La ruta de la muerte: cuáles son los oficios "invisibles" que hay detrás
Suena el teléfono, Aldo atiende y toma las llaves de la ambulancia. Su unidad de traslado es blanca y verde, y tiene esas luces que a varios les gustaría tener cuando están atascados en el tráfico. Esquiva el tráfico hacia Balvanera pero no prende nunca su sirena. No está apurado. En la ambulancia no lleva ni oxígeno ni equipamiento. Una camilla inestable de metal y una silla de ruedas le son suficientes. Su paciente es un hombre fallecido de 66 años, con muerte dudosa en la vía pública, que tiene que retirar por la Morgue Judicial.
Todos los años en la Ciudad de Buenos Aires mueren, en promedio, unas 40.000 personas de edades, religiones, costumbres e historias de vidas muy diversas. Hablar de entierros, muertes, cementerios o la morgue no es una conversación que la gente inicia en el ascensor o mientras toma un café, pero es un mundo con el que se debe lidiar, al menos una vez en la vida.
Cuando muere, el cuerpo de cada persona recorre un camino de rituales, burocracia y traslados, que muchos desconocen, y que llegado el día, transitarán también. Detrás de ese mundo, hay oficios invisibles que hacen de ese camino una tarea más amena, para los familiares que transitan el duelo y para quienes trabajan en constante contacto con ese mundo del que, con frecuencia, se evita hablar.
Muchos de ellos, heredaron el oficio por tradición familiar, y otros simplemente se iniciaron por curiosidad. Sobre el rubro forense, afirman que la gente los imagina como seres morbosos, insensibles, pero aseguran que vivir en contacto con la muerte: "No te enfría, te hace más agradecido a la vida".
El primer contacto, el ambulanciero
Aldo Di Leone, hoy de 33 años, trabaja en una empresa funeraria hace más de 17 años. Tiene una barba prolija, sonrisa amable y ojos que denotan cansancio. Es que es el segundo traslado que hace en el día y todavía el sol no marca las 12. "La muerte no descansa", dice mientras cuenta que el teléfono suena en horarios insólitos.
En Viamonte 2151, sede de la Morgue Judicial, lo esperan los familiares para identificar el cuerpo. Junto al equipo de psicólogos que brinda el Estado, el hermano y un sobrino se acercan al patio donde los espera Aldo y la forense. En su trabajo está en contacto permanente con el dolor y es, por lo general, el primer hombre con el quienes se encuentran los familiares en el momento de la pérdida.
Entre sus "mejores" anécdotas, Aldo recuerda que una vez le entregaron el cuerpo equivocado y en otra ocasión fue a un domicilio y el cadáver no estaba. "Se lo había llevado otra funeraria por error: lo habían velado y enterrado en el Cementerio Municipal de la Chacarita", cuenta. Otra vez, llegó al domicilio y el fallecido pesaba más de 200 kilos. Tuvo que llamar a dos amigos para poder retirarlo.
Un paso casi obligado
Saily Ramírez González es cubana pero vive en la Argentina. Es Licenciada en Criminalística y trabaja como perito en papiloscopía -es decir- se encarga de identificar los cuerpos por sus huellas, palmas de las manos o plantas de los pies. Se considera "de necesaria averiguación" a todo lo que sea suicidio, accidente, homicidio, y muertes que no sean dentro de un hospital o institución sanitaria, por lo que muchos cuerpos terminan pasando por una autopsia "sí o sí".
Su trabajo es muchas veces necesario para esclarecer casos, pero genera también mucha controversia en aquellos familiares que no quieren que se vulnere el cuerpo de su ser querido.
Saily cuenta que cuando alguien se muere, la mirada se inmortaliza. Perdura.
"Los ancianos que mueren naturalmente tienen una especie de alivio en el rostro", cuenta. Saily tuvo la "suerte" de conocer a Pappo, aunque fue luego de su accidente y no se olvida jamás de la cara de terror y susto que quedó perpetuada en su mirada. Se acuerda también de una vez, cuando en la camilla de al lado, le hacían la autopsia a una chica víctima de violación y escuchó: "¿Qué es eso que tiene en la cara doctor?", preguntó el auxiliar. "Esas son lágrimas", le respondió. Nunca supo cómo se dio cuenta porque desde el punto de vista científico no hay cómo notarlo, "salvo que haya tenido manchas de rímel corrido", explica.
La caja negra de los humanos está en los ojos, en el humor vítreo.
La despedida del cuerpo
Si se tiene suerte, en el momento de partir aparecen las "Normas" y los "Aldos", que hacen de la despedida un momento más ameno para el resto. O al menos, eso piensa ella mientras maquilla la cara de ese hombre que Aldo buscó hace unas horas.
Debajo del guante de látex, deja entrever un tatuaje de Freddy Mercury, su ídolo, y una clave de sol que se asoma por la muñeca. Hace cuatro años que Norma Pugliese, de 53 años, se dedica a la tanatoestética, o a acondicionar el cuerpo para que no pierda fluidos durante la despedida. Es morocha de pelo corto y viste un azul oscuro. Su mirada es rígida, decidida, aunque confiesa que a veces se le caen las lágrimas mientras trabaja. Su rol es maquillar los rastros de la muerte.
Ya sabe que cuando muera quiere un ataúd negro clásico, de esos baratos, pero que tenga pintado arriba las teclas de un piano. Es que, según dice, "no se puede vivir sin música, y mucho menos, morir sin música".
Se acuerda de una vez que le tocó maquillar a una señora que falleció de un cáncer de páncreas y estaba muy destrozada. "Amarilla, amarilla", dice. "Amarilla minion". Con mucho trabajo la logró recuperar. Le sacó las ojeras y le cosió la boca de manera tal que los labios ya no estaban consumidos por la enfermedad, parecían carnosos. Se los pintó suavemente y le devolvió color y la vida al cuerpo que el cáncer le había robado. Nunca se va a olvidar de su hijo, Ariel, que la esperó al día siguiente para agradecerle.
"Mi mamá era artista plástica", contó Ariel. "Vos para nosotros hiciste tu mejor obra de arte". Extrajo del bolsillo 100 dólares -Norma nunca había visto un billete de dólar- y se lo dio. Lograste que mi hijo le diera un último beso a su abuela.
El destino, una tradición olvidada
"El recorrido que hacemos después de la muerte es sencillo", explica Joaquín García Guiñazú, que trabaja desde los 19 años en una funeraria de tradición familiar que fundó su abuelo hace más de 85 años en Villa Crespo. Hay tres preguntas: dónde, qué y adónde. "Todo depende de dónde nos morimos, qué servicio queremos contratar para que nos despidan y cuál es nuestro destino final", señala con total naturalidad.
Para Joaquín, no hay cielo ni limbos; hay tierra, nicho o cremación.
En los últimos años, los rituales y las tendencias han ido cambiando, en parte por cambios en las costumbres y en parte por los precios elevados que implican para los familiares. Varían según calidad del féretro, el tipo de traslado y el acondicionamiento de las salas velatorias, pero sobre todo la gran diferencia radica en el costo de la parcela dentro del cementerio y su pago mensual.
Un servicio fúnebre que incluye el retiro, acondicionamiento, gestión del documento y posterior solicitud en el cementerio puede rondar, el más económico, en 30.000 pesos, e incluye la cremación municipal. Un servicio más costoso, con bóvedas, panteones o ataúdes de madera de cedro, puede rondar los 200.000 pesos en total. En los reconocidos cementerios de Pilar, una parcela puede variar desde 40.000 hasta el millón de pesos. Si se contrata un servicio de responso, el valor promedio es de 60.000 pesos.
El homenaje final
Marcelo Cantés es de Moreno y tiene 33 años. Hace 15 que trabaja como marmolero en Chacarita. Su tarea es cubrir las parcelas de pasto con mármol y embellecer el pequeño espacio dedicado al difunto. El trabajo lo heredó de su padre, José Cantés, que trabajó otros 20 años antes. En el cementerio, todos los trabajadores son familiares o conocidos.
"En la época de mi viejo, esto era una mina de oro", recuerda Marcelo al mirar la austeridad de la tierra. "Ahora, la gente no tiene plata o no la gasta en esto". Los costos arrancan en 3000 pesos y Marcelo está casi sin trabajo. "Antes no se usaba, pero ahora, todos quieren cremación", explica, mientras señala el crematorio que se eleva a unos 100 metros por la calle principal del cementerio.
En la actualidad, un 75% de los familiares eligen la cremación. Según estadísticas del Ministerio de Ambiente y Espacio Público, en 2017 (último año registrado), estas duplicaron el tradicional entierro: 21.842 cremaciones y sólo 11.445 entierros en CABA.
En el cementerio Municipal de Chacarita el entierro perdió el glamour que solía tener y hoy los sepultureros piden propina mientras tapan con tierra el cajón del difunto. No abunda el parque con flores ni los caminos ordenados de piedra con banquitos bajo el árbol para saludar a los parientes en los domingos memoriosos. Los tradicionales panteones están cada vez más descuidados y Chacarita se volvió un laberinto en el que nadie quiere perderse, con calles interminables en sus 95 hectáreas, y un espacio ya agotado, donde las parcelas se renuevan cada cinco años.
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