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Este confinamiento junto a su familia en su departamento de dos plantas en el barrio porteño de Colegiales mientras trabaja a distancia como vendedor de seguros, a Marcelo Lapajufker lo mete cada día en aquel pozo de un metro y medio que durante dos meses fue la trinchera que compartió con otros tres soldados en Malvinas.
Saluda con el codo, invita a lavarse las manos con jabón; simpático, verborrágico, se lo ve relajado, como si supiera cómo enfrentar el miedo que se respira en las calles de Buenos Aires. Sobre la mesa hay una caja donde guarda 187 cartas que le llegaron a las islas, algunas medallas y un llaverito que le entregó su mamá a aquel hijo de 18 años, justo antes de partir, cuando el camión del Ejército ya estaba en marcha. Sobre la mesa Laura, su mujer, también pone un pote de alcohol en gel.
“Para nosotros, los cuatro de la trinchera, el miedo era un motor, nos hacía pensar qué nos convenía en cada momento”, dice. “La diferencia es que allá sabíamos quién era el enemigo, tenía forma humana, se escuchaban bombas, los ingleses nos venían a matar. Este virus hace lo mismo, pero la diferencia es que es invisible”, dice en referencia al coronavirus.
Por algo más de dos horas con este excombatiente de Malvinas en el living de su casa se lloran angustias más viejas que las actuales: tienen 38 años, datan de abril de 1982. En este espacio luminoso, donde en una pared cuelga enmarcada, tras un vidrio, la cuchara de aquel soldado, también hay sitio para alguna forma de celebración: por la vuelta con vida, porque puede rearmarse todos los días y seguir, porque conserva las cartas.
Una de las primeras aclaraciones que hace Marcelo, Mare para los amigos de su juventud, es que "hay que cambiar el concepto de trinchera". Sus ojos transparentes se tornan filosos: "En Malvinas nosotros vivíamos en un pozo de zorro, eso no era una trinchera". Y relata: "Llegamos a Puerto Argentino, la tierra congelada. Con una pala retráctil nos pusimos a cavar. La pala se doblaba, seguimos con el casco, había piedras, seguimos con las manos. Cavamos hasta que nos llegó a la cintura, luego pusimos bolsas con arena y tierra para poder apoyar el fusil y evitar los disparos de frente".
Marcelo dice que si sobrevivió en ese agujero fue porque lo acompañaban esos tres “hermanos” –aún hoy se visitan y se consideran familia- y porque existía el milagro de las cartas. “No llegaba la comida ni el abrigo, pero llegaban las cartas”. Y habla de ese ritual sagrado de cada mañana. Todos los soldados y los oficiales de su compañía (CaCom 10, de Palermo), unos 200, se reunían para escuchar el parte del día. En un momento llegaba una bolsa plástica de Encotel y se ponía en medio de un círculo; allí, un suboficial iba sacando cada carta, leía el remitente en voz alta y ese soldado se acercaba a recoger su sobre; luego, volvía a su lugar a esperar por si hubiera alguna otra para él. Y al final repartían las que venían “para un soldado en Malvinas” o “para un soldado de mi Patria”; esas quedaban para el que las quisiera tomar.
"Mare" se sentía afortunado porque todos los días recibía varias. La primera fue de su mamá, el 23 de abril; el 28 llegó otra de ella. "¿Dormís bien? ¿Querés más abrigo? Pedime, hijo". Además de su familia, le escribían sus amigos, conocidos, vecinos ("Soy la señora del perro salchicha de Lanús, Elsa..."), maestras de la escuela primaria ("Soy Olga, tu exmaestra de 4° grado… ¿Te acordás cuando hicimos a nuestras queridas Malvinas, las rellenamos con azúcar, le dibujamos la bandera azul y blanca? Parece mentira que estés junto a miles de chicos defendiendo nuestra soberanía"). De las que escribían personas desconocidas para él, también conserva varias: "querido soldado", "escribí", "viva la patria", "Dios te bendiga", "volvé pronto", se repite escrito a mano o a máquina.
