con Natalia, sus tres hijos -Lautaro, Aymara y Santino-, su trabajo, la danza y sus amigos, la vida tiene sentido.
El valor de la gratitud
También comprendió el valor de la gratitud. Hacia su esposa principalmente, que lo bancó como si ella misma hubiese tenido la enfermedad. Que no lo dejó caer en la depresión. Que le señaló cada uno de sus pequeños logros, como ese día que por fin pudo alzar a su beba, después de un año sin tocarla. “Fue cuando el medicamento biológico hizo efecto y los brotes remitieron. Aymara ya tenía alrededor de un año y medio y un día la levanté a upa. Natalia me miró y me dijo:¿te diste cuenta que ya estás bien? ¡La pudiste levantar! Empezamos todos a bailar y a festejar, a ellas les encanta bailar...".
Y los amigos, un capítulo aparte. Pocos tienen la suerte de construir un círculo de amigos incondicionales y Darío lo consiguió. Ellos lo visitaban, se turnaban para acompañarlo a las consultas medicas, hasta le pasaban cremas. “Me venían a buscar y me llevaban al médico en auto. Salían del trabajo, traían comida y si la piel se me agrietaba o si me sangraba a veces yo no podía apoyar la espalda ni en la silla, entonces me pasaban la crema hidratante para aliviarme".
Finalmente, la tercera bendición: la empresa donde trabaja. “Frávega nunca me dejó de lado, siempre me pagaron las licencias, siempre estuvieron apoyándome, hasta que me pude reincorporar, ahora en un cargo administrativo; me gusta mi trabajo y estoy muy agradecido”.
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