Después de haber vivido en una residencia de ancianos durante la pandemia, Pablo Novak decidió volver a orillas de la ciudad que fue sepultada por el agua en 1985
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“Nací acá y quiero vivir lo que me queda de vida en mi casa. Y si me toca morir, quiero que sea en Epecuén”, afirma Pablo Novak, quien a sus 92 años regresó a su hogar en las ruinas de la Villa Epecuén, epicentro de una de las más grandes tragedias de nuestra historia reciente, hoy convertidas en atractivo turístico a nivel mundial. “Yo vi nacer y morir a la Villa, ahora me ha tocado quedarme solo”, confiesa.
La pandemia obligó a su familia a mudarlo a una residencia de ancianos para su mayor cuidado. “Para mí fue como estar preso, soñaba todos los días con regresar a mi querencia”, sostiene. Lo hizo y hoy ya se siente en paz. Es el último y único habitante de Villa Epecuén.
“Me he acostumbrado a estar solo”, manifiesta. Eterno caminante de las ruinas, su presencia en ellas se convirtió en una postal indivisa a ese mundo habitado por paredes quebradas, escombros y árboles blancos, quemados por el agua salada. En 1985 la Villa entera quedó sepultada por el Lago Epecuén (su agua es diez veces más salada que el mar, solo comparable al Mar Muerto). Diez años después bajó el nivel del agua, dejando al descubierto una ciudadela surreal. Pablo nunca la abandonó. “Es mi lugar en el mundo, ¿por qué habría de irme de acá?”, pregunta.
Vive en una casa a metros de la Villa, nada es nuevo ni nada es actual; no tiene electricidad, se ilumina con un sol de noche, su heladera es a gas y la cocina a leña. El mundo de Novak está inmerso en los recuerdos. Como si fuera una presencia sobrenatural, se mueve por su casa despacio y sus pasos los ejecuta de memoria. Ahora que está de regreso, las paredes vuelven a proyectar su sombra. La casa ha vuelto a tener la rutina de proteger un habitante del silencio. Por la noche, es la única luz mortecina que se ve en una amplia zona rural, a un costado de las cenicientas ruinas que han resultado ser la locación perfecta para filmes de terror.
Tiene un secreto Novak. “Tomo un menjunje especial —avisa—. Extrañaba mucho tomar mi mate”. No lo toma con agua. A baño maría derrite miel y le agrega caña. “Lo hago del 1° de mayo al 30 de agosto, después es con agua”, advierte. Con eso pasa el invierno, que suele ser crudo en el lejano oeste.
“Lo encuentro feliz, está en su lugar, donde siempre quiso estar”, confiesa Naiara Pronsati, su nieta de 18 años que lo visita los fines de semana para hacerle compañía y llevarle víveres. “Siempre me cuenta historias. Le brillan los ojos cuando habla de Epecuén”.
Una vieja radio a pilas lo acompaña y lo enlaza con el mundo. Es muy lúcido y tiene una memoria implacable. Tiene diez hijos, tres varones y siete mujeres, 21 nietos y siete bisnietos. Hasta diciembre de 2019 se manejaba en una bicicleta oxidada que parecía salida de un museo, pero de uno muy antiguo. Los 10 kilómetros que separan Carhué de Villa Epecuén, los hacía pedaleando, pero se cayó y se quebró la cadera. Lo trasladaron a Carhué a un departamento donde vivió unos meses solo y cuando la pandemia mostró su peor cara, los hijos decidieron llevarlo a una residencia de ancianos para cuidarlo. “Él siempre manifestó su deseo de volver a Epecuén”, sostiene Christian Montesino, otro nieto. Hace pocas semanas, regresó. “Hubo que negociar”, afirma. Le prohibieron andar en bicicleta; Novak aceptó.
Enseguida volvió a su dinámica. La radio, y la lectura de diarios de algunos días atrasados. Hijos y nietos le llevan provisiones, los periódicos y también lo acompañan, pero gran parte de la semana la pasa en soledad, tiene un teléfono celular, al que voluntariamente no le presta atención. En una mesa tiene recortes de notas, revistas y libros donde ha salido; son incontables. “Nunca pensé en hacerme famoso”, sonríe.
