Manuel, el perro vagabundo que no bajó los brazos
De la casa a la calle y de la calle a la casa, una historia de solidaridad y paciencia
"Hay quienes nacen con estrella y quienes lo hacen estrellados" reza el popular dicho. Manuel, a sus 12 años perrunos, no entiende de aforismos, refranes ni yerbas similares. Pero con seguridad tiene un máster en experiencia y calle, mucha calle.
Rosita, su mamá, vivía en un asentamiento precario del conurbano, con una familia compuesta por una madre, un padre ausente y siete vástagos que nunca habían ido a la escuela. Sobrevivían a los ponchazos y la palabra "comida" casi no entraba en su vocabulario. Revolver en la basura, rogar por la solidaridad de otros y acostarse con la panza hecha un concierto de sonidos famélicos formaban parte de la triste realidad de aquella familia…y de Rosita, claro.
El hecho es que en una de las tantos partos de la perra, nació Manuel, aunque fue bautizado mucho tiempo después . Permaneció como NN durante casi cuatro meses, cuando un basurero lo rescató en un estado calamitoso. Pulgas, demodexia, un avanzadísimo estado de desnutrición y una mirada vacía a su tiernísima edad fue de lo menos que tenía.
Sin el pan y sin la torta
De villa tachito a una humilde casa en Wilde fue el traslado. Lo que parecía ser el fin de las penurias del pobre perro fue simplemente una breve pausa en su estrellado destino. Cuando el cachorro creció y empezaba a reponerse un poco, la familia debió mudarse a otro lugar en el que los animales no estaban contemplados. Una vecina pasó a ser entonces la nueva "ama" del ahora denominado "Rey", aunque de coronado no tenía ni un ápice.
Lo alimentaban medianamente bien, pero vivía a la intemperie y sin la bendición de una caricia. Y es que Sandra no era nada afecta a los animales, pero supuso que un perro podría alejar con sus ladridos a potenciales amigos de lo ajeno. En ese sentido, Rey cumplía con su labor, a ladrido limpio con cuanta alma de dos o cuatro patas se acercara al oxidado alambrado que cercaba la sencilla propiedad.
Pero, una vez más, el destino le ganó con 33 de mano. Sandra debió ser internada por varios meses con un severo cuadro de hipertensión y Rey fue remitido a un refugio de la zona oeste donde, de hijo único, pasó a convivir con otros 270 hermanitos de variado pelaje, tamaño y edad.
El último cachorro del tarro
Él, a sus cuatro años y un porte de bóxer, aunque con pelo y cola largos, tuvo algunos reparos al principio, aunque rápidamente se hizo respetar. Los encargados del lugar lo adoraban: era dulce y compañero, además de respetar a las hembras y cuidar del predio como si siempre hubiese vivido allí.
Pero los días y meses pasaban y la espera se hacía larga. Los fines de semana familias enteras, parejas sin hijos e incluso almas solitarias visitaban el predio en busca de adoptar una mascota. Pero nadie se decidía por ese par de ojazos color miel, orejas erguidas y una larga cola que se batía sin cesar ante cada visita. 15 meses debieron transcurrir hasta que una nena de ocho años quedó cautivada por él y logró convencer a sus padres de llevarlo a su casa en Hurlingham.
Su nuevo hogar le supo a palacio: un gran parque para correr, dos amigos de tamaño pequeño para jugar, comida a voluntad y cariño suficiente le bastaron a Manuel –en su momento Jack- para convencerse de que esta vez sí era la vencida, que la espera finalmente había concluido. Casi tres años transcurrieron en paz, entre asados, pileta y felicidad. Aunque, nuevamente y por enésima vez, el diablo metió la cola.
El hogar se quedó sin familia
Fue una tarde de junio cuando tres sujetos armados entraron a la propiedad, justo cuando los tres canes de la familia estaban en el veterinario por las vacunas anuales correspondientes. El hecho es que la dueña de casa y su hijo menor fueron encerrados en un baño, mientras el padre de familia era llevado por los cajeros de la zona en busca de dinero. La historia por fortuna no tuvo un desenlace trágico, pero bastó para que la casa fuera puesta prontamente en venta para concretar un traslado al exterior.
Jack no supo entender de estas cuestiones, pero lo que sí le quedó claro fue que a sus ocho años había tenido más hogares, amos y sinsabores de los que podía recordar.
Su nuevo destino fue otro refugio en zona norte, adonde lo llevó su última familia antes de despedirlo entre llantos desconsolados de los chicos y promesas difíciles de cumplir. Esta vez los encargados del lugar se preocuparon por dejar asentada su historia, como lo hacían con cada uno de los recién llegados. Los detalles se perdían, pero quedaba claro que la vida del pobre animal había sido cuanto menos nómade y errante. Fue allí donde lo bautizaron Manuel, que como cada nuevo ingresante era bautizado con una letra del abecedario. "Con M me gusta Manuel", dictaminó Claudia, una de las madrinas del refugio.
Pareja dispareja
Esta vez las posibilidades de adopción no eran muchas. Un perro ya adulto, con varios hogares a cuestas, no tenía mayores chances frente a cachorros tiernos y compradores. Sin embargo, ajeno una vez más a prejuicios y vaticinios poco auspiciosos, Manuel desplegó todo su carisma y cariño ante cada visita. Y esta vez sí, el destino le permitió ganar la mano. Y la partida.
Aurelia y Bruno, un matrimonio jubilado y con hijos mayores viviendo en el interior, andaban buscando la compañía de un perro ya grande, sin los problemas que acarrean los cachorros en cuanto a educación. Cuando se enteraron de la historia de Manuel, enseguida supieron que algo los había llevado hasta allí, en ese momento.
"El encuentro fue muy especial", rememora Aurelia, "sentí como si nos hubiese estado esperando desde siempre. Nos miró fijo como diciendo ‘acá estoy’, y no dudamos; ese día lo trajimos con nosotros".
Ya pasaron casi cuatro años desde aquel día. Manuel mira desde su camita hecha a mano por Bruno, con el sweater a colores tejido por Aurelia. Reposa tranquilo, en paz. Como si supiera que, esta vez sí, con seguridad, la suerte estaba de su lado. Para siempre.
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