Desde 1927, los Bencich son los únicos propietarios y administradores del inmueble, situado en Diagonal Norte y Florida
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Desde hace años, las cúpulas de Buenos Aires son tendencia. Ya sea para observar la ciudad desde otro punto de vista, tomar fotos, visitar el bar de un roof top o para retratar las construcciones vecinas. Lo que jamás imaginó el grupo que trepó el sábado pasado hasta el último piso del edificio Bencich es que sería recibido en las alturas por tres generaciones de la familia que lo construyó. Desde 1927, los Bencich son los únicos propietarios y administradores del inmueble, situado en Diagonal Norte y Florida, que es famoso por sus cúpulas gemelas.
La estrella del encuentro fue Violeta Bencich, de 89 años. Por primera vez narró frente al público los secretos escondidos tras los muros del emblemático edificio levantado por su padre, Massimiliano. “Estoy emocionada por que haya tanta gente interesada. No nos dábamos cuenta de que podían tener semejante trascendencia las cúpulas. Pero tampoco se le habría ocurrido esto seguramente a mi papá”, dijo la mujer al iniciar la entrevista con LA NACION, mientras la gente se acercaba a escuchar la charla, que tuvo lugar en la terraza y en una de las torres con entrada por avenida Roque Sáenz Peña 615. Patricia y María Cabezas, hijas de la hermana mayor de la mujer, Susana, junto a Santiago Cabezas, uno de los nietos de Violeta, también estuvieron presentes.
El evento fue organizado por la artista plástica Marga Fabbri. A través de su programa Mirar Miradores, invita al público a subir a las cúpulas de la ciudad y retratar lo observado. Fue la primera vez que uno de sus grupos ingresó al Bencich y que los participantes fueron sorprendidos con la presencia del dueño de la cúpula mientras la recorrían. Para repetir la experiencia, un encuentro similar tendrá lugar en octubre próximo.
Edificios que son obras de arte
A principios del siglo XX, Miguel y su hermano Massimiliano levantaron construcciones que son obras de arte. Sobre la afrancesada avenida Diagonal Norte y con planos del arquitecto francés Le Monnier, crearon dos inmuebles relevantes y enfrentados, el Bencich y el Miguel Bencich, este último en Roque Sáenz Peña 616. La familia, oriunda de Trieste, localidad italiana que formaba parte del Imperio austrohúngaro, tenía una constructora focalizada en departamentos para renta, mayormente de viviendas, aunque los de Sáenz Peña siempre se alquilaron como oficinas.
A Violeta no hizo falta preguntarle casi nada, entusiasmada contó de corrido una serie de anécdotas familiares. Los Bencich llegaron al Hotel de Inmigrantes en 1910 para trabajar como picapedreros, empezó diciendo. “Papá al arribar vio iluminada Buenos Aires y se quedó fascinado. Dijo ‘Qué país maravilloso’”, relató la mujer, quien desde hace años acude todos los días a su oficina ubicada dentro del Bencich. Lo hace para encargarse de la administración del edificio.
Los hermanos habían empezado a trabajar en Trieste a los 16 años; hicieron allí la casa de dos pisos donde vivían sus padres. “Mi abuela les sostenía el farol para que ellos pudieran pintar el techo. Cuando la hermana pedía permiso para ir al baile, los abuelos le decían que antes debía fabricarles una camisa”, relata.
Después fue el propio Massimiliano, un maestro mayor de obras, quien ya en Buenos Aires les diría a sus hijas: “Hagan gimnasia, sostengan el farol para que yo pueda pintar”. Lo de practicar actividad física quedó grabado en Violeta y hoy, cuando llega a su casa de trabajar, con casi 90 años, entrena subiendo y bajando las escaleras de la Facultad de Derecho. Con la misma agilidad trepa hasta su cúpula.
La anécdota de pintar los techos ocurrió cuando eran dueños de la empresa y toda la familia vivía junta en una gran casa. Pero antes y después de picar piedras, se habían dedicado a instalar cloacas, cuando en la ciudad aún no existían.
Alzaron unos siete edificios emblemáticos distribuidos en diferentes puntos de la ciudad. Sin embargo, el Bencich es una postal de Buenos Aires por su ubicación privilegiada, sus cúpulas hermanadas y por estar rodeado de otras torres icónicas. Tiene casi 14.000 metros cuadrados cubiertos construidos en hormigón; en el piso 10 se asienta la base de las dos cúpulas. Están separadas por una terraza y se elevan hasta el piso 14.
Según Néstor Zakim, arquitecto especializado en remates de edificios, lo que caracteriza a ambas es su perfil neoclásico aunque conforman un conjunto edilicio cercano a las propuestas eclécticas. “Las enormes bóvedas poseen un inocultable mensaje de fortaleza institucional para la empresa Bencich, que las siguen destacando en el skyline de Buenos Aires”, dice el experto.
“Todos teníamos que trabajar”
Violeta recuerda haber trepado hasta ahí por primera vez a los 12 años: “El ascensor tenía ascensorista, subía con la palanca, y a mí se me subía también el estómago”. Su padre iba todos los días a la oficina de impecable camisa blanca y, para no mancharse los puños, antes le pasaba una franela al escritorio. Al llegar a la casa les entregaba a sus hijas los recibos de alquiler. Según Violeta, “Susy ponía el secante y yo daba vuelta la hoja del talonario. Todos teníamos que trabajar”.
Su tía, Celestina Bencich, compraba los materiales que vendían en Europa y les daba el desayuno a los obreros en un corralón montado sobre la avenida Leandro N. Alem. Desde ahí salían los empleados a las distintas obras. Su padre iba a diario con el chofer a recorrer las construcciones en proceso.
Les daba 5 pesos para comprarse ropa y les decía “con esto es suficiente”. El tío Miguel, que no tenía hijos, les regalaba un billete a escondidas para los zapatos o la blusa, cosa que hacía enojar a Massimiliano. A su hermano menor, Enrique, fue Violeta quien sugirió incorporarlo a la constructora. Habían empezado a comprar conventillos en La Boca, donde llegaron a ser amigos de Quinquela Martín. Lo llamaban Don Quinquela. “Le voy a mandar a los pintores a que pinten su casa como a usted le guste”, le decía Bencich al artista. Quinquela le ofreció hacerlo socio del Club de la Boca, “pero papá no quiso, era tímido; le gustaba la ópera italiana, ir al cine con mamá. Eran muy compañeros”.
Enrique tenía como misión describirle al padre, quien trataba a los hijos de usted, las características del conventillo a adquirir. “‘Tiene tres habitaciones, dos baños, una parra’, decía mi hermano. Papá un día lo frenó y le preguntó: ‘¿Y de qué tipo de uva era la parra?’. Nos hizo mucha gracia, pero lo describe tal cual era, muy detallista”, reveló.
Cuando tuvo lugar el congelamiento de alquileres, durante 40 años los Bencich compraron fracciones de tierra en San Miguel, Glew, Ezeiza y Longchamps, entre otros sitios del conurbano. “Abríamos las calles, les vendíamos lotes a los italianos recién llegados. Viajábamos juntos, mamá llevaba el picnic para todos. Era una vida muy linda”, concluyó.
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