Martín Caparrós: fino retrato de un hombre incómodo
De su afán por la literatura y el periodismo a su personalidad exacta como esa cicatriz que un borracho le hizo en la cara en el 76, este perfil del gran cronista latinoamericano tiene un trazo infalible: el de una gran cronista argentina
Era la hora del almuerzo de un día de la última semana de octubre de 2017. Martín Caparrós estaba en el departamento que alquila desde hace un par de años en Madrid. Acababa de regresar de Barcelona, donde había presentado una reedición de su libro de crónicas Larga distancia, y de una charla que había dado en Elche. Poco antes había estado en la Argentina, donde a su vez había llegado desde Colombia. Tenía que despachar su columna para el New York Times en Español en tres horas, y en unas cinco pasaría a buscarlo un auto de la producción de la película en la que actuaba para llevarlo a un campo donde empezaría a filmar por la mañana. Después viajaría a Oaxaca, México, para ponerse al frente del Taller de libros periodísticos que dicta en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. A pesar de ese ajetreo, preparaba tranquilamente una ensalada. Aunque suele decir de sí mismo que es una persona impaciente -basta caminar un par de cuadras a su lado para entender que sus zancadas de metro y medio dicen, sin decir, que si no hay nada interesante en el trayecto lo mejor es llegar rápido-, nadie que sepa mirar la realidad como él -con minucia de entomólogo- puede estar en otra parte que no sea el presente puro, con el detenimiento que eso implica. Ese día habló de libros, de proyectos (nunca sucumbe al miedo becerro de que le arrebaten las ideas), y de la decoración de ese departamento ajeno repleto de almohadones y caireles, algo entre lo tierno y lo kitsch que no tiene nada que ver con él pero que no ha modificado en absoluto, y que es la única residencia más o menos permanente a la que vuelve desde ese resto del mundo donde pasa buena parte del tiempo. Allí tiene sus pocas pertenencias -ropa, los libros que le quedan después de haberse desprendido de su biblioteca-, y es la expresión más concreta de algo que menciona desde hace rato con el desdén elegante pero coqueto con que habla de sí: la necesidad de no tener objetos. Un día descubrió que le gustaba la idea de que todo lo que tenía estuviera en la maleta de cabina con la que es capaz de ir de Zambia a Rusia sin pasar por casa. Desde entonces, cultiva la prescindencia y es el experimento encarnado de alguien sin más raíces que sí mismo, una forma de sostener con el cuerpo los asuntos sobre los que escribe: "La patria es una idea paranoica -funciona en referencia a una amenaza externa- y la paranoia siempre vende bien. Es fácil entusiasmarse con la patria. Es fácil imaginarnos distintos de los otros; es fácil imaginarnos mejores que los otros", escribió en el NYT del 25 de septiembre de 2017.
Nacido en Buenos Aires en 1957, militó desde los 13 en grupos de izquierda hasta que entró a las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), y tuvo su primer trabajo en el diario Noticias a los 16, bajo las órdenes de Rodolfo Walsh. A los 18, antes del golpe militar, se fue a Europa y no volvió hasta 1983, ya con novelas escritas y habiendo estudiado Historia en la Sorbona. En la Argentina formó parte de los proyectos periodísticos más rupturistas de la época: El Porteño, Página/12, el programa de radio Sueños de una noche de Belgrano, el programa televisivo El monitor argentino. Ni entonces ni ahora dejó de creer en lo que creía siendo militante: "Yo no he encontrado muchas cosas que me calienten tanto como decir «Podemos hacer un mundo mejor»". En sus contratos con las editoriales incluye una cláusula que dice que, junto con su nuevo libro, el editor debe enviarle una caja de "buen vino". Eso podría leerse como un gesto burgués si no fuera porque él ha hecho de la incomodidad -de sucesivos saltos hacia la incertidumbre- su manera. Llevaba cuatro novelas publicadas cuando editó un libro de crónicas: Larga distancia. Siguió otro sobre el Sai Baba -Dios mío- y entonces, junto a Eduardo Anguita, escribió La Voluntad, una historia de la militancia revolucionaria argentina. Después de La guerra moderna, cuando ya había dado a la no ficción algunas de las piezas más memorables del idioma, publicó La Historia (que acaba de reeditar Anagrama), una novela de casi mil páginas sobre una civilización inventada. Siguieron Amor y anarquía; la novela Valfierno (con la que ganó el Premio Planeta); Boquita, sobre Boca Juniors; Los Living (novela con la que ganó