Mientras una comunidad vela a sus muertos, otra, en un rincón distinto del interior de Colombia, es también atacada y obligada a enterrar a parte de sus miembros.
Luego, los titulares sobre "masacres" llegan a los medios, los colombianos expresan luto y la pregunta sobre qué está pasando en el país que había dejado atrás 60 años de guerra queda en el aire.
No hay respuestas, solo autoridades y políticos manifiestando "solidaridad" y "dolor", prometiendo "investigar" y "llegar al fondo" de los hechos.
Esto que había sido parte de la normalidad durante décadas revivió esta semana con varios sucesos que muestran un recrudecimiento de la violencia en algunas partes del país donde la ausencia del Estado, entre pobreza e incertidumbre por los efectos de la pandemia, es remplazada por el proceder de grupos armados que viven del narcotráfico.
Desde que, en 2016, se firmó el acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla más grande del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la violencia disminuyó de manera sostenida.
En 2019, la tasa de homicidios fue la tercera más baja desde 1976 y en los seis primeros meses de 2020 hubo una reducción del 14% de esos delitos, según cifras oficiales.
El gobierno de Iván Duque, en el poder desde 2018, celebra los números como atributos de sus políticas de seguridad y de "paz con legalidad".
Sin embargo, la oposición lo acusa de no cumplir con el acuerdo de paz y, con eso, permitir que la violencia recrudezca.
Además, expertos aseguran que estas cifras hablan más de las ciudades que de las regiones remotas donde la paz pende de un hilo.
Es allí donde el narcotráfico, la delincuencia y las luchas de poder entre delincuentes están generando una nueva, cruda y reiterativa violencia.
Tres "masacres" en una semana
El sábado 8 de agosto, Cristián Caicedo y Maicol Ibarra, de 12 y 17 años, fueron a su colegio en Leiva, en el departamento de Nariño (sur), a dejar una tarea que no podían enviar por internet.
El día anterior se habían reportado combates entre disidencias de las FARC, un grupo de exguerrilleros que desertaron del acuerdo de paz, y las Autodefensas Gaitanistas, un reducto del paramilitarismo.
Según medios locales, el sábado en la mañana los niños pasaron por la zona de combate, les dispararon a quemarropa con armas de largo alcance y murieron.
Tres días después, en la noche del martes 11 de agosto, los cuerpos de cinco menores de entre 14 y 15 años fueron encontrados con signos de haber sido torturados y asesinados en Llano Verde, un barrio del suroriente de la ciudad de Cali, donde durante años se han reportado conflictos entre bandas de microtráfico de drogas.
Las autoridades no esclarecieron qué ocurrió, pero las hipótesis incluyen un intento de robo, un ajuste de cuentas entre bandas y una reprimenda por haberse negado a ser reclutados por organizaciones criminales.
El jueves, las familias de las víctimas organizaron un funeral que primero fue interrumpido por médicos forenses y luego por una granada que detonó en una estación de policía muy cerca de la zona, dejando seis heridos.
Los colombianos no terminaban de enterarse de estos sucesos cuando el domingo 16 amanecieron con la noticia de la masacre de ocho jóvenes en Samaniego, un municipio de Nariño donde durante años se reporta la creciente presencia de miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), hoy la guerrilla más grande del país.
El gobernador de Nariño, Jhon Rojas, reportó una incursión de "hombres armados" en el marco de "un derramamiento de sangre" que, dijo, ha producido "más de 20 homicidios en dos meses en Samaniego", una localidad que está en un punto estratégico del tráfico de cocaína, cuya producción en esta zona del país ha aumentado recientemente.
La policía de la zona les dijo a los medios que investiga si la masacre fue producto de un enfrentamiento entre bandas ilegales e informó que uno de los heridos arrestados era un cabecilla del frente suroccidental del ELN.
Qué significa
Aunque estas tres masacres coincidieron en una semana y generaron conmoción entre los colombianos, durante los últimos dos años los asesinatos de líderes sociales, excombatientes de las guerrillas e indígenas se convirtieron en demasiado habituales en las zonas donde la paz con las FARC dejó un vacío de poder.
Según Indepaz, un centro de estudios sobre el conflicto, 971 indígenas, campesinos, afrodescendientes, sindicalistas, mujeres y ambientalistas fueron asesinados entre el 24 de noviembre de 2016 y el 15 de julio de 2020.
Cauca, Antioquia y Nariño son los departamentos con más asesinatos.
"No hay un repunte de homicidios generalizable", explica Jorge Restrepo, director del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos.
"Sin embargo, se pueden ver dos tipos de nuevas masacres: una de grupos armados ligados a la producción de narcóticos que usan el miedo y el terror que un asesinato colectivo infunde para que los grupos de jóvenes y la comunidad no interrumpan sus intereses", afirma Restrepo.
"Y otras que responden a disputas entre grupos armados ligados a la explotación de oro, el tráfico de narcóticos y la producción de drogas ilícitas y que están en proceso de fusionarse o adquirirse entre ellas", agrega.
"Estamos ante una normalización de la violencia del crimen organizado que se ha visto en otros países que intentan salir del conflicto armado y estamos empezando a ver que esa violencia, que antes afectaba a los líderes de las comunidades, ahora está afectando a las comunidades".
Colombia pudo haber dejado atrás la guerra con las FARC, pero quedan pendientes otras guerras, más diversas y diseminadas, que tienden a recrudecerse y transformarse en tiempos de pandemia. La paz sigue esperando.
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