El célebre autor de La sociedad de la mente, uno de los hombres de ciencia más prestigiosos del siglo XX, que falleció el 24 de enero pasado, habla sobre los misterios del cerebro humano y los mecanismos del aprendizaje
Bio
Profesión: científico cognitivo
Nacido en Nueva York en 1927 y fallecido en Boston el 24 de enero último, Minsky es considerado uno de los padres de la inteligencia artificial (IA). Fue uno de los fundadores del laboratorio de IA del Instituto de Tecnología de Massachusetts y en 1986 publicó una obra fundacional en el campo de la ciencia cognitiva, La sociedad de la mente
Al igual que Copérnico, que en su momento detuvo al Sol y puso en marcha la Tierra para sorpresa de los hombres, Marvin Minsky se ha propuesto quitarle ciertas vendas de los ojos a muchos de sus contemporáneos. ¿Cómo puede surgir la inteligencia de algo que no es inteligente?, se pregunta, refiriéndose al cerebro humano. ¿Cómo es posible que un cuerpo aparentemente sólido albergue algo tan sutil, incorpóreo, como una idea?, insiste. Minsky pasó cincuenta años de su vida investigando el mecanismo de la mente en su afán por reproducir algunas de sus múltiples funciones dentro de un laboratorio.
Minsky ha sido reconocido en todo el mundo como el padre de la inteligencia artificial y uno de los pioneros en el campo de la computación. Su contacto con las ciencias empezó a los 5 años, cuando fue admitido en una escuela de Manhattan para chicos superdotados. A los 19, ingresó en Harvard, donde estudió matemática, física, psicología y biología, para ingresar cinco años después en el cuerpo de profesores de la Universidad. En 1951 construyó, junto con un colega llamado Dean Edmonds, la primera máquina electrónica de la historia capaz de aprender: la bautizaron con las siglas Snarc, empleaba 400 válvulas electrónicas y su mecanismo estaba basado en la simulación de redes neurales.
Pero no fue en Harvard sino en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) donde Minsky desarrolló sus máquinas semi inteligentes. A mediados de los años 60, diseño un brazo artificial avanzado, capaz de ejecutar catorce movimientos diferentes, y luego fabricó a Constructor, un robot que utilizaba realimentación visual para guiarse y ejecutar algunas tareas relativamente sencillas.
Aunque admite que casi nunca descansa, sino que entra en íntimos períodos de transición entre una actividad y la siguiente, Minsky siempre encuentra tiempo para disfrutar de la música, su pasatiempo favorito. Lo que más lo seduce es componer fugas en alguno de los instrumentos –tiene dos órganos, tres pianos y un sintetizador– que conserva en su casa de Brookline, en las afueras de Boston.
–Al afirmar que "el cerebro es una máquina", usted provocó un alboroto en el ambiente científico, sobre todo entre neurólogos y biólogos. Ahora, como esta idea está tan ligada a su teoría de la inteligencia artificial, sería conveniente que explique por qué considera que nuestro cerebro es una máquina.
–Habitualmente, cuando nos referimos a una máquina estamos hablando de un mecanismo simple, compuesto por diferentes partes y cuyo funcionamiento tiene una explicación razonable. El ejemplo típico podría ser el automóvil o la cortadora de césped. Cuando analizamos el cerebro con el microscopio, vemos que está formado por miles de millones de piezas, algunas de ellas asombrosamente pequeñas y complejas, aunque su estructura global es la de una máquina. Es decir, estamos hablando de componentes de algún modo imperfectos que no pueden hacer nada por sí solos, cuya misión consiste en ejecutar tareas parciales o servir de complemento de otras funciones. De hecho, ninguna parte del cerebro humano como tal puede ser considerada inteligente.
–Hay algo instintivo en cada uno de nosotros que rechaza esa comparación.
–Sí. Muchos sienten que es un insulto a la especie humana. Lo que sucede es que la mayoría de las personas tiene una visión bastante pobre, peyorativa, acerca de las máquinas. A nadie le agrada que lo comparen con un ventilador o una aspiradora. Pero hay que reconocer que en los últimos cincuenta años hemos desarrollado mecanismos que son infinitamente más complejos, aunque por costumbre los seguimos llamando máquinas.