el Premio Herralde); un libro de fotos de Corea, Pali Pali. Entre una cosa y otra actuó en películas y se lanzó a recorrer el país en auto para escribir El interior, donde extremó el procedimiento de la fragmentación en un puzzle texturado y sonoro que fue, una vez más, ponerle el cuerpo a lo que ya había dicho: que la crónica latinoamericana se había adormecido, incapaz de probar formas nuevas. Dinamitado que hubo sus recursos narrativos, recorrió el mundo -Moldavia, Liberia, El Salvador- comisionado por el Fondo de Población de la ONU para contar historias de jóvenes migrantes (los testimonios se reunirían después en el libro Una luna), y de esos viajes surgió su siguiente proyecto demencial: contar el hambre. Se fue a vivir a España y desde allí viajó persiguiendo hambrunas para escribir un libro, publicado en 2016, traducido a más de 15 idiomas, que le valió premios como el Tiziano Terzani, el Caballero Bonald y el Moors Cabot. Allí, en El hambre, se pregunta "¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas? (Que en el mismo mundo donde se produce comida de sobra haya 900 millones de personas que pasan hambre; que entre 8 y 10 se mueran cada medio minuto por sus causas)". La indignación caparrosiana no ofrece soluciones: es una indignación looser sin más objetivo que confrontar (se) con una idea insoportable: "(...) sería bueno separar la acción de los resultados de la acción. No hacer lo que quiero hacer por la posibilidad del resultado sino por la necesidad de la acción: porque no me soporto si no hago", escribe en las últimas páginas de El hambre. Prosista furibundo capaz de embestir contra Teresa de Calcuta, el Rey de España o el Papa, fue crítico del gobierno kirchnerista, bestia negra de aquellos a quienes por su pertenencia ideológica supuestamente debía alabar; y es crítico del gobierno de Macri, desilusionando a quienes podían suponer que, ahora, sería uno de ellos. Escribe ficción y no ficción aluvionalmente -en libros, en El País, en el New York Times, en hoteles, en aeropuertos-, y ese apetito por contarlo todo puede haber empezado con un accidente: tenía unos 6 años cuando viajaba en un auto que volcó y, mientras daba vueltas, trataba de seguir con el dedo la frase de una novela de Salgari: "Con los años pensé que era un posible origen mítico de mi gusto por la literatura. Que la literatura también servía para sacarte de situaciones espantosas". Viste casi siempre de negro. Tiene una cicatriz, producto de una pelea en París, año 76, cuando un borracho le rajó la cara con una navaja. Cocina como los que saben (aunque el espectáculo que deja sobre las mesadas es desolador). Tiene habilidades vistosas, como el peligroso arte de abrir botellas de champagne cortándoles el cogote con un sable, algo que no sirve para nada salvo para deslumbrar a amigos. Lee mucho pero no habla de eso, como si la experiencia cultural debiera ser, por fuerza, pudorosa. Dice "no sé" cada vez que no sabe. Hace notar su disgusto con carraspeos que suenan a puteadas. Puede ser feroz, pero no cruel, y jamás ejerce su ferocidad con alguien que no pueda soportarla. Cuenta buenos chistes, nunca groseros, y si a nadie le hacen gracia se encoge de hombros, fingiendo una timidez que no siente o dejando salir una timidez que no muestra a menudo. Este año cumplió 60 e hizo lo mismo que a los 50: escribió e imprimió un libro sólo para sus amigos. En aquel entonces fue Una luna. Este cuenta la historia de sus abuelos: Antonio, español que llegó a la Argentina huyendo del franquismo en 1948, y Wincenty, polaco judío que llegó en 1928 huyendo de algo siniestro todavía difuso. En el final de este libro, llamado Los abuelos, escribió: "Crecer es esconderse: aprender a esconderse". Aquel mediodía en Madrid dijo que se le había ocurrido que si sus abuelos se habían fugado de dos de los horrores más potentes del siglo XX -Franco, los nazis- quizás era lógico que él hubiera heredado el impulso de la fuga. Usó esa palabra -fuga- con el tono melancólico al que recurre cuando habla de algo personal, bajando la voz cuando termina la frase y mirando fugazmente hacia otro lado, como quien dice "no me creas mucho". Quizás sintiendo que no hacía falta decir lo que acababa de decir.
Del editor. por qué es importante:
Martín Caparrós obtuvo el premio María Moors Cabot que entrega la Universidad de Columbia por constituirse en "una de las principales voces del periodismo literario latinoamericano". También este año Anagrama reeditó La Historia, su novela monumental.
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