Semanas antes del inicio de la pandemia, la BBC de Londres fue hasta su casa y filmó un especial. Pero no es el único: medios de todo el planeta viajan para conocer a este hombre solitario que se pasea por un universo de ruinas y recuerdos.
“Me gusta cocinar a gusto mío”, aclara Novak. Sentado al lado de su cocina a leña, una olla lo interpela mientras se oye el crepitar de la leña. “Algún guisito con un pedazo de carne”, apunta.
“Pablo es un ícono de Epecuén, siempre amó su villa y la cuidó, es su celador —afirma Montesino—. Es solitario, pero también fue siempre solidario”.
Ruinas y turistas
Miles de turistas visitan las ruinas y hasta el verano del 2020, Novak los asistió, se sacó fotos y contó la historia de la villa a todo aquel que quería oírla. “Tiene una memoria prodigiosa, se acuerda con lujo de detalles todo lo que pasó”, confirma Montesino. También en sus años mozos, con la ayuda de un tractor, fue quien sacó autos que quedaban encajados en el lodo salitroso que se presenta en la entrada a las ruinas, en días lluviosos.
Confidente de escombros y de todos los sueños que se extinguieron cuando el impiadoso Lago Epecuén, en 1985, decidió borrar del mapa a la villa turística que llegó a recibir a tres ramales ferroviarios con dos frecuencias diarias y a 25.000 turistas por verano, Novak fue testigo del auge y del ocaso. “Sus herramientas siempre fueron la palabra y la memoria, y con ellas contó la historia de Epecuén —asegura Montesino—. De alguna manera es su guardián”.
Nacido el 25 de enero 1930, durante aquella década la Villa Epecuén (se fundó en 1921) comenzó a ser uno de los destinos turísticos más visitados del país. Un estudio había determinado que “un litro de agua del lago tenía 340 gramos de sales y minerales, una relación 10 a 1 con el mar”, afirma el licenciado Gastón Partarrieu, autor de Epecuén, lo que el agua se llevó, entre otros libros del tema. “El rumor que las aguas del lago eran la última esperanza ante males como la artritis, artrosis y ciertas enfermedades de la piel, lo fue haciendo cada día más renombrado”, cuenta.
Se hizo una villa a orillas del lago, que siempre tuvo una relación caprichosa con su cota; había años que tenía mucha, otros no tanto. La mayoría de las veces, el agua se retiró y hubo que mudar balnearios. Las virtudes medicinales del lago, nunca se fueron. Y Pablo siempre estuvo ahí.
“Ver las ruinas que son asociadas con algo muerto y verlo a Pablo como único sobreviviente de esa tragedia lo ha convertido en un personaje muy asociado a Epecuén”, afirma Partarrieu.
La tragedia de la inundación sucedió un 10 de noviembre de 1985, en horas de la madrugada. “Ese año las lluvias superaron los 1250 mm y entre septiembre y noviembre precipitaron más de 500 mm”, cuenta Partarrieu.
Se había construido un terraplén de casi cinco metros que terminó cediendo y en pocas horas la villa se inundó. Fue un caos y no hubo una evacuación controlada. Los 1500 habitantes salvaron lo que pudieron. “Ayudamos a las familias que estaban desesperadas”, cuenta Pablo, y en su mirada nonagenaria aún viven los gritos, llantos y plegarias de aquellos que lo perdieron todo.
“En un día desaparecieron 16 hoteles, 150 hospedajes, 50 comercios y centenares de viviendas, la laguna siguió creciendo y el pico máximo llegó en 1994 cuando en ciertos sectores de la exvilla se midió siete metros de profundidad”, relata Partarrieu en su obra.
“Los turistas cuando llegan a las ruinas preguntan por Pablo, y quieren ir a su casa a sacarse fotos y a sus historias”, cuenta Javier Andres, intendente de Adolfo Alsina, quien antes se desempeñó como secretario de turismo. “Es un personaje icónico de Epecuén”.
En enero del 2020, lo nombró “Embajador Cultural y Turístico” del Distrito por “el reconocimiento mundial que con su figura ha colaborado en dar a Carhué y Lago Epecuén”
A sus 92 años, pudo cumplir su sueño de regresar a su pequeña casa a un costado de esas ruinas que señalan sus más queridos recuerdos. “Nunca vi ningún fantasma, ni le tengo miedo a nada y no he visto nada raro, solo luces que caen desde el cielo”, concluye.
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