–Es difícil acostumbrarse a la idea de que nuestro cerebro es, en el fondo, una combinación de múltiples mecanismos y tareas. Estamos habituados a percibirlo como un órgano indivisible, unitario, a tal punto que la representación oral de sus funciones es una palabra en singular, Yo. Usted prefiere hablar de "la sociedad de la mente", de la acción sincronizada de numerosos procesos a los que ha bautizado agentes. Resuma a grandes rasgos en qué consiste este modelo.
–Nuestro cerebro está integrado por cientos de pequeñas computadoras y cada una se ocupa de una función específica. El diálogo entre ellas es permanente. Esta concepción de la mente surgió a mediados de los 60 trabajando con Papert, quien desarrolló el sistema Logo, muy utilizado por los chicos para aprender computación. A mediados de esa década habíamos desarrollado una serie de robots para que imitaran ciertas tareas infantiles, como ordenar cubos de colores o identificar visualmente ciertos objetos. Por supuesto, fue una tarea fatigosa. Imagínese que para que el robot pudiese "ver" un cubo tuvimos que escribir cientos de pequeños programas de computación. Otro tanto ocurrió cuando quisimos que distinguiera a un objeto de su sombra o fuese capaz de doblar en la esquina o comprendiera el significado de una lista de palabras. Lo interesante de este método de enseñanza es que nos demostró que es más fácil programar a un robot para que juegue al ajedrez que para que haga cosas típicas de un chico de cuatro años. La paradoja era que la computadora podía resolver complicadísimas operaciones matemáticas, pero no podía pensar.
–En un artículo para la revista Discover, usted sugiere que le resulta mucho más interesante estudiar el mecanismo de aprendizaje de un chico que tratar de descifrar en qué consiste la genialidad de un Einstein o de un Bach. ¿Por qué?
–Cuando empezábamos a trabajar en el MIT sobre estos temas quisimos averiguar cómo funcionaba la mente de un adulto. Pero al cabo de un tiempo llegamos a la conclusión de que era un campo demasiado vasto y complejo. Un adulto es, entre otras cosas, el resultado de una cultura y una particular manera de crecer y desarrollarse. Esto nos decidió a concentrarnos en los chicos. Antes de venir al MIT, Paper había trabajado en Suiza junto con Jean Piaget y estaba familiarizado con todo lo relacionado con el desarrollo infantil. ¿Cómo aprendemos a hablar? ¿Cómo se organizan las palabras en frases y oraciones y cómo se vincula cada una de ellas con la que sigue? ¿Qué es lo que permite que un aroma, un sonido o un número se trasforme en una idea? Ésas eran las preguntas que nos interesaban en aquel momento. Einstein o Mozart, aunque sorprendentes, no dejan de ser genios, seres excepcionales; son el resultado, entre otras cosas, de una aptitud individual y de una circunstancia única. Pero el común de la gente no toma en cuenta que el proceso de aprendizaje de un chico, de cualquier chico, es algo absolutamente fantástico.
–Nuestra cultura no nos alienta a reflexionar sobre los mecanismos propios del aprendizaje. Nos convencemos de que el hecho mismo de aprender "nos sucede". ¿Es ésta una actitud típica de los adultos o también ocurre cuando jugamos con un balde en la playa?
–Por lo general, nadie se interesa en pensar cómo piensa. Tampoco nos ocupamos en analizar cómo aprenden los demás. Pero dele una cuchara y un vaso a un chico de un año, obsérvelo quince minutos y verá que se comporta como un científico: ensayará todas las formas posibles de introducir la cuchara por la abertura de la taza. El esfuerzo mental que realiza en ese momento es tremendo. Está aplicando a su modo el método de prueba y error. Pero si usted le pregunta a la madre le dirá, simplemente, que el chico "está jugando", lo cual es una manera muy superficial de ver la situación. Cada acierto y cada error quedan registrados en la memoria y pasan a formar parte de la experiencia personal del chico. Lo extraño es que, al cumplir cuatro o cinco años, se olvida de este complejo mecanismo de aprendizaje y empieza a actuar como una persona que siempre supo pensar, lo cual, como sabemos, no es cierto.
–Pensemos en la inteligencia artificial. ¿Está de acuerdo en definirla como la creación de máquinas cuyas funciones serían consideradas inteligentes si fuesen ejecutadas por seres humanos?
–Esta definición presenta una dificultad semántica, nos obliga a ponernos de acuerdo sobre lo que es y lo que no es inteligente. Inteligencia artificial es una ciencia que trabaja orientada en tres grandes direcciones. Por un lado, desarrolla robots y máquinas a las que se les ordena que cumplan tareas de diversa complejidad. En segundo lugar, nos permite elaborar nuevas teorías acerca del conocimiento. En tercer término, están, paradójicamente, las ideas que aportan acerca de cómo funciona nuestra propia mente.
–Si entendí bien, es un camino de doble mano. Al reproducir en forma mecánica funciones propias del cerebro, se pueden averiguar cosas que no sabemos sobre nosotros mismos, ¿no es así?
–Correcto. La inteligencia artificial ha hecho y seguirá haciendo aportes muy interesantes a la psicología. No olvide que en los años 50, cuando esta disciplina parecía adormecerse un poco sobre las ideas de figuras como Pavlov, Freud o Piaget, sucedió algo llamativo. Los psicólogos comprobaron que la computación era una fuente novedosa, inagotable, de estímulos. Esta afinidad creciente, sumada a las necesidades mutuas de respuestas que tienen la una de la otra, desembocó en el nacimiento de la psicología cognoscitiva.
–¿De qué manera se aplica el concepto de sociedad de la mente a la estructura de una computadora?
–Tradicionalmente, cuando alguien escribía un programa para una computadora tenía que hacerlo perfecto, de lo contrario no funcionaba. Si había un error, aunque fuese uno solo, la computadora no sabía qué hacer. Este sistema resulta bastante contradictorio, porque le exige perfección a un ser humano que por naturaleza no lo es. La sociedad de la mente propone otro enfoque. Nosotros creemos que programar una computadora tiene que ser una tarea similar a la construcción de una casa. Cada uno de los profesionales que uno convoca, desde el albañil hasta el plomero, se supone que es un experto en lo suyo, pero nunca en el manejo total de la obra. El éxito de la casa no depende nunca de un carpintero talentoso, sino del esfuerzo del grupo y de la capacidad de coordinación del arquitecto. La cuestión, entonces, no es empecinarnos en desarrollar un superprograma inteligente. Tenemos que escribir infinidad de pequeños programas, cada uno de ellos orientado hacia una función específica, y lograr que trabajen asociados unos con otros. La misión de uno de ellos será, como en el caso del arquitecto, coordinar las habilidades de los otros.
–Una de las profecías más conmovedoras que uno encuentra en sus libros son esas computadoras del futuro que serán capaces de sentir emociones.
–Seamos honestos: los humanos aún no sabemos mucho acerca de lo que significa sentir. Me refiero a cómo y por qué sentimos. A la gente le sorprendería más una computadora capaz de registrar sentimientos que otra capaz de pensar. Yo creo que no hay diferencias de valor o complejidad entre una idea y un sentimiento. Hay animales muy simples que, pese a todo, son capaces de sentir, de reaccionar ante algunos estímulos. Es curioso que muchas personas estén dispuestas a considerar en un plano superior, más elevado, a los sentimientos que a las ideas, porque lo que verdaderamente nos diferencia de otras especies es nuestra habilidad intelectual. En lo que respecta a las computadoras, bueno, no veo por qué nos resultaría más arduo dotarlas de sentimientos que enseñarles a pensar.
–¿Qué le sugiere que, por primera vez, el hombre esté tratando de crear inteligencia a partir de elementos que obviamente no lo son como el fósforo, la silicona o los impulsos eléctricos?
–Algunos de los elementos que menciona están incorporados en nosotros. Pero no son las partes en sí mismas las que cuentan, o su conformación, es decir, cuánto nitrógeno o cuánto carbono contiene cada una, sino que lo que importa es la relación funcional que establecen entre ellas. A partir de su pregunta se podrían hacer reflexiones de orden filosófico o religioso. En un sentido amplio, la búsqueda de la inteligencia artificial nos recuerda que, después de todo, no es una gran cosa ser persona. Me refiero a que estamos obligados a practicar un durísimo ejercicio de aprendizaje que abarca unos veinte años y después no vivimos, proporcionalmente, tanto tiempo como para poder utilizar ese conocimiento. En los próximos cien años la inteligencia artificial traerá, por ejemplo, mejores marcapasos para apoyar determinadas funciones cerebrales, mejores diagnósticos y corazones artificiales. Lo insólito es que, en el fondo, la gente tiene miedo a mejorar tanto física como intelectualmente. Está en nuestra naturaleza: vivimos en un estado de temor latente, inseguros, atemorizados por cualquier transformación que suceda a nuestro alrededor. La industria del espectáculo es un buen reflejo de este fenómeno. ¿Por qué cree que tienen tanto éxito las películas sobre guerras, crímenes, terror, catástrofes? Tenemos un miedo subyacente a pensar en cosas positivas, bellas o que funcionan bien.
–Un tema sobre el que se ha escrito bastante y fantaseado aún más es el de la futura convivencia del hombre con las máquinas inteligentes.
–Las posibilidades de esta relación serán infinitas, sobre todo a partir del momento en que las computadoras aprendan a programarse a sí mismas. Llegará el día en que, por su perfección, podremos considerarlas descendientes del hombre. No debemos cometer el error de encasillarlas en el papel de instrumentos inteligentes que están a nuestro servicio. Al tener una explicación más acabada acerca de cómo trabaja el cerebro podremos, con la ayuda de ellas, recrear el sistema de aprendizaje infantil. Estos conocimientos, a su vez, serán el embrión de nuevos métodos de enseñanza muy superiores a los actuales. Ya no tendremos que esperar, como sucede ahora, dos generaciones para comprobar los resultados de un sistema educativo. Las computadoras serán un magnifico túnel de prueba pedagógico.
–¿No cree que la palabra computadora suena un poco antigua e imprecisa, insuficiente para definir lo que hacen muchas de estas máquinas?
–Estoy totalmente de acuerdo. Es un término un poco denigrante para ellas.
–Los españoles emplean una palabra no ideal para más flexible: ordenador.
–Sí, como los franceses. Lo malo es que enfatiza la noción de orden y rigor, que no se ajusta al concepto de la sociedad de la mente.
–¿Qué le diría a quienes aun hoy se sienten intimidados ante una computadora? ¿Es un mal que se cura sólo con el tiempo o usted conoce algún buen argumento para hacerlas cambiar de opinión?
–Los temerosos se dividen en dos grandes grupos. Están los que se mantienen alejados de las computadoras porque sienten que no pueden obtener nada bueno de ellas y luego están los que sospechan que nunca van a poder aprender a operarlas. Tengo un amigo, que es escritor, escritor de éxito, que todavía redacta los borradores en su vieja máquina de escribir. Su trabajo marcha tan bien que no quiere perder tiempo en aprender a usar una pantalla. Mi consejo es que siga así. ¿Por qué habría de cambiar? Pero si usted imagina que sus ideas y su fuerza creativa pueden ser expresados con mayor eficiencia gracias a la ayuda de una computadora, no debería perder un minuto más en acercarse a ella. El segundo grupo de temerosos no se siente cohibido por la pantalla o el teclado. Esa es una fantasía detrás de la cual ocultan, o tratan de ocultar, el miedo a aprender algo diferente. Sucede con las matemáticas: no son los números los que asustan sino el proceso que implica aprender a manejarlos. Lo malo de esta fobia es que se hereda de generación en generación y forma parte de nuestros genes.
–Veo, sin embargo, que usted evita la prédica simplista de sugerirle el uso de la computadora a todo el mundo.
–Es que no hay recetas mágicas. La computación es un poco como el alpinismo. Escalar una montaña puede ser una lamentable pérdida de tiempo o una hazaña, todo depende del sentido que uno le dé.
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