Marcelo vivió su infancia en Villa Modelo, Avellaneda. En la entrada había un zaguán, luego un patio con toldo de chapas plásticas y dos habitaciones: en una dormía él con su hermano, Norberto, y en la otra sus padres: su papá, un "herrero de los de antes" y, su mamá, comerciante. A Marcelo le gustaba leer y lo que más disfrutaba del colegio era cuando le pedían redacciones. "En casa no existía la biblioteca, éramos humildes. Pero mi papá tenía una enciclopedia que se llamaba A través del ancho mundo, y todavía hoy me acuerdo cosas que leí ahí. Puedo contestar bien en un programa de preguntas y respuestas", dice. Este señor de 56 años, barba blanca, aclara que no bromea.
En los minutos libres -no eran muchos en Malvinas- buscaba alguna madera o cualquier cosa para apoyar y respondía algunas cartas. "Cuando escribía, volvía a mis amigos, a mi casa, necesitaba ese presente", dice. Las que le escribía a su mamá eran pura ficción. "Le mentía de una manera feroz. Le decía que estaba muy bien. ‘Como bien, estoy abrigado, me cuido’, todo mentira. Las cartas mías eran como cuentos para mi mamá. Después le contaba la verdad a algún amigo, o algún tío", dice. En una carta su tío Rubén le pide: "Escribiles a tus padres de las cosas ‘lindas’ (ya me entendés). Fuerte abrazo al ‘hombre’ con mayúsculas".
El pozo donde Marcelo estaba asignado como "comando y seguridad", es decir, hacer guardia todo un día completo, no sólo era frío sino que permitía el paso del agua y se iba humedeciendo todo. "El barro que había adentro te iba congelando los pies, por más borceguí que tengas porque no eran impermeables", dice. Habla de los dos pares de medias gruesas mojadas que tampoco servían. De ahí lo sacaban las cartas que compartía con sus compañeros, entonces sí volvía el calor de la cocina. "Las cartas eran todo. Yo las conservaba en una bolsa de nylon y las llevaba siempre conmigo, en el bolsillo más grande del pantalón de combate", relata. Se toca la pierna del jean. Luego sube a su habitación y trae aquella ropa en perchas, limpia, planchada y muestra ese bolsillo del que hablaba.
No podía entender cómo algunos compañeros dejaban las cartas en la trinchera. Se mojaban y se iban borrando y rompiendo; otras, se volaban con el viento. Las suyas están impecables, sólo algo amarillentas. Conserva los sobres, abiertos sin rasgaduras. "Para esto usaba la bayoneta. Era para lo único que servía", dice. Y del desparramo de cartas que tendió sobre la mesa rescata la de Giselle Arvilly, una niña de 4° grado que lo conocía del club y, cuando la maestra les pidió que escribieran una carta, supo que era para "Mare".
Giselle toca el portero eléctrico. Pasa a lavarse las manos. Luego se acerca a Marcelo: “Un saludo de codo, pero largo, porque hace mucho que no nos vemos”. Los dos se ríen. “Te pedí que vengas porque estoy convocando a quienes me escribieron cuando estaba en Malvinas”, dice. “Me gustaría que me leyeras tu carta. La cuidé como un tesoro”. Giselle asiente, busca sus anteojos. “¿Estás más grande? ¿Pero vos no tenías ocho años?”. Celebran de nuevo. “Lanús, 30 de abril de 1982. A Mare, soldado argentino (...) No tengas miedo, porque no vas a morir. Yo desde acá te cuidaré con mucho amor y toda la fuerza, aunque tengo muy poca fuerza, porque soy una niña, pero te pondré toda la fuerza de mi corazón (...)”.
Se emocionan y lamentan que el coronavirus impida un abrazo. "No sé si tenés idea de lo que esto significa para mí, esta carta me ilusionaba con poder volver", dice Marcelo. "Yo pensé que esta carta nunca había llegado a destino. Me enteré cuando salió tu libro". Se refiere a Hay dos cartas sin abrir, que él publicó hace unos años con todas las cartas y algunas breves intervenciones suyas. "Te admiro, por la fuerza que tuviste, por cómo volviste, te rearmaste y seguís".
De la cocina llega olor a brownie recién horneado por Laura. “Ella también me escribía cartas”, dice Marcelo. Mira a su mujer y se ríen con complicidad. “¿Les cuento cómo fue que llegamos a casarnos?”.
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