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“¡Ese soy yo!”, gritó Darío Hernández cuando vio la foto: un menú con la imagen de un barco blanco y esplendoroso y unas firmas en tinta azul y caligrafías muy variadas. Tardó en reconocer algunos nombres pero la foto lo paralizó.
“Esa imagen me confirmaba todo lo que había vivido. A veces, lo que cuento se me empieza a transformar en una película hasta para mí mismo. Había empezado a desconfiar de mis propios recuerdos y esta fotografía le devolvió la certeza a mi memoria”, explica este suboficial retirado, que entró a la Escuela General Lemos en 1981 y, a los pocos meses, se encontró con un fusil en la mano, en una guerra que no había elegido y frente a un enemigo inesperado.
Darío Hernández regresó de la guerra de Malvinas como prisionero luego de la derrota argentina junto a más de 4.000 soldados en el buque Canberra. Ese menú llevaba impresa la foto del barco, de diseño moderno para esa época. Lo llamaban la “ballena blanca” por su color y su imponente porte. En la contratapa, aparecían las firmas de 26 soldados argentinos.
Varias estaban acompañadas de agradecimientos. En un inglés tímido, algunos se animaron a escribir “Thank you”. Brian Short, uno de los músicos de la tradicional banda que acompaña a la Royal Army, fue quien publicó la foto en sus redes sociales, hace algún tiempo. Era uno de los encargados de custodiarlos en su regreso de las islas.
Hacía tiempo que este veterano inglés tenía la necesidad de hablar de la guerra. Empezó a subir sus recuerdos en las redes y terminó publicando un libro, The band who went to the war (La banda que fue a la guerra) en el que narra sus recuerdos de los soldados argentinos que viajaron con él en el Canberra. Las redes lo ayudaron a encontrar respuestas del otro lado del continente.
No sabíamos dónde quedaban
“¿Las islas Malvinas?, pensamos cuando nos convocaron ¡Ni sabíamos dónde quedaban! Salimos creyendo que en un mes estábamos de vuelta en casa”, recuerda el oficial y percusionista de la Banda de la Royal Navy. “Recién cuando perdimos a nuestros primeros cuatro hombres entendimos que estábamos en guerra”, confía en comunicación con LA NACIÓN.
Se retiró de la Royal Army a principios de la década del 90, cuando un atentado de IRA mató a siete miembros de la banda. Nunca dejó la música y se dedicó a tocar en locales y enseñar. La guerra lo marcó, como a todos. No le dejó secuelas físicas pero sí le despertó antiguos traumas infantiles. “Mi padre murió antes de que yo naciera, en una guerra poco conocida (la del Canal de Suez). Cuando regresamos de Malvinas, al bajar del barco abracé a mi mujer y lloré por primera vez en tres meses. Pensé en los caídos y en todos los niños que vivirían una infancia como la mía”, reflexiona Short.
En ese viaje de tres días, desde las islas hasta Puerto Madryn, los ingleses convivieron con los argentinos en un clima de respeto y paz. Los argentinos volvieron a dormir en una cama, pudieron ducharse después de dos meses y recuperaron el calor en sus cuerpos. Algunos, con un poco más de ánimo, compartieron charlas con sus custodios.
Al llegar a destino, antes de desembarcar, Short les ofreció un menú para que dejaran su recuerdo y allí firmaron todos los que quisieron hacerlo, como Darío Hernández. “En el barco, esta gente se portó muy bien, me dieron un bastón, un mazo de cartas y nos trataban con respeto”, recuerda.
Hernández había sido herido en ambas piernas, por las esquirlas de un mortero, en la Batalla de Pradera del Ganso, tras una valiente maniobra para intentar salvar a un compañero. “Cuando logré acercarme a él sentí que algo me quemaba las piernas. El soldado ya estaba sin vida”, recuerda con tristeza Hernández. Al ser tomado prisionero por los ingleses, fue trasladado y operado en el hospital de campaña que habían levantado en Bahía Ajax. De allí, lo llevaron al Canberra.
Este transatlántico blanco fue construido en 1960 para transportar turistas alrededor del mundo. En abril de 1982, en apenas dos días, se transformó en un barco de apoyo para transportar soldados ingleses a las islas. Algunas huellas de su destino turístico no pudieron borrarse y forman parte de los recuerdos de los soldados argentinos que viajaron en él.
“Dormíamos acostados sobre colchones, en una especie de pista de baile, con alfombras con las marcas que dejan los sillones. Había un piano atado en un costado y unas tarjetas de propaganda del barco que nos regalaron al desembarcar”, recuerda Darío. Los que estaban heridos y los que debían ser operados ocupaban dos pisos diferentes. El resto se alojó en los camarotes.
Brazo herido
Jorge Marchesini es otro de los que firmó el menú. Era parte del Regimiento de Infantería 12 de Mercedes, de Corrientes y su misión era abastecer de munición a la compañía. Llegó al Canberra con un brazo herido por esquirlas de mortero. Había participado en el duro enfrentamiento en Pradera del Ganso.
“Recuerdo a los Pucará volando sobre mi cabeza y nosotros levantando los fusiles para vivarlos. Los ingleses tuvieron que pedir refuerzos para poder atacar, no les resultó tan fácil como pensaban”, relata con orgullo. Llegado el momento de la rendición, Marchesini reconoce que los británicos lo trataron muy bien en el Canberra y los primeros cuidados en ese barco evitaron la amputación de su brazo. “Atendían a soldados argentinos y británicos, por igual. ‘La prioridad es la urgencia’, decía el médico que nos auxiliaba”, recuerda.
Marchesini había egresado de la Escuela General Lemos en 1981 como mecánico en munición y explosivos. Con un poco más de entrenamiento que los 12.500 conscriptos enviados a las islas, Marchesini nunca imaginó entrar en guerra. “Nos pusieron en un tren desde Corrientes a San Antonio Oeste y yo estaba a cargo de las municiones. En las estaciones, la gente nos esperaba para acercarnos tortas, empanadas, cartas. Yo le di mi dirección a una mujer que estaba ahí para que le escribiera a mi madre y le avisara que me iba a las islas. No habíamos tenido tiempo ni para eso”, dice este suboficial que pasó a retiro al llegar de las islas.
No pudo volver a Malvinas, pero sueña con visitarlas algún día. Al retirarse, estudió, formó una familia y hoy ejerce como docente universitario, pero los recuerdos de la guerra aún lo afectan. Lleva la foto del Canberra en su perfil en las redes. “Esto es lo que queda, porque nosotros pasamos por esta vida y lo que quedan son los relatos”, agrega.
El único conscripto
Ariel Tascón es el único conscripto de los tres y en sus planes estaba ser arquitecto. Pertenecía al Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601, en Mar del Plata, donde vivía. Con apenas un mes de instrucción, en abril de 1982, fue enviado a las islas a cargo de cañones que no sabía manejar.
Durante los dos meses y media de guerra, vivió a la intemperie, dentro de “pozos de zorros”, y el contacto constante con el agua fría y anegada le provocó una enfermedad conocida como “pie de trinchera”. Llagas e infecciones recubrieron e inflamaron su pie, causándole mucho dolor. “A veces prefería congelarlo para calmar el dolor”, recuerda.
El 3 de junio, en el recambio de su guardia, llegó hasta la carpa casi arrastrándose y un misil inglés impactó en la compañía, destruyó el radar y mató a cuatro de sus compañeros, lo que empeoró su ánimo y su estado físico. “Hubo momentos en que decidí no protegerme más durante las alertas y, directamente, no salía de la carpa, porque no soportaba más vivir con ese dolor”, admite.
Llegó al Canberra colgando de los hombros de dos soldados que lo ayudaron a movilizarse porque ya no podía hacerlo solo. “Me tuve que poner un par de zapatillas Flecha, talle 45, apenas acordonadas, porque no había calzado que me sirviera”. Tardó varios meses en recuperarse, pero logró salvar su pie de la amputación gracias a las primeras curaciones en el Canberra. Al regresar, obtuvo su baja y pudo volver a sus proyectos.
Estudió arquitectura y hoy ejerce esa profesión. Formó una familia que en 2018 lo acompañó en su primer viaje a las islas. “Al tocar la turba, después de todos esos años, me quebré. Lloré abrazado a mi hijo y les mostré los lugares donde habíamos estado”, agrega.
El puente
Los tres veteranos argentinos volvieron a conectarse con su historia gracias a este menú publicado en las redes y se comunicaron con Brian Short. Este reencuentro no hubiera sido posible sin la persona que hizo de puente para que sucediera. Germán Stoessel es ingeniero forestal, tiene 47 años, vive en Caleta Olivia con su familia y es un investigador amateur de todo lo que tenga que ver con la Guerra de Malvinas. Su interés es rescatar y visibilizar la memoria de los veteranos argentinos que vio marchar cuando él tenía 7 años por las calles de Comodoro Rivadavia, donde vivía.
“Los espiaba frente a mi escuela y con mi familia los recibíamos en casa. Mi mamá les cocinaba tortas”, recuerda Stoessel. Diez años más tarde, como estudiante en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Plata, los vería desfilar en forma muy distinta: como vendedores ambulantes en los trenes de Buenos Aires. Aún hoy siente indignación por el abandono social que sufrieron.
“Encontrar a cada uno de los que firmó el menú del Canberra implicó abrir una caja de recuerdos que estaba muy guardada. Encontré a 21 de los 26 que lo firmaron y, la mayoría de ellos, sintió mucho interés en contactarse con los ingleses del Canberra”, explica Stoessel. Se cruzó con la foto del menú publicada en uno de los tantos grupos dedicados a Malvinas en redes sociales. Sintió mucha curiosidad por ver qué había sido de la vida de cada uno de ellos y los rastreó por las mismas redes. A la mayoría les mandó un mensaje por Facebook, en el que se presentaba, le adjuntaba la foto y le preguntaba si estaría dispuesto a contar su historia.
Así, nació esta historia que reunió a unos y otros. El menú del Canberra fue un puente en el que se reconocen en los mismos traumas de posguerra y el mismo dolor por los caídos, por los que se suicidaron y por todos aquellos que aún no pueden recuperarse. “No deja de asombrarme el respeto mutuo que se demuestran al verse y al recordarse”, agrega Stoessel.
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