Luján: cómo es vivir al lado del basural a cielo abierto más grande de la provincia de Buenos Aires
Con más de 16 millones de habitantes, Buenos Aires es la provincia más poblada de la Argentina y, en consecuencia, la que mayor cantidad de desechos genera. Pero a diferencia de la Capital y algunos municipios del conurbano, que cuentan con un sistema de gestión de residuos administrado por la empresa estatal Ceamse, los distritos más marginados muchas veces dependen de estructuras propias, improvisadas y precarias. Ese es el caso de Luján, donde se encuentra el basural a cielo abierto más grande del territorio bonaerense, un complejo de 12 hectáreas que acumula tantos años de abandono como desperdicios.
“La situación es crítica. En términos ambientales, sanitarios y sociales. Todos los residuos domiciliarios, los de construcción y los de la poda municipal van al basural. Antes era, incluso, peor que ahora. Hasta hace unos meses, el 80% del predio se prendía fuego, algo que logramos reducir a fuerza de trabajos con el suelo y maquinaria”, explica Pedro Vargas, subdirector de Residuos Sólidos Urbanos del partido, cargo que asumió con la nueva gestión a partir de diciembre, en esta ciudad que supera los 120.000 habitantes.
Las quemas son una práctica usada para “achicar” la acumulación o el resultado de la aglomeración de gases de basura, plásticos y calor. De las consecuencias que provoca ese humo saben los vecinos del barrio San Pedro, ubicado a 10 cuadras del basural. Allí vive Sergio Almada, de 59 años, presidente de la sociedad de fomento e histórico activista por la erradicación. Durante décadas, desde personas mayores hasta niños de los alrededores de esta zona periurbana de Luján han presentado erupciones en la piel y problemas respiratorios.
“En una época pasaban semanas y hasta meses en los que se quemaba nylon, gomas y todo lo que caía ahí adentro. Se llegaron a descargar tanques atmosféricos, lo que causaba un olor a materia fecal insoportable. Te tenías que ir del barrio porque era imposible. Todo eso llegaba hasta acá y terminó afectando nuestra salud; en muchos casos, de forma crónica”, señala Sergio, a quien la ficha le cayó cuando llevó a una de sus nietas al médico por broncoespasmos reiterados. Le preguntaron quién fumaba en la casa y él respondió que nadie. A partir de entonces, los vecinos fueron recolectando certificados de infectólogos para dar cuenta de las afecciones que les causaban las quemas.
En la actualidad, de acuerdo con Braian Vega, director municipal de Gestión Ambiental, hay basura en más del 95% del complejo, con una acumulación que oscila entre los 25 y los 30 metros de profundidad. “Es duro, pero debemos mostrarlo y reconocerlo, lo que es diametralmente opuesto a lo que se hizo históricamente, que implicó darle la espalda. Hoy, a través del Ministerio de Ambiente, accedimos a un programa del BID para sanear y reconvertir nuestro basural”, detalla.
El proyecto, financiado con préstamos del organismo internacional, contempla la construcción de una planta de disposición final, una línea de división de residuos para recuperar lo reciclable (con puestos que les darán a los actuales recuperadores, afirman), nuevos contenedores en el ejido urbano y hasta la creación de un ecoparque. Desde la municipalidad evitan hablar de plazos, pero aclaran que para concretar la propuesta se anexarán más territorios al complejo, que pasará a ocupar un total de 36 hectáreas.
Qué hacer con los residuos es uno de los grandes interrogantes que se presentan a las administraciones públicas, sostiene el decano de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín e investigador del Conicet, Ricardo A. Gutiérrez. “La gestión de residuos representa entre el primer o el segundo rubro de gasto para los municipios, sobre todo para aquellos de presupuestos más acotados. El otro es salud”. El de Luján, por ejemplo, arrastraba un déficit de más de $7.000.000 mensuales y una deuda con proveedores de $469.000.000 hasta principios de 2020, por lo que muchas de sus decisiones dependen de asistencias extraordinarias de la Provincia o la Nación.
A esto se suma que las políticas para recuperar, reutilizar y reducir en la Argentina han tenido un letargo demasiado prolongado. Esto, en lugares de gran concentración social como la provincia de Buenos Aires, derivó en dos modelos predominantes de disposición final. “Hay realidades distintas. La región metropolitana cuenta con rellenos sanitarios, que son obras de ingeniería que -en teoría- evitan la contaminación de suelo, agua y aire. Su mayor carencia es la saturación y el fin de vida útil. Pero ese problema parece moderno al lado de los que dependen de basurales a cielo abierto que, en cambio, son predios donde se tira todo tipo de basura y funcionan casi a la intemperie”, afirma Gutiérrez.
Precaución, gente trabajando
Cáscaras de frutas podridas, suelas de calzados, recipientes que gotean líquidos vencidos, cajas de celulares, partes de juguetes, ropa deshilachada, escombros, frascos y bolsas rotas forman parte de este paisaje no deseado que se fue conformando desde fines de la década de los 70. Hoy, son 150 toneladas de basura que ingresan por día y se acumulan entre olores nauseabundos y vectores e insectos. A pocos metros hay cinco barrios populares. Sus habitantes hurgan de día y de noche en busca de materiales que faltan en las casas o que revenden por kilo en galponeros y centros de acopio.
Joana Enrique, de 22 años, es una de esas personas que ha vivido del basural, al que llegó casi de forma hereditaria. Vecina del barrio Santa Marta e integrante del Movimiento de Trabajadores Excluidos, sus ingresos diarios solían depender de los trabajos de recuperación de residuos plásticos, de cartón y chatarra que se juntan en el predio, de cuya cercanía tampoco escapan lugares más acomodados -como countries o barrios cerrados- ni el famoso pueblo del hospital psiquiátrico de Open Door.
“Hace más de cinco años empecé. En mi familia todos pasaron por el basural: mi marido, mi papá, mi hermano, mi cuñado, mis primos y mi tío. Después está mi mamá, a la que le agarró tuberculosis por el humo de las quemas”, puntualiza. Y agrega que ella hace meses dejó de ir cuando fue madre, “porque esas no son condiciones seguras para criar a un bebe”. Eso sí, se encarga de gestionar equipamiento como “guantes, botas, tapabocas y alcohol en gel para los compañeros” mediante la cooperativa.
Para entender cómo impacta en el desarrollo social la vida en estos ambientes degradados, la investigadora Victoria D’hers suma otro ejemplo, además del efecto de las quemas. “Los lixiviados que se desprenden de los desechos en basurales a cielo abierto se filtran en la tierra y llegan a las napas, por lo que terminan contaminando el agua que consumen personas que viven en zonas cercanas, muchas de las cuales son precarias y no cuentan con acceso al agua potable”.
“Cuando vos no tenés changas ni trabajo afuera, caés en el basural a cirujear como sea”, dice, al igual que muchos otros recuperadores, Juan Marcelo González, de 35 años, que hace 12 va todas las tardes; ahora, lo hace acompañado de dos de sus ocho hijos. En parte, este flagelo se ha contenido con la creación de un registro de trabajadores del basural, la mejora de ciertas condiciones (construcción de vestuarios, acceso al IFE y acordar un aumento del precio de residuos con galponeros) y el cierre de algunas entradas, porque “antes te podías meter por cualquier lado”. Paliativos para una situación de precariedad generalizada y estructural.
Pese a que es difícil imaginarlo en un corto plazo, el saneamiento y un cierre posterior del basural son horizontes que también provocan controversia y posiciones dispares. Así lo reconoce Joana. “Hoy, 150 familias dependen de los residuos que acá recuperan. Sabemos que este monstruo es un problema muy grande, pero para nosotros representa una fuente de trabajo. En las promesas no creemos. Imaginate que vivimos en barrios sin servicios básicos casi. Entonces, si van a reconvertirlo necesitamos que esta vez nos incluyan”, reclama.
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