Los secretos de la última taxidermista de aves del museo más antiguo del país: “No se estudia formalmente”
Yolanda Davies tiene 67 años y le falta muy poquito para la jubilación en la División Ornitología del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia; el oficio que aprendió de su padre y el legado para las generaciones futuras
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Aprendió el oficio junto a su padre, que era un biólogo experto en el tema, y trabajó en varios institutos de investigación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Ella, Yolanda Davies, tiene 67 años, le falta muy poquito para la jubilación y es la última taxidermista de la División Ornitología del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia (Macnbr), el más antiguo del país, que hace muy poco cumplió 211 años.
Admite con sinceridad que lo suyo con la taxidermia no fue amor a primera vista: después de la secundaria ella prefirió trabajar a estudiar y, entonces, empezó ayudando a su papá. La tarea era salir al campo a investigar con él. Junto a su familia, formada además por su madre y su hermano, todos biólogos, vivieron y realizaron una importante labor científica en la Isla Victoria (cerca de Bariloche), Mendoza y Corrientes. Ella guarda un agradecimiento especial a Andrés Giai, un naturalista argentino que le enseñó en vivo y en directo los secretos de una tarea que tiene mucho de arte.
Desde hace 50 años, Yolanda Davies es personal de apoyo a la investigación del Conicet y hace 25 que trabaja como taxidermista en el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia, en ese enorme edificio ubicado en el Parque Centenario que ella recorre con la seguridad de quien lo conoce de memoria, aun en sus más recónditos recovecos.
La colección de ornitología del museo, que es la más grande del país, tiene alrededor de 80.000 piezas –algunas que datan de mediados del siglo XVIII, perfectamente conservadas– de las cuales unas 14.000 fueron “preparadas” por Yoly, como la llaman cariñosamente sus compañeros, a quienes saluda sin excepción, siempre con una sonrisa cálida y franca.
“La taxidermia es un oficio, no se estudia formalmente –relata Davies, que es hija adoptiva y nunca cambió su apellido original por el de su padre, Julio Rafael Contreras–. Antiguamente los taxidermistas salían a cazar, pero eso ya no se hace. Al museo nos llega mucho material de decomiso o de gente que encuentra animales muertos y nos los acerca. Yo estoy muy acostumbrada, no me da impresión manipularlos; tal vez, si llevan muertos mucho tiempo y están en estado de descomposición, se siente un poco de asco. Pero es mi oficio, lo hago desde siempre”.
A diferencia del embalsamar, que implica la utilización de técnicas y sustancias químicas para conservar lo más completo posible al animal, la taxidermia tiene como objetivo guardar la piel del ejemplar y garantizar que esa conservación sea por el mayor tiempo posible y de la mejor manera. Davies trabaja sobre una enorme mesada, rodeada de freezers que cuentan con grupo electrógeno propio, donde se guardan los animales a preparar.
“Cuando me pongo en contacto con el cadáver del animal, que siempre en el caso de la ornitología es un ave, lo pesamos, lo medimos de ala a ala, hacemos un corte en su abdomen y se saca el contenido completo de sus órganos. Primero obtenemos una pequeña muestra de tejido para la colección de tejidos ultracongelados y estudiar su ADN; luego, su esqueleto total o parcial; endo y ectoparásitos; la siringe, que es el aparato por el cual cantan y vocalizan, y el contenido gástrico para saber qué fue lo último que habían comido… Todo eso va guardado, rotulado, catalogado y numerado, siempre con el mismo número”, detalla la experta.
La forma que adquiere el animal una vez que fue taxidermizado se logra rellenándolo con guata, un material que permite que el ejemplar no sea atacado por polillas y otros insectos. “Se limpia con bórax, que saca la grasitud, y con talco –describe Davies–; el relleno se va enrollando sobre un palito similar al que se usan para hacer brochettes y sobre eso se monta la piel. Cuando es para exhibición, se utiliza en cambio guata y alambre para mantenerlo más firme, darle forma y expresión. Por ejemplo, acostado, agachado o volando. Para los ojos se utilizan piezas de acrílico y se dibuja la expresión. Antiguamente, los ojos eran de vidrio, venían del exterior, era excelentes, pero ya no los tenemos más”.
Mascotas no
Davies vive en una casa en Parque Chas junto a su marido Alfredo Gangi, cuatro perros, cinco gatos y una cotorrita que llegó casi al borde de la muerte al museo, pero ella recuperó. Y dice que también los visitan palomas, muchas, porque las alimentan y entonces regresan. En una palabra: su vida está rodeada de animales. Pero asegura que jamás se le ocurriría taxidermizar a una mascota.
“Porque yo separo muy bien el capricho humano de querer conservar a una mascota, no asumir que las cosas terminan y pretender mantenerlo en el tiempo, de la tarea que hacemos aquí en el museo, que es investigación. Así como yo estoy preparando ejemplares hoy, muchas otras personas lo hicieron antes, y eso se conserva del mejor modo posible y nos da la idea de lo que hubo, porque hay especies extinguidas: por ejemplo, un guacamayo que tenemos en la colección, que está extinto”, explica.
La taxidermista añade que hasta hace algunas décadas estaba de moda tener en la casa en exhibición algún animal taxidermizado. “Era común entre cazadores –recuerda–. Tener esas enormes cabezas en el living de la casa… A mí siempre me pareció de muy mal gusto. Sé que en algunos países de Europa y en algunas partes de Estados Unidos se está volviendo a hacer, pero personalmente no me gusta”.
Actualmente, por otra parte, en el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia no se taxidermizan grandes animales. “Eso ha ido desapareciendo. Ya no hay talleres para grandes especímenes para montar en una exposición, por ejemplo. Hay cuestionamientos éticos, hoy es muy difícil salir a campo a cazar, y menos grandes animales: hay leyes que lo impiden. Además, la taxidermia es un trabajo arduo, pesado. A menudo los animales vienen en mal estado y preparar un elefante u otro de gran tamaño es mucho esfuerzo físico y hace falta más de una persona. Muchas de las colecciones de animales que existen acá en el museo llegan a través de donaciones. Mi propio padre, que se jubiló en 1998, donó todas sus colecciones”, aclara.
Además de su tarea como taxidermista de la División de Ornitología, Davies colabora con el resto de las salas de exhibición del museo, donde siempre es necesario restaurar y limpiar los materiales que serán mostrados al público: no solo aves, sino también mamíferos y reptiles. Además de aves pequeñas, ha taxidermizado cóndores, águilas y hasta un oso hormiguero que murió en el zoológico y ahora está en la Colección de Mastozoología (“el único mamífero grande sobre el que trabajé aquí”, aclara). Como contrapartida, también taxidermizó a un minúsculo picaflor de apenas 3 gramos.
En una recorrida por la División Ornitología del museo, la especialista muestra la infinita cantidad de armarios donde, al abrir las puertas, se huele un profundo aroma a alcanfor. “Se compra de a muchos kilos acá –bromea–. Ayuda a conservarlos”. En prolijas bolsas, con una etiqueta donde constan todos los datos, están las pieles de miles y miles de aves. En vitrinas, se ubican la colección de piezas exhibidas, que han sido rellenadas con guata y tienen volumen y expresión. El ave más grande es un ñandú, que tiene más de un metro de altura, taxidermizado y por supuesto a tamaño natural, que sorprende a la cronista mientras recorre un pasillo de la sala.
Yolanda Davies recuerda con mucha emoción a su familia. Dice que su madre, Amalia Chialchia, dejó de lado su propia profesión, la docencia (llegó a fundar una escuela), y decidió estudiar biología para acompañar a su marido.
“Mi vida siempre estuvo ligada a colecciones. Con cada mudanza, se mudaban nuestras colecciones. Con el tiempo fui entendiendo su importancia. Yo salía a cazar animales con mi papá. Dormíamos a la intemperie. Nos despertábamos con escarcha en el pelo. Nos metíamos en lagunas heladas para capturar alguno. Papá decía siempre que si quitábamos una vida teníamos la obligación de mantener de alguna manera esa vida para registro de las generaciones futuras. Al museo vienen científicos de muchos países a estudiar. Mi obligación es que las colecciones se mantengan. Tengo un enorme amor por mi trabajo. Sí, creo que voy a seguir haciéndolo, aunque me jubile”, concluye